Cienfuegos y el crucero Adonia

Foto: Aslam Ibrahim Castellón Maure

Foto: Aslam Ibrahim Castellón Maure

Cienfuegos no es Macondo, pero se le parece. No son los gitanos quienes inundan el pueblo de García Márquez, con los últimos inventos del mundo, con un imán o con el hielo. El pueblo, la aldea, la ciudad, parece temer a los desconocidos, pero le oferta ciertos jueves sus mejores mercancías, prepara sus más elevadas actuaciones para lograr, en apenas unas horas, encantar a los turistas que descienden del crucero Adonia.

La terminal que los recibe es pobre y descuidada. Es apenas un muelle que estuvo en desuso y volvió a activarse con premura.

Una reja horizontal es la puerta a la ciudad. Los custodios la abren con parsimonia para que pasen por allí quienes abordan luego decenas de ómnibus de Transtur encargados de llevarlos a conocer la urbe marinera.

Todas las guaguas se dirigen al Parque Martí. Los visitantes se concentran, casi siempre, en grupos. Llevan su nombre en una pegatina azul adherida a la ropa y un guía, también de azul, con una pancarta que asemeja una penca en la mano, intentan conducirlos entre el bullicio de la gente, los comerciantes, los hosteleros que se acercan insistentemente para ofrecer buenos restaurantes y buenos souvenirs.

Foto: Lena Almeida
Foto: Lena Almeida

Algunos van hasta la Paseo del Prado a conocer al Benny Moré esculpido por José Villa Soberón. Allí les explican en síntesis la vida del músico autodidacta cubano y cómo la adicción al alcohol lo llevó a la muerte. Los espera luego el bulevar de 400 metros, el más ajetreado tramo de la ciudad.

Allí les van explicando de qué se trata local por local. Los introducen en el Palacio de Blanco, la mayor tienda de la artesanía en la Perla de Sur. Se reincorporan a la calle y caminan hasta el Parque y les describen la arquitectura española en una villa fundada por colonos franceses. Les enseñan la roseta fundacional, la Catedral, el Teatro, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, el Centro Cultural de las Artes, el bar Palatino y un poco más abajo las rotativas y artefactos vetustos del antiguo Periódico La Correspondencia.

Algunos visitantes se separan de los grupos, transitan la ciudad como pueden, guiándose por su instinto o por las señales que encuentran. Van con ganas de extraviarse, en busca de una visión menos institucional de esta ciudad. Esos no escuchan los discursos sobre la fundación de Cienfuegos, la historia de Don Luis D´Clouet u otros datos periféricos, pero ganan llevándese al vuelo sabiduría popular, la temperatura del día a día.

La zona del centro histórico se dispone: toda adornos, toda ofertas. Las galerías de arte, que han proliferado rápidamente (sobre todo en la zona del Corredor de Santa Isabel, por donde gustan pasear los viajeros, y el Parque Martí, fundamentalmente) parece que abren las puertas extralímites. Aquí sobresalen las pinturas de carros antiguos, de mulatas y los temas afrocubanos, pero también existen otras tendencias más acabadas, menos comerciales. Algunos compran.

Los puestos de vendutas en el Corredor están repletas de reproducciones del Che, de guayaberas, de estuches para tabacos, de imágenes de la isla de Cuba, de prendas de vestir totalmente tejidas, de aretes y pulsos con la marca inconfundible de artesanía nacional. A los cruceristas les encanta mirar, recorrer cada mesa, detenidamente, para luego elegir qué comprarán. “Compran bastante, yo he vendido de todo”, me dice una de las muchachas de las mesas.

Otros cazadores de oportunidades buscan también su ganancia. “Ladies, taxi here”, se oye gritar a un buen mozo, con su mano extendida hacia el carretón de caballo. Carretillas de frutas frescas (piñas, plátanos, guayabas…) se sitúan en los puntos estratégicos por donde transitan los visitantes; otro coche de caballo, más de estilo colonial, toma su lugar a un lado del Muelle Real y un ciego pregona y merodea los límites del Bulevar empuñando cucuruchos de maní tostado en una mano, mientras la otra sostiene el bastón. Dos norteamericanas han elegido comer pizzas a la criolla: dobladas a la mitad y sostenidas en el aire por una funda de papel de la que se chorrea la grasa que quema.

Foto: Lena Almeida
Foto: Lena Almeida

Las estatuas vivientes se reparten a lo largo de todo el recorrido, asegurándose ser vistos y que sea visto, más que nada, el depósito donde las buenas almas dejarán caer algunas monedas.

Algunos prefieren los selfies y otros parecen ser fotoreporteros; compran agua una y otra vez; se secan el sudor profuso.

Cienfuegos, además de mostrarse de la mejor manera que ha encontrado (arquitectónica, histórica, artesanal y culturalmente) ofrece una programación musical con los talentos de la villa. Los visitantes disfrutan y alaban a los coros que se presentan en el teatro Tomás Terry. En el bar Palatino escucharán música tradicional.

Algunas empresas estatales como la Farmacia del Bulevar han decidido sacar a la calle sus ofertas de medicina verde, para ofrecerlas también a la economía de los visitantes. La energía se vuelca en llevarse el botín de ciertos jueves. Todos quieren su parte, incluso aquellos que no puedan mostrar los mejores trucos.

Esos simplemente colocan su sillón de ruedas en medio del camino, tratan de enseñar el muñón más que de costumbre y esperan. Si tienen suerte algún visitante se condolecerá de su estado y le entregará un papel para que anote su nombre, o sus necesidades, no alcanzo a distinguir. A veces el único mensaje que consiguen viene probablemente en una lengua ininteligible para ellos: “I´m sorry, I don´t understand one thing that you say”.

Foto: Lena Almeida
Foto: Lena Almeida
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