¿País sin azúcar?

Foto: Daniel Valero

Foto: Daniel Valero

Entrando a los cañaverales de José Miguel Rivero llaman la atención grandes zanjas, que entre los surcos, interrumpen las ordenadas filas de retoños. Se eslabonan irregulares, cada cierta cantidad de metros, como si alguien hubiera cometido la insensatez de abandonar el camino para tomar a campo traviesa y terminara hundiéndose en la tierra reblandecida de los surcos.

“Esas fueron las Case (las combinadas brasileñas), que empezaron a atascarse apenas entraron. Yo se los dije cuando llegaron, pero los habían mandado a seguir cortando. Aquí ha estado lloviendo desde abril y no hay equipo pesado que se meta en esos terrenos. En definitiva tuvieron que traer las combinadas de esteras y solo así resolvieron, aunque al final no sé si haya sido mejor el remedio que la enfermedad”, cuenta José Miguel mientras contabiliza mentalmente cuánto le costará solucionar el destrozo ocasionado por los equipos.

En general, él salió ganando con la arbitraria decisión. En otros tiempos le habría afectado que fuera mayo y que sus cañas no tuvieran el grado óptimo de maduración, con lo cual hubiera perdido en el rendimiento industrial y el consiguiente pago. Pero desde hace años en Cuba se privilegia la retribución de la gramínea por su volumen cosechado, y a los productores no les importa tanto si el calor y la lluvia ya se han llevado por delante la concentración de sacarosa en sus plantaciones. Solo buscan, como en el caso de José Miguel, que no se les “quede” caña por cosechar y menos cuando esta rebasa los catorce meses y está en su etapa de mayor florecimiento.

El hecho, sin embargo, parte de una contradicción evidente para cualquier persona que haya interactuado con el mundo del azúcar. Desde siempre, una máxima de los viejos productores ha asegurado que la zafra es cuestión “de seca y frío”, en alusión a las dos condiciones climatológicas imprescindibles para alcanzar buenos rendimientos. Mantener las cosechas y molidas cuando ya el calor y las lluvias han hecho acto de presencia parece entonces un sinsentido tan caro como innecesario.

En el siglo XIX el científico cubano Álvaro Reynoso había defendido la idea de que “la verdadera fábrica de azúcar está en los cañaverales”. Allí radicaba la base de un texto de su autoría que hasta hoy constituye biblia para los defensores de la planta más cosechada en el mundo: Ensayo sobre el cultivo de la caña de azúcar.

A juicio del sabio cubano, el primer paso estaba en fomentar plantaciones con las mejores variedades posibles, brindarles un cultivo “esmerado y constante” y velar por su adecuada renovación. Que lo dijera en el territorio que por aquella época se enorgullecía de ocupar el primer lugar mundial en cuanto a la producción azucarera lo hacía parecer un sacrílego a los ojos de muchos, pero Reynoso sabía de lo hablaba. El acelerado crecimiento de industria azucarera en la Isla tenía un cimiento de barro: los bajos rendimientos agrícolas.

Foto: Daniel Valero
Foto: Daniel Valero

Los tintes más grises caracterizan el último cuarto de siglo en la historia azucarera cubana.

Luego de ser por décadas la “joya de la corona” en las relaciones de la Isla con el Campo Socialista, la industria “dulce” inició los años ’90 en medio de la contradicción: Aunque para entonces la pérdida de los mercados preferenciales en la URSS y otras naciones del Bloque habían terminado compensándose con algunos clientes de Asia y Europa, la noticia venía acompañada por dos antecedentes que anulaban casi por completo sus discretos efectos positivos. En primer lugar, el Ministerio de la Industria Azucarera (Minaz) ya no recibía las generosas asignaciones de combustibles, equipos y otros recursos imprescindibles para sostener su monumental infraestructura; en segundo, estaba obligado a asumir –casi en solitario– el sostenimiento de todos los demás sectores socioeconómicos del país.

