Las lunas de San Juan

La pesca es un arte, pero no todos llegan a ser buenos artistas. Hay que saber de tiempo, mar, de cómo “jala el peje”… El anzuelo, la carnada, las libras que aguanta un nylon, si pones o no alambrada -por el diente cortante-, el pesquero. Conociendo el lugar donde acostumbra a nadar la presa hay un buen trecho adelantado.

Para empezar en el mundo de la pesquería primero hay que encontrar un buen maestro. Yo por suerte lo tenía en casa, mi abuelo Pipa.

Cierta vez organizamos una partida improvisada de pescadores liderada por él, siete en total, llegamos al único tramo de costa oeste que tiene Cuba, cerca de María la Gorda en el Cabo de San Antonio. Entre algunos amigos y mis dos tíos (que ya no dejaban al viejo ir solo al mar) armamos una estructura de madera rectangular de 4×3 metros con seis remos. La parte inferior impediría que se salieran las cámaras de rueda de camión que nos mantendrían a flote. Con los remos se direccionaba el embarque, y mi abuelo diría el lugar donde soltar el “grampín”, un ancla improvisada con cabillas corrugadas y plomo para que vaya directo al fondo y mantenga la posición.

A 48 kilómetros en línea recta con el sol del poniente nos llevaba el “Zil 131 V8” de mi tío mayor, el mismo que había donado la mayoría de las cámaras. En la cabina iban él y mi abuelo. Llegando a La Bajada intercambiaron asientos, el viejo tenía ansia de manejar desde que salimos de Sandino, y convenció al hijo a pesar de permiso de conducción había expirado hacía años.

El cristal trasero que comunica visualmente la cama y la cabina dejó entrever el retrovisor y este los ojos del anciano, brillantes como de niño que encuentra caramelos. Viajaba en la carretera y en el tiempo.

Muchos años antes había manejado una rastra carbonera para Casimiro, el gallego más pudiente de la zona. Los antiguos caminos de piedra viva hoy estaban cubiertos de asfalto. Algunos puntos resultaban conocidos: la ceiba centenaria donde Maceo había probado un cañón, el trillo que conducía al pozo donde tomó agua el Che mientras estuvo unos meses por el Vallecito, una caoba que resaltaba sobre el monte, hogar de viejos amigos.

Así llegamos a la orilla de una playa de arenas níveas llamada Uvero Quemado. Abuelo daba órdenes y los demás sonreían, a Pipa no se le podía dar la batuta, no paraba de mandar. Abajo la estructura y otros dos, Lazarito y mi tío, comenzaban a inflar las cámaras con el compresor del vehículo. Una, dos, tres…

El sol estaba sentado en el horizonte, y el agua transparente del mar filtraba el color de la luz. En algún momento antes de echar la balsa el viejo me llevó a la orilla, señaló algún lugar al suroeste y me dijo: “Vamos pa´ allá, frente a las tetas de María la Gorda, fue en ese lugar donde maté la cubera, ¿te acuerdas?”.

***

La cubera era protagonista de algo que contaba cada vez que se daba un trago, así que yo sabía de memoria el relato, que comenzaba así: “Eran las dos de mañana y hacía una luna de junio terriblemente buena –así mismo lo contaba, como cuando se aprendía una poesía–.

El día 24, San Juan en el santoral católico, preciso para capturar el pargo conocido por el nombre del santo (también lo llaman pargo criollo). Navegaban en el Masaya, mítico yate que pertenecía a la casa de visita del Partido. Habían salido a coger unos pargos para su amigo Camacho, que tenía una visita importante por esos días. El Masaya era un barco de paseo confiscado a un terrateniente poco después de la bajada de los barbudos. Lile* era el patrón, un lobo de mar que peinaba canas. Ese sabía el lugar de la laja y la poza, donde caía el veril o asomaba el arrecife, la costumbre del peje y cuál era por su fuerza en el cordel. Así mismo Manuel el cocinero de la embarcación podía adivinar lo que luchaba por su vida en el fondo. Llevaban algunos años los dos conviviendo en aquel barco con nombre de volcán, y apostaban su palabra antes de que el pez saliera a flote.

“Entonces destapé una botella de Coronilla –proseguía mi abuelo– y agarré una rabirrubia medio viva en el cubo de la carnada, la engrampé con el anzuelo y ‘fuuu pal agua’. Era un carrete grandísimo, parecía que nunca había cogido Golfo. No había llegado a las quince brazas cuando salió como Juan que se despetronca… vueltas y más vueltas, lo pinché duro y volví a soltar, mientras cruzaba la parte trasera del yate, y cómo habrá sido el ‘jalón’ que levantó una chalana que había bocabajo y la tiró a cinco metros del barco”.

“¡Ave María Aurelio, qué clase de tiburón usted ha enganchao!”, le dijo Manuel y luego lamentó: “Contra pero esa es la pita nueva de Camacho compadre, si ese animal parte el nylon estamos jodidos”. Al minuto llegó Lile, que había escuchado el alboroto: “No Manuel, usted se equivocó, esa es la cubera más grande del cabo de San Antonio”, sonrió y agarró la línea con las dos manos. Entre los tres después de una hora y media de recoge y suelta la “ahogaron”. Era una enorme cubera en efecto. De un rojo que se convertía en carmelita en la parte del buche, contaba Pipa…, “dientes del tamaño del mi dedo índice, una bestia con escamas. Encajamos el bichero en su ojo y casi no podíamos con ella por estribor, hubo que hacer un lazo y hacer fuerza desde la cola. Esa fue la pesca de la noche. Seguro andaba comiendo pargo por allá abajo, pero por la boca muere el pez”.

