El Barrio Chino de La Habana y el teatro Shanghái

El escritor jamaicano Walter Adolphe Roberts dejó un testimonio excepcional sobre lo que allí encontró en la década del 50.

La entrada al Shanghai. Filme Nuestro Hombre en La Habana (1959).

Al jamaicano Walter Adolphe Roberts (1888-1962), el autor del libro sobre La Habana discutido en un artículo previo, también le han llamado racista por su retrato del Barrio Chino, un cargo sin fundamento. Su acercamiento al lugar, por el contrario, resulta valiosísimo para poder aprehender la marginalidad que lo caracterizaba en los años 50, a ratos con una crudeza que no constituye sino una expresión del más puro realismo, a pesar de los eufemismos que el autor utiliza o se ve obligado a utilizar.

Roberts espanta del sitio a los posibles visitantes, lejos de estimularlos a entrar. Y lo hace desde una postura ética, y hasta de seguridad personal, muy bien delimitada y congruente con otros testimonios de la época.

Escribe:

Como la mayor parte de los barrios chinos del Nuevo Mundo, el de La Habana tiene su lado mórbidamente secreto, sus antros donde se fuma el opio y se practican otros vicios. El visitante haría bien en mantenerse alejado de ellos. De todos modos, pocos guías se arriesgarían en mostrarle el camino, y él nunca lo encontraría por sí mismo. Si no puede satisfacerse a menos que haya entrevisto la degradación, no tiene que ir más lejos de algunos de los bares abiertos en Zanja, cerca de San Nicolás, y bajar por los callejones de los lados. Verá a los adictos a la marihuana y a los borrachos. Generalmente hablando, los cubanos no se inclinan al alcoholismo, pero los miserables que tragan licor crudo a cinco centavos el vaso en el Barrio Chino, simplemente están usando los medios más fáciles y baratos de aturdirse los nervios.

Por descontado que Roberts es, junto al Graham Greene de Nuestro hombre en La Habana, una de las fuentes más importantes para poder entrar al teatro Shanghái. Gracias a su testimonio sabemos con cierto lujo de detalles lo que sucedía en el escenario:

Un teatro de este tipo ha existido por mucho tiempo en la orilla del Barrio Chino. No diré su nombre, pero el visitante no tendrá dificultad en identificarlo, puesto que se anuncia discretamente y cada cantinero y cada taxista lo conocen. Un programa típico comienza con un sketch moderadamente largo que una persona de afuera probablemente encontrará aburrido, apoyándose como se apoya en dialecto y alusiones locales.

El escenario del teatro. Filme Nuestro hombre en La Habana (1959).

Este es un viajero culto que sabía francés y español, además de inglés, obviamente; pero a pesar de eso le ocurría lo que a otros extranjeros: como es natural, no entendían el cubaneo verbal del vernáculo, lo mismo que los hombres de la revista norteamericana Cabaret cuando entraron a uno de esos shows. Pero sí la gestualidad obscena, más allá de cualquier límite.

Sexo y sombras en La Habana

Sigue Roberts describiendo lo que ve en la escena: “A continuación vienen las piezas breves, algunas de ellas chistes dramatizados, algunas de canción y baile, y otras una especie de pantomima subida de tono”, esta última, claro, expresión que cubre el territorio de lo sexual, la razón de ser del antiguo teatro chino.

Y entra lo más popular del show, juzgado por la reacción del público:

Escuchas una atractiva canción alguna que otra vez, o ves un buen número de baile. Por lo general, estas fases del entretenimiento son crudas, con énfasis en el ruido y en la gimnástica. La muchacha que hace señas desde el retablo puede ser desvergonzada, pero a menudo tienen originalidad y, por lo menos, no hablan; constituyen la atracción más popular.

Entonces relata el espectáculo de las “policías”, pero con una deliberada actitud de distanciamiento, marcada por la “sonrisa burlona” que este le provoca:

La escena tuvo lugar por la noche, en una desierta plaza de la ciudad, señalada por telones de fondo pintados con lámparas de calle y las siluetas de las casas. Por el escenario paseaba despreocupadamente una mujer completamente desnuda, excepto por su sombrero y sus zapatos, que balanceaba una bolsa. La insinuación de su llamada era inconfundible. Extrajo un espejo de su bolsa y empezó a maquillarse bajo una lámpara. En ese momento se le unió una media docena de hermanas del pavimento, todas en un estado de desnudez similar. Hablaron por medio de muecas y encogidas de hombros, lo que demostraba que el negocio no marchaba bien.

Con lo cual esclarece el problema de la calidad corporal de las figurantes sobre las tablas, en particular de la principal:

Apareció entonces una hembra robusta, también desnuda, excepto por la gorra de policía, los zapatos de cuero y el bastón que llevaba. La recién llegada le frunció el ceño a las rameras, las amenazó con la porra, las puso en fila y empezó a registrarlas para ver si tenían armas escondidas. La comedia de esta última operación se extendió. No tengo que decir más. Disgustada por no haber descubierto nada, el “policía” ahuyentó a sus víctimas hacia las alas [del escenario] y ella misma se retiró a grandes zancadas, mientras la orquesta tocaba un pasodoble.

El teatro Shanghái no era el único lugar donde se ofrecían espectáculos de ese tipo, sino solamente el punto más visible y conocido. En su visión de la ciudad, Roberts omitió otros huecos negros: no dice ni una palabra sobre los filmes pornográficos que allí se exhibían, ni sobre otros cines que ponían “películas sicalípticas” como el Capitolio y el Niza, ahí cerca de ese Paseo del Prado que el escritor tan bien conoció, y otros de más bajo costo, en plena Habana Vieja, donde había por lo menos dos: el Bélgica, en la calle Monserrate –según el Guillermo Cabrera Infante de La Habana para un infante difunto, tenía “fama de infame, con el peor público de todos los cines nefandos de La Habana” –, y el Montecarlo, este último con “depravaciones en la pantalla” y “depravados en el público”.

Quizás porque para Roberts esas audiencias, y lo que allí hacían, eran mucho con demasiado.

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