Una llamada al 18 820

Foto: Alain L. Gutiérrez Almeida.

Foto: Alain L. Gutiérrez Almeida.

Guardo entre mis joyitas una nota que transcribí de un P 13 y que aparece en varios ómnibus articulados de la línea capitalina Metrobús. Es como para exhibir en un museo del absurdo. Dice entre otras cosas que no es obligatorio fraccionar importes para devolución. Si no nos gusta, podemos llamar al teléfono 18 820.

El principal objetivo del nuevo sistema de gestión empresarial no es brindar un servicio con la calidad que merecemos; si alguien lo siente así que me lo cuente. El estrenado método de recaudación se impuso ante la necesidad de encontrarle solución al desvío de dinero que iba a parar no precisamente a las arcas del Estado. Ahora los choferes están obligados a entregar una cifra fija por viaje. Las calles habaneras se han convertido en pistas de carrera donde los conductores pugnan por llevarse consigo el mayor número de pasajeros, y estos tienen que sufrir impávidos los frenazos y acelerones que tal proceder lleva implícito, además de las broncas entre choferes por dilucidar quién va adelantado y quién no.

El cubano de a pie emplea no menos de tres horas diarias para transportarse hacia o desde el trabajo. Llegar a una parada es perder un espacio ilimitado de tiempo sin saber a ciencia cierta cuándo y en qué condiciones llegará el ómnibus, ni siquiera si parará aquí, allá o acullá. En la mayoría de los casos tendremos que correr hacia acullá porque la guagua viene repleta o porque el chofer –he aquí uno de los “logros” de la nueva gestión empresarial– decide dejar a los embarcados pasajeros cincuenta metros a babor o a estribor, no importa si el P viene lleno o vacío, según él para asegurar que nadie monte sin cumplir su deber social. En el mejor de los casos se respeta la parada, pero los pasajeros, para apearse, deben esperar a que la totalidad de los nuevos inquilinos aborden por la puerta delantera y al conductor le dé la gana de abrir la trasera. Somos rehenes de un capricho, y el tiempo, el implacable, pasa, el chofer se toma el suyo y viola a conciencia el de sus congéneres.

Los ómnibus urbanos de La Habana son los más hediondos del mundo. Subirse a ellos es exponerse a un abanico de olores e invasión visual inimaginable en otras urbes. No es obligación de la tripulación mantener limpio el equipo, como tampoco respetar que no queramos  oír la música que le gusta al chofer. En otros países está estrictamente prohibido someter al viajero a sonidos ajenos a su voluntad, mucho menos a los decibeles que soportamos en nuestras criollas Yutong. El fundamento es sencillo: no hay basamento legal para violar el derecho de uno solo de los pasajeros.

Una guagua –gracias, Zumbado, por definirlo– sigue siendo el monstruo con patas de caucho donde no hay más remedio que subirse, pero del cual uno ignora cómo habrá de bajarse, no importa si pertenece al grupo de personas a las que la sociedad está obligada a proteger, léase ancianos, limitados físicos, embarazadas y niños.

La transportación nunca ha satisfecho la demanda. Para el Estado el transporte constituye un gasto y no una inversión. Sería interesante investigar cuánto de nuestro producto interno bruto se escapa al éter por concepto de trabajadores que llegan machucados a cumplir su jornada diaria, impedidos de rendir lo que deben. ¿Puede haber productividad tras el agobio de un viaje donde no ha faltado ninguno de los componentes de esa “calidad en el servicio” que nos ofrece la Empresa de Ómnibus Urbanos? ¿Qué cantidad de equipos, piezas de repuesto y combustible se pudieran comprar cada año si los trabajadores arribáramos a nuestros centros frescos, rebosantes de energía y con deseos de laborar por el futuro luminoso que –como las guaguas– nunca llega?

Dictar que bajo el nuevo sistema de gestión empresarial la tripulación no está obligada a “fraccionar importes para devolución” –el pago del pasaje es una obligación social, el vuelto no– es una bofetada al sentido común y otorga visos de legalidad al robo. Si los bancos son tan estatales como la empresa que rige el transporte urbano, el Gobierno está obligado a exigir a ambos que encuentren los mecanismos para asegurar que a cada persona le sean devueltos esos sesenta centavos que sudó y que no tienen por qué ir a parar al bolsillo de nadie, mucho menos por un “servicio merecido” que está muy lejos de ofrecerse.

Por lo pronto, el único chance que pido es el de denunciarlo, en espera de que algún día montarse en un ómnibus no redunde en una odisea y nuestro modesto peso, ese desde el que el Apóstol nos mira, entre en la categoría de “cambiar todo lo que deba ser cambiado”.

Salir de la versión móvil