“De un año a otro (1991-1992) el volumen de caña molida se redujo en un tercio y el rendimiento por área cosechada en 20{bb302c39ef77509544c7d3ea992cb94710211e0fa5985a4a3940706d9b0380de}”, explica el investigador Oscar Zanetti en su libro Esplendor y decadencia del azúcar en las Antillas hispanas. La misma fuente apunta cómo –si bien en al principio se logró preservar cierta estabilidad en la producción y las exportaciones– ya para 1993 la crisis se confirmaba como irreversible: ese año la zafra se desplomaba hasta 4,2 millones de toneladas de azúcar, la campaña más discreta en casi medio siglo.

De entonces a la fecha no puede hablarse de recuperaciones. En estos veinte años la otrora “primera industria” ha vivido una aguda descapitalización y dos profundas reestructuraciones (la Tarea Álvaro Reynoso y la generada a partir de la creación del grupo empresarial AzCuba).

Ninguna de las dos ha logrado los resultados que se esperaban.

La “Álvaro Reynoso”, por ejemplo, apostó a la estabilización de las zafras en torno a los 4 millones de toneladas de azúcar, con un rendimiento agrícola de 54 toneladas de caña por hectárea y casi un 12{bb302c39ef77509544c7d3ea992cb94710211e0fa5985a4a3940706d9b0380de} en cuanto a rendimiento industrial (12 toneladas de azúcar por 100 toneladas de caña molidas).

“Esa riesgosa planeación sobre parámetros óptimos se mostraba, sin embargo, muy parca en materia de aseguramientos financieros, un factor indispensable para elevar a los rangos deseables los indicadores de una producción que llevaba varios años deprimida”, considera Zanetti en la obra mencionada.

El desmantelamiento de los centrales “menos eficientes” y sus plantaciones supuso un enorme costo económico y social. Aunque más de una década después no existen cifras oficiales sobre el proceso, resulta difícil creer que la venta de piezas y estructuras de los ingenios desactivados y la reutilización de sus equipamientos agrícolas hayan compensado los inmensos gastos que supuso el programa y su consecuente impacto humano.

Por solo citar un hecho, durante la “Álvaro Reynoso” cerraron sus puertas 71 industrias ubicadas casi siempre en comunidades para las cuales constituían la base económica fundamental. Llevado al campo de la demografía se trató de una decisión que implicó de forma directa a más de una décima parte de la población cubana. Y el costo material se confirmó en la contienda de más pobres resultados de todo un siglo (2009-2010: 1 millón 100 mil de toneladas de azúcar).

Seis años después, y aplicados nuevos conceptos de reinversión en la agroindustria azucarera, el campo no da señales de que acabe de despegar la nueva estrategia. Aún no están las cifras definitivas de la zafra 2015-2016, pero sí fue anunciado que quedaría por debajo de la lograda el año anterior: 1 millón 600 mil toneladas.

Foto: Daniel Valero
Foto: Daniel Valero

Biografía íntima de la zafra

La zona de Consuegra, donde vive José Miguel, fue por muchos años una de las mayores productoras de caña en el sur de Camagüey. Su momento cumbre llegó a finales de la década de 1980, cuando en un radio de no más de cincuenta kilómetros funcionaban cuatro centrales con una capacidad de molida conjunta que se acercaba a los dos millones de arrobas diarias.

Eso es más de lo que puede moler toda la provincia de Camagüey en la actualidad.

Eran tiempos en los que no faltaban el combustible ni los tractores, y en los que para obtener el fertilizante y otros insumos solo había que encargarlos a la cooperativa o la dirección del Complejo Agroindustrial (CAI).

Hoy en el radio de influencia de Consuegra se mantiene en operaciones un único ingenio, el “Batalla de las Guásimas”, responsable principal de la industria en la provincia pero también habitual incumplidor de sus planes. De hecho, casi la mitad de las 300 mil toneladas de caña que esta vez se dejaron de moler en Camagüey correspondieron a esa planta, la segunda creada luego de 1959.