Frente a la casa de visita la montaron en la misma chalana que había tirado al mar, junto a cuatro pargos criollos. Cuando llegaron al espigón, estaba Camacho con una linterna esperando una buena captura. “Nunca lo había visto tan sorprendido”, recordaba Pipa.

– Pero, ¿ustedes cómo lograron levantar ese bicho?

– Con su pita nueva, comandante, que Aurelio no sabía que era de usted…- dijo Manuel.

– ¡Qué bueno compadre! Eso es para un compromiso que tengo con un amigo importante. Aurelio, usted vaya para la nevera y agarre todo el pargo que le quepa en el Jeep, no me diga que no. -Sentenció mientras se ponía algo de luz de su cara.

Luego Pipa ayudó a pesarla. “298 libras tenía aquel animalito. ¡Qué cuberita!”, decía abriendo mucho los ojos.

***

Lo casual era que el mismo 24 de San Juan Bautista estábamos nosotros en aquella playa. Se veían los restos del espigón pasados los años y mi abuelo entraba al mar de sus recuerdos con sus dos hijos machos, su primer nieto y tres amigos del barrio. En el lugar que sería la proa de la balsa puso la pierna flexionada como capitán de navío y comenzó a dirigir la travesía, que no excedió las dos millas. “Denle un poquito más fuerte por la derecha. ¡Ustedes ninguno sabe remar! ¡Arriba que la luna ya salió!”.

Encendimos las tres lámparas recargables después de la orden de soltar el grampín, de alguna manera rara logró distinguir en plena noche la posición anunciada: “Frente con frente a las tetas de María la Gorda”. La carnada ideal para pescar el pargo es el cobo, el molusco que habita en el interior de los caracoles por donde se escucha el sonido del mar, que en algunos lugares la gente pone en la puerta de la casa para que el aire no la empuje contra el marco. El día anterior habíamos ido a La Fe, a una colonia de cobos que habitaba en un manglar y con una cortabarra de hierro fundido nos echamos el día rompiendo conchas. Eran durísimas, con colores preciosos en su interior, nacarados algunas veces. La carne se extrae y las tripas se desechan, es una masa como la goma dura de caucho, blanca y muy buen alimento si se sabe cocinar.

***

El primero en tirar el anzuelo al agua fue el viejo. Sacó un pargo como de siete libras al momento, y se sonrió. “Con los años que tengo todavía me acuerdo. Muevan el cuje que si le da por ponerse mala la mar, no van a coger ni cansancio”, alardeó.

Fui el último en atrapar el primer pargo, rojo, precioso, y el primero en levantar el segundo, y no podía evitar reírme y los demás, tan serios como el viejo, hacían oídos sordos. A los cinco minutos un tirón vuelve a quemarme el dedo y también a Ignacio, el vecino del frente. Logré traer la presa a la superficie, mientras Ignacio falla, se le va. El viejo sonríe, pone cobo en su anzuelo y dice: “Ese es mi nieto cará”. Luego enseña a sus hijos, que tenían picada pero solo levantaron uno de casualidad: “Así no van a pescar ni pal caldo. Escúchenme bien. El pargo se ladea pa jalar y tienen que dejar que coma. Dejen que camine la pita un metro y entonces lo pinchan. Cuando sientan el peso no pierdan braceada, pa´ arriba hasta que asome el hocico, y cuidado con las espinas del lomo que eso duele como carajo”.

A las tres de la madrugada entre luna llena y mar tranquila habíamos arrasado con el peje. Bajo nuestros pies miles de ejemplares nadaban en medio del frenesí reproductivo. Como ocurre cada año en las aguas tropicales de Cuba, machos y hembras expulsaban semen y óvulos en una danza hermosa.

***

Por veinte minutos paró la picada. Muy raro. Todos se preguntaban por qué. El abuelo agarró la lámpara, alumbró al agua y justo al lado de nuestra balsa emergía la aleta dorsal de un gigante tiburón ballena. Todos cambiamos de color, hasta el viejo, que había tenido encuentros e historias con estos enormes jaquetones.

Lo vimos avanzar en toda su longitud, como cuando se ve pasar un tren desde arriba. Jugaba por los cuatro costados de la balsa, como si bromeara con nosotros, los del miedo oculto. Más de uno agarró el remo, esperábamos la orden del viejo.

El agua sonaba sorda y potente, estaba de curioso el pez, el más grande de todos y a la vez el más noble. Toda la humildad que le puede faltar al resto de sus parientes se la dieron a él, por grande.

Llegaron las palabras de Pipa: “No se me acobarden, que el damero es inofensivo. En los desoves de pargos siempre los hay, se alimentan de la hueva de la hembra, y a los peces ni siquiera se los come aunque sí los asusta un poco. De todas maneras ya la pesca ha sido buena, vayan dándole suavecito pa´ la orilla. Que nadie hable hasta que toquemos tierra”.

Mi abuelo no come miedo, pensé. Bajo el plenilunio se acercaba una certeza: el viejo acababa de ganar crédito obligatorio a cualquier historia suya, por exagerada que pareciese.

* “Llamadle Lile”, si bien queda la duda de su verdadero nombre. Murió siendo patrón del Masaya. Cuentan que semanas después el barco se hundió en altamar, en medio de un temporal poco furioso. Lile lo estaba reclamando.

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