El batazo de Lenin

Al pararse frente a la montaña de cascotes, desechos e inmundicias, lo más poderoso que Lenin Abreu tenía a mano era su olfato de buen negociante y unas circunstancias pálidamente favorables.
No era nada y lo era todo. En cualquier caso, latía en él la corazonada del apostador, esa que por igual podía enviarlo de cabeza al éxito o al fracaso dentro de un sistema que bajo presión ha entreabierto las compuertas a la iniciativa personal.
¿El paisaje? Una colección de calamidades. La cubierta de la nave, otrora la sección de combustibles domésticos de un minimax ruinoso, se había desplomado hacía años.
 

Foto: Ángel Márques Dolz
Foto: Ángel Mrqués Dolz.

Por efecto dominó, el piso superior, yermo por fortuna, se vino abajo, de modo que los escombros amontonados rozaban el borde de las ventanas de los vecinos del inmueble contiguo.
Al asomarse, tenían frente a sí un cerro con hedor y fauna peligrosa. A su vez, los inquilinos del edificio del minimax, que vivían en la parte que aún permanecía en pie, eran igualmente molestados por la mole de mierda y carecían de agua corriente al estar insalubre la cisterna, tapiada por el derrumbe, y cortadas las redes de distribución.

Descuartizar un dinosaurio

Para Lenin, despejar aquel desastre equivalía a descuartizar un dinosaurio con un juego de cubiertos desechables.
Antes de acometer el saneamiento del lugar, Lenin había arrendado el ala derecha del antiguo minimax en la avenida Belascoaín. Veinte pesos el metro cuadrado. Allí instaló un combinado de servicios bendecido por la comunidad de San Leopoldo: plomería, carpintería, cristalería, herrería y tornería; oficios que el Estado rara vez ha podido gestionar con elogios.
“El delegado [del Poder Popular o gobierno local] me había pedido que hiciera algo aquí”, cuenta Lenin, parado en mitad de la nave.
De modo que el siguiente paso fue una operación expansiva, una suerte de lebensraum a lo cubano, para reconquistar un espacio cedido a las plagas, la indolencia y el ultraje del tiempo.
Lenin tiene 56 años. Su nombre fue un tributo paterno al líder bolchevique en plena guerra fría, cuando Cuba era ya un afincado territorio socialista y el solitario escudero de Moscú en la trastienda de Estados Unidos.

Lenin Abreu. Foto: Ángel Márques Dolz.
Lenin Abreu. Foto: Ángel Marqués Dolz.

Dando pico y pala, más mucha mandarria para trocear los cascotes, Lenin y los suyos rebajaron hasta ras del suelo la montaña de tierra y detritus.
Fueron jornadas de diez o más horas “a puro pulmón”, transportando el material hasta la caja de spirol, el único aporte estatal al esfuerzo de higienización.
“Como nadie me ayudaba, tuvimos que hacerlo nosotros. Fue muy duro todo esto… Los vecinos me han dado cartas de reconocimiento por la limpieza”, dice un Lenin ufano, cuyo trabajo incluyó, además, el saneamiento de la cisterna, quitar la humedad de las paredes y reponer el sostén de varios pisos del inmueble por medio de vigas férreas.
Estamos ante un hombre de empresa. Cuando residía en Los Sitios, otro barrio de La Habana profunda, administraba un taller de plomería. “Yo siempre he tenido negocios”, resume este repatriado que hace una década llegó a Miami, junto a su familia, mediante la lotería migratoria.
Foto: Ángel Márques Dolz
Foto: Ángel Marqués Dolz.