Al momento de su fundación junto con el “Batalla” vio la luz una comunidad de edificios en los que encontraron vivienda miles de personas. La mayoría eran trabajadores vinculados al central o a las labores agrícolas, aunque también se contaron numerosos pobladores de los campos cercanos, entre ellos los que hasta entonces habían vivido en las áreas donde se construyó la presa La Jía.

Una carretera convertida a tramos en el terraplén comunica al poblado con la cabecera municipal, Vertientes. El trayecto total hasta la capital agramontina, que duplica esa distancia, continúa por una vía en mejores condiciones, franqueada en buena parte de su extensión por cañaverales.

Yanet vive en Batalla pero trabaja en Vertientes. En ocasiones, por motivos laborales o personales también debe trasladarse hasta la ciudad de Camagüey. Cuando toma camiones particulares, casi siempre, el viaje en redondo le cuesta 40 pesos y cinco horas de esfuerzo.

“Da lo mismo si uno va a pasear o a un hospital. Los camioneros no entienden, para ellos valemos menos que el billete que pagamos. Es verdad que está la guagua de los turnos médicos, pero esa termina su ruta en Vertientes y de los transportes del Estado mejor ni hablar, pasan más tiempo rotos que de servicio”.

En Batalla las Guásimas Yanet no hubiera tenido la oportunidad de trabajar en una oficina; o se decantaba por el campo o se hacía ama de casa o se dedicaba a buscarse la vida por cuenta propia. Por eso acepta con resignación la diaria travesía, a veces en un camión, otras en botella, en ocasiones sobre una carreta tirada por un tractor…

Foto: Leandro A. Pérez Pérez
Foto: Leandro A. Pérez Pérez

Yanet sueña con que su hija de nueve años no tenga un futuro así. En Batalla los niños tienen como principales alternativas la televisión y los bancos entre los edificios. Desde hace un año incluso carecen de la pequeña piscina construida en uno de los antiguos enfriaderos del central, a más de un kilómetro del área urbana. En 2015, justo cuando estaba a punto de comenzar el período vacacional, alguien decidió quitarle la turbina a la instalación y destinarla al riego de siembras. La piscina no funcionó en el verano.

En la zona de Batalla de las Guásimas, como en Consuegra u otras muchas de la geografía camagüeyana la gente sigue un ciclo migratorio que pareciera inevitable: los abuelos cultivan pequeñas fincas o laboran en tierras de las cooperativas, los padres viven en las comunidades todavía vinculados al mundo del azúcar y los nietos se asientan en Camagüey, La Habana (o siempre que pueden) el exterior.

“Imagínese un pueblo en el que los niños no pueden ni tomarse un helado, ¿vale la pena vivir así?”, pregunta Ismary, una muchacha de 21 años que con añora el día en que pueda marcharse “para donde sea” con su hijo. Lograrlo depende en primer lugar de que consiga vender el apartamento que comparte con su abuela en la comunidad de Las Quinientas. El problema está en el poco interés que despierta un pueblo de edificios descascarados, a quince kilómetros de la carretera más cercana y con un camino de tierra como principal vía de comunicación.

La realidad no tendría por qué escribirse en esos términos. Con precios que este año han mostrado una tendencia a la recuperación y ya superan los 15 centavos por libra en el mercado de Nueva York, los pronósticos de la Organización Internacional de Azúcar vaticinan que al cierre del actual calendario la oferta mundial quedará unos 3,5 millones de toneladas por debajo de la demanda. Se trata de una tendencia que se ha mantenido durante los últimos años, impulsada por el valor “estratégico” que posee la caña debido a sus múltiples usos.

Pero sin inversiones, la oportunidad nunca podría ser aprovechada en Cuba. De 2011 a la fecha la recapitalización se intenta en áreas de la industria y el sector agrícola, conducida por el grupo AzCuba. Pero la infraestructura social, la de los hombres y mujeres que sostienen el sector sigue siendo –cada vez más– un asunto pendiente.

 

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