Viviendo en el barracón

Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez

El barracón de Santa Teresa /Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez

El barracón sigue siendo una categoría vigente en el imaginario del cubano: cuando se dice que la casa de alguien –incluso la propia– parece un barracón, acompaña al comentario un repertorio gráfico que incluye polvo y moscas, ratones y camastros, vecindario promiscuo, vidas soportadas por el gran caserón de todos, una mansión crecida espontáneamente de la yerba. Porque el barracón de hoy, así se encuentre en el centro de la urbe, se muestra con una precariedad rural: huele a polvareda, a campo infértil, a trabajo oneroso.

El historiador Manuel Moreno Fraginals vio más barracones esclavistas que nadie, y advirtió al primer vistazo la relación metafórica entre “el máximo símbolo de la barbarie esclavista” y el hacinamiento cubano de cualquier época:

[…] la imponente mole del barracón fue el solar (en su doble sentido de linaje y terreno sobre el que el señor tenía pleno dominio) de la nobleza sacarócrata. Quizá por eso, a la larga, el sustantivo “solar” terminó designando en Cuba las misérrimas cuarterías o casas de vecindad habitadas en lo fundamental por negros.

Pero no ando tras metáforas esta vez. Salí en busca de los auténticos barracones, cárceles de la plantación, y donde esperaba acaso ruinas retocadas en beneficio de la memoria histórica, hallé edificios en pie, barrotes intactos. Hallé gente, habitantes del barracón.

Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez
Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez

En el central Héctor Rodríguez, el antiguo Santa Teresa natal del cimarrón Esteban Montejo, pregunté por el sistema de fortines que defendía el batey durante la guerra de 1895. Me indicaron varias rutas, mencionaron varios edificios. Unos niños señalaron el amasijo de casas: ¡allí está el barracón! Cuadrado, pétreo, el barracón se halla al centro del conjunto, hecho solar, invicto. Le han brotado casas hacia afuera –es menos cárcel–, le brotan habitantes hacia adentro –la dotación crece–. El barracón del Santa Teresa todavía se parece a los que pintó Laplante: ancho como para abarcar otro mundo.

Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez
Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez

El ingenio Capitolio perteneció a unos norteamericanos: la señora Thompson, habitante de Nueva York, ganó algún prestigio porque solía hacer caridad y, con vocación moderna, amaba promover la educación pública. Las ruinas de Capitolio se han salvado parcialmente porque la fábrica se levantó en una comarca poco frecuentada. Sólo pasan junto a los muros rojos los escasos viajeros que se dirigen a un pueblo que aún se llamaba Malpaís en tiempos de Mistress Thompson. Como las ciudades mayas, a Capitolio se lo tragó la maleza. Con esfuerzo se identifican la mansión de la dueña, la casa de máquinas; en cambio el barracón permanece despejado. Unos viejos, los últimos habitantes del ingenio, lo usan como corral de animales. Me enseñan un grillete que hallaron entre los muros, a flor de tierra.

Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez
Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez

Zaza, en las cercanías de Placetas, concluyó las empresas azucareras del célebre negrero Julián de Zulueta. Se me ocurre que, para acabar su carrera con todo esplendor, diseñó un batey perfecto: capilla neoclásica, casona con galerías y un gran barracón. Los herederos del barracón lavaban la ropa y luego la oreaban al centro del patio. Un viejo miraba las ruinas de la fábrica –su casa daba al exterior. El patio le quedaba a la espalda y no había lavado su ropa en meses. A Zaza se le cae el barracón, se le va el barniz rojo tras cada lavado. El viejo sí será eterno.

Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez
Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez

Salí del ingenio Floridanos caminando por la vía férrea: ya no pasan más los trenes. Pude ver el caserío desde el mismo punto que el historiador placeteño José Andrés Martínez-Fortún hace setenta años. Él divisó la torre campanario adjunta al barracón. Rara, dice. Pero ya demolieron el nido de lechuzas. Necesitaban los ladrillos para reparar los muros del barracón, que sigue habitado. Nos enseñan las ruinas del edificio, hablan del campanario sin estremecerse. Les han dicho que contaban a los esclavos bajo el arco hundido.

Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez
Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez

En Constancia, Encrucijada, el barracón parece la cárcel otra vez. Las ventanas, altísimas, se niegan el paisaje como corresponde a las claraboyas carcelarias. Los niños juegan. El barracón respira por los muros caídos. A veces se repara, le nace un techo nuevo: durará tanto como sus habitantes.

Foto: Carlos Alejandro Rodríguez Martínez
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