A Miami con el pie izquierdo

Su arribo coincidió con un pésimo momento para Estados Unidos: estallaba la burbuja del Lehman Brothers y el sistema financiero capitalista se metía de lleno en el peor aprieto desde el crack del 29. “Me cogió la crisis y me molió”, admite.
En la llamada capital del exilio cubano, Lenin hizo maromas para sobrevivir. Vendió Coca Cola, soda, agua y hasta churros y mamoncillos en una esquina; acopió materia prima y al final terminó mal durmiendo en la cabina de un camión.
De tanto estrés, su corazón se resintió. Enfermo, regresó a la isla con toda su familia, menos uno de sus hijos, quien aún vive en Miami. Otro de ellos es pelotero y hace nómina en Industriales. La pasión de Lenin por el béisbol explica el nombre de su proyecto: El Batazo, un símbolo que extra jerga beisbolera, significa obtener un éxito de sopetón.
“Aquí se me abrieron las puertas de nuevo”, cuenta “y se me ha dado la oportunidad de experimentar algo más amplio y que también ayuda a la comunidad”, dice agradecido.
La economía de Lenin parece confirmar su éxito. Lleva tres años con El Batazo y el contrato de arrendamiento es por diez. Ignora sí será prorrogable. De cualquier manera, no se queja. “El proyecto es sostenible gracias al Señor. Tengo buenos trabajadores. El dinero que cojo no me da para irme todos los fines de semana a Varadero, pero sí para pagar a mis empleados y mantenerme yo”, sopesa.

Foto: Ángel Márques Dolz
Foto: Ángel Marqués Dolz.

Duchamp en Centro Habana

El diálogo con OnCuba se corta de repente. Manolo, un vecino, trae, arrastrando los pies, un lavamanos de porcelana blanca. El mueble, tal vez fabricado hace setenta años, un poco menos de la edad del enjuto propietario, puede que sea vendido por unos pesos convertibles.
“Lo que la gente bota, yo lo recupero”, suelta Lenin. Más allá del slogan que pudiera ser, es la lógica estructural del proyecto comunitario. “Al lavamanos le quito cualquier accesorio que haga falta. Un codo, la misma llave. También uso esas piezas de baño para sembrar plantas”, explica el emprendedor, colocando así un ejemplo de reutilización y resignificación que haría las delicias de un Duchamp escarmentado por el arte de la necesidad.
El creador del ready-made tendría en El Batazo uno de sus sueños dorados. En este paraíso del vintage y del reciclaje, los objetos traídos por miles, muchos obsoletos y dados de baja por decrépitos, gozan de una post vida, en una refutación a la inutilidad aparente de las cosas.
Las estanterías, mesas, paredes y el propio piso de El Batazo, atestados hasta lo milimétrico, son un sumidero barroco de descartes. Descartes para unos, oportunidades para otros.
“Es como un mercado de pulgas”, califica Lenin, pero lo que se ofrece a la mirada es tan abrumador y diverso que hace pensar en una casa de locos. En un extremo de la escala aparece un imponente Cristo crucificado, hecho solo con cabillas, y en el otro, figurillas de porcelana barata del tamaño de un pulgar.

Foto: Ángel Márques Dolz
Foto: Ángel Marqués Dolz.

Herrero y artista o viceversa

“Yo no soy católico, pero Cristo para mí lo es todo y las personas que vengan aquí entran en contacto con la fe y la espiritualidad”, explica Ricardo Gómez, herrero y artista de la plástica que tiene a Alberto Giacometti como una brújula tutelar.
Con la ayudantía del joven Roger Reyes, otro de los herreros del proyecto, Gómez es autor, además, de gallos gigantescos, que alguien confundiría con avestruces, y de los bicitaxis, a los que agrega toda una simbología doméstica, como si fuesen casas rodantes, en referencia a sus destechados propietarios venidos del oriente de la Isla.

Ricardo Gómez. Foto: Ángel Márques Dolz.
Ricardo Gómez. Foto: Ángel Marqués Dolz.

A su imaginería igualmente se deben algunos Don Quijote y el murciélago que con un empaque un tanto siniestro domina la nave a cielo abierto de El Batazo. Algunos suponen que es un guiño al Batman de Hollywood, pero se equivocan.
“El murciélago fue por Facundo Bacardí”, despeja Gómez, aludiendo al fundador del ron homónimo fabricado en Santiago de Cuba a partir de 1862, que eligió al quiróptero para el logo de la empresa que se radicó en Puerto Rico luego de la Revolución.
Este creador empírico, de 49 años, criador de conejos y fabricante de bebidas a partir de un alambique casero, confecciona sus esculturas con desechos del propio taller. No las firma pese a su difusión por la ciudad y espera que la inspiración lo visite para trabajar en sus piezas, bajo el principio de que “con la basura se pueden hacer cosas maravillosas”.

Clientes y clientes

Aquí no faltan compradores. Desde el rockero-empresario X Alfonso, quien recién adquirió numerosas ventanas francesas y anunció que se llevaría buena parte de los radios de válvulas para decoración, hasta turistas chinos, europeos, latinoamericanos o estadounidenses que, extasiados ante las antiguallas, pasan horas en el lugar.
“Lo que más se llevan son fotos”, señala jocoso Lenin, pero agradece que muchos a la vuelta a sus países de origen suben las gráficas a redes sociales, como Facebook o Instagram, colaborando con la promoción de El Batazo, que recién pone los pies en la era digital con un acceso a Internet.
“Los extranjeros se interesan por piezas de bronce, por bustos de Martí o de Camilo”, indica Félix Muñoz, 66 años, vendedor minorista en el negocio. “Muchos se llevan las máquinas de moler carne, de los años 50; entienden que las actuales no tienen la misma calidad”, explica.

Foto: Ángel Márques Dolz
Foto: Ángel Marqués Dolz.

Por años, Muñoz trabajó como custodio. Lo que gana ahora en El Batazo le permite “un diario”, lejos de la mensualidad que obtenía como vigilante.
“Con este diario puedo guardar un dinerito y llevar una vida normal, sin ostentación, y tener una vejez también más segura”, aprecia con voz frágil y pausada.
La mayoría de los clientes cubanos que ponen los pies en El Batazo buscan remediar necesidades perentorias, pero los hay en pos de exquisiteces. Mara Alonso está entre los segundos.
– ¿Qué utilidad tiene un lugar como este?
– Por una parte, lo que se puede recuperar y, por la otra, lo que se puede encontrar para rescatar el patrimonio del país.
 
Foto: Ángel Márques Dolz
Foto: Ángel Marqués Dolz.

– ¿Particularmente, qué estás buscando?
– Piezas para cerraduras de puertas antiguas… La última vez encontré unos apliques de estilo art déco para mi casa con igual estilo, y salí muy contenta. Antes de poner un aplique chino, recuperé el original.
– ¿Y qué de los precios?
– Comparados con las tiendas son aceptables, pero muchas veces tienes que retrabajar las cosas y siempre vuelves a gastar. Las cosas de antes son las que tienen calidad, las de ahora no.
– ¿Puedes describir qué es El Batazo?
Una tienda de antigüedades, pero de cosas insignificantes que nadie buscaría en otro lugar, pero que vale la pena encontrarlas. Qué bueno, porque es un lugar donde siempre sales con algo.

Música, poeta y contadora

Sossy Fernández. Foto: Ángel Márques Dolz
Sossy Fernández. Foto: Ángel Marqués Dolz.

Sossy Fernández puede confirmar eso último. Ella es la cajera –antes fue moza de limpieza– y al mismo tiempo la mano derecha de Lenin. “Le informo lo que está más en chispa”, dice, refiriéndose a las ventas, en las que los adornos de porcelana y las piezas de plomería cabecean por el primer lugar. “Los turistas compran muchos discos de pasta”, contabiliza esta graduada universitaria en pedagogía que antes de llegar a El Batazo fue maestra de primaria.
– El magisterio me encanta.
¿Y por qué no te quedaste como profesora?
– Trabajo estatal. N0 alcanza el dinero. El particular cuida su negocio y te paga bien. Si te tiene que botar por mal trabajo, te bota; si te tiene que estimular, te