Los chicos del cuarto mundo

Hotel Capri. Foto: Alejandro Ernesto / EFE.

Hotel Capri. Foto: Alejandro Ernesto / EFE.

A fines de los años 60 accionaban en Cuba varios grupos juveniles. Quinta y B, la gente de El Palo y el Huevo eran tres de sus nombres más famosos. Aunque las rivalidades entre ellos no faltaban, no se trataba de pandillas, ni de delincuentes, ni de vándalos. Tampoco se dedicaban a la política activa, aunque en una sociedad politizada siempre resultaba difícil evadirla. Eran sobre todo eso que los psicólogos denominan espacios conformadores de identidades, por lo demás en un contexto mundial donde lo juvenil había pasado a ocupar un rol protagónico, con sus conocidas implicaciones sociales y culturales.

Confluían los jóvenes en varios lugares. El más popular era La Rampa, una zona de El Vedado construida en los años 50 como parte del proyecto modernizador de una burguesía históricamente muy orientada hacia lo estadounidense, con todos sus pros y sus contras. En La Rampa –y sus alrededores– había bancos, tiendas, clubes, hoteles, cines, y hasta una funeraria de la que había partido el féretro de la cantante y actriz Rita Montaner hacia el Cementerio Colón. Y estaban los famosos estudios de televisión de la CMQ (el 24 de octubre de 1950 Cuba se había convertido en el tercer país de América Latina en tener televisión, después de México y Brasil, y fue el segundo en tenerla en colores, en 1958, después de los Estados Unidos).

La Rampa tenía también una intensa vida nocturna reflejada más de una vez por la literatura. Era como un remanente de todo, junto al edificio Focsa y los rascacielos del Malecón y de la calle Línea.

Una noche de octubre de 1968 dos adolescentes se dirigían al hotel Capri, a una cuadra de La Rampa, en 21 y N, para “janguear” un rato, anglicismo que para ellos significaba, básicamente, sentarse en la terraza del hotel a tomar té, compartir información sobre música, rock y modas, y estar al tanto del próximo “güiro” (fiesta) que se elucubraba en el propio Vedado o en La Víbora. También eran fanáticos (casi) todos de Silvio, un tipo “conflictivo” como le decían desde algunas parcelas. Pero a la altura de la cafetería Marakas, en O entre Humboldt y 23, un mulato medio hippie apodado Siete Dedos los interceptó alarmado. “¡Oye, ni suban –les dijo–, que están metiendo tremenda recogida!”. Los tres atravesaron la calle 23, y convenientemente parapetados detrás de un automóvil, casi a la entrada del Hotel Nacional, alcanzaron a ver unos ómnibus en los que estaban montando a quienes esa noche habían ido a sentarse en el muro del Capri.

Días después, un periódico cubano publicaba un extenso artículo dirigido a estigmatizar socialmente aquellos encuentros alternativos con respecto a la sensibilidad y costumbres establecidas. Rezaba el titular: “DESTRUIDO UN SUEÑO YANQUI: LOS CHICOS DEL ‘CUARTO MUNDO’”. Debajo, una pregunta: “¿Cómo pensaban y actuaban las bandas juveniles convertidas en vehículo de propaganda imperialista?”. El inventario era extenso: se les acusaba de excéntricos, de tener largas melenas, de usar pantalones estrechos, de llevar faldas extremadamente cortas, de promover el amor libre, de no bañarse, de hacer “fiestas de perchero”, de no trabajar ni estudiar, y de practicar la bisexualidad y el homosexualismo.

El texto resumía de manera transparente varias cosas.

Primero, las limitaciones propias de un imaginario profundamente marcado por el conflicto bilateral, pero llevándolo hacia donde no era y politizándolo al máximo para poder cortar la diferencia en nombre de la amenaza externa. Y, sobre todo, para justificar el castigo colocándose en la supuesta perspectiva de “un mundo muy distinto, el que construye nuestro pueblo con el sudor de sus trabajadores”, lo que constituía un capítulo adicional para un periodismo que demasiadas veces se ha colocado a medio camino entre el zhdanovismo y el kimilsunismo en un país pletórico de vitrales y mamparas.

Segundo, mostraba paternalismo: se trataba de “jóvenes confundidos ideológicamente” que había que redimir. Y la mejor manera de probarlo consistía en utilizar a unos “padres indolentes”, entre los cuales muchos luego se mostraban convenientemente arrepentidos y consideraban la recogida “una lección moral inolvidable”.

Por último, se avalaban y de hecho estimulaban actitudes como estas, bastante cercanas al macho duro o al asere monina de barrio:

“Un día fui a buscarlo al Capri y lo que vi allí me asustó. Parecían locos. Todos peludos. De un lado para otro. Muchos afeminados, bueno, ¡horrible todo! Lo divisé y fui a él, alarmada. ‘Pachi, ¿qué pasó aquí? ¿Hay algún problema?’ Y él me dijo: ‘No, mami, esto es así’. Lo cogí por la camisa y me lo llevé de allí”.

Esto ocurría tres años antes de la entrada al campo socialista por la vía de la institucionalización, tras el fracaso de la Zafra de los Diez Millones. Hay que subrayarlo para no andar sosteniendo que el dogmatismo y la exclusión –desde la homosexualidad a las creencias religiosas– vinieron de allá cuando empezó el calco y la copia. Los 60 tuvieron muchas zonas de luz cegadora y disparos de nieve, pero también de sombras.

El artículo concluía reiterando lo que figuraba en un “bajante”: “LA MEDICINA, EL TRABAJO”. Los jóvenes, al final del día, serían “transformados en ciudadanos útiles por medio de una reeducación especial en base al trabajo y al estudio”.

Cualquier semejanza con la lógica de la UMAP (1965-1968) no era pura coincidencia.

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