Personas: El saldo especial del período

Yo me acuerdo que cuando decíamos Período Especial en la casa, Mari ponía una cara extrañísima, abría los ojos grandes y se quedaba un rato pensativa. Qué chiquilla más reflexiva nos ha salido, me decía Jorge. Pero a mí me parecía muy extraño aquello y un día le pregunté, ven acá Mari -que cuando eso tendría unos cinco o seis años-, por qué te quedas así mirando con esa carita cada vez que alguien dice Período Especial. Ella abrió los ojos grandes, recuerdo, como si de nuevo yo estuviese conjurando lo innombrable, y me dijo: ¿Es que eso no es lo mismo que tienes tú en el blúmer cuando te viene el período, mami? Fui yo entonces la que abrió los ojos grandes, grandísimos, y me quedé pensando sin decirle nada, por supuesto, claro que era lo mismo, la misma cuestión de pérdida y de ciclo natural de un proceso y de dolor y de secuelas.

Jorge era técnico electricista en el hospital y yo trabajaba de auditora. Por tal de que uno se hiciera el de la vista gorda con algunas cositas que en realidad no eran graves pero que le podían joder el salario a cualquiera, la gente siempre tenía una atención. A veces me regalaban un pan con jamón o con chorizo en el almuerzo y yo lo guardaba hasta por la tarde, para servírselo con el arroz a Mari y a Yunior. Daba gusto verlos comer con ganas aquellos pedacitos de tela y oírlos decir después que estaban llenos. Porque si no, era picadillo, y los muchachos no podían más con el picadillo aquel. O huevo, claro.

El caso es que un día me regalaron un bistec de pechuga de pollo. Y a mí me entró una alegría tan grande que no te puedo explicar. Cuando llegué por la tarde a la casa lo pasé de nuevo por el aceite, le eché un poquito más de sal y lo partí a la mitad. Yo recuerdo que tenía la boca hecha agua y mientras los estaba refriendo llegó Jorge, tiró la mochila en la mesa del comedor y fue hasta donde yo estaba con una cara que era medio de alegría pero medio de congoja también. Me dijo, nunca se me va a olvidar, que sintió el olor desde que iba por el segundo piso y yo pensé, caramba, verdad que esta mierda de Período Especial nos ha alebrestado el olfato. Vaya a enterarse uno más tarde a cambio de qué.

Bueno, como te dije piqué el bistec a la mitad, lo serví en dos platos con un poco de arroz en cada uno y unas papas que me había puesto a hervir, llené dos vasos de agua y se los llevé al sofá a los muchachos, que estaban viendo el televisor. Los dos empezaron a pellizcar el borde de la carne y Yunior preguntó que qué era eso. Pechuga de pollo, le dije. No le habían dado dos bocados y Yunior volvió a decir que a ellos no les gustaba eso, que lo que querían era huevo. ¿No hay un huevito, mami? Me acuerdo como si fuera ahora que eso me dijo Mari.

Jorge y yo nos miramos. Teníamos ganas de gritar. Yo las tenía y sé que él también las tenía, ganas de darle dos buenos pescozones a aquellos chiquillos, pero en vez de eso les arrebatamos los platos de enfrente y nos los llevamos para la cocina. Parecía como si lo hubiéramos planeado durante meses: yo el de Mari y él el de Yunior. Recostados a la meseta mordimos los pedazos de aquel bistec con una furia tan grande y un placer tan grande y una culpa tan grande, que todo estaba mezclado y se confundía con el sabor del pollo. No nos mirábamos, no queríamos, pero no dejamos un grano de arroz en aquellos platos. Nos limpiamos la boca con la mano, él sacó dos huevos del refrigerador y yo puse a calentar el aceite para freírlos.

Y eso es, te lo puedo asegurar, lo más raro que me ha pasado en la vida. Me dejó un remordimiento que todavía hoy no se me ha quitado. No hemos hablado nunca de eso Jorge y yo pero sé, me he dado cuenta cada vez que lo he visto masticar un trozo de pechuga de pollo en estos años, que a él tampoco se le va a quitar nunca.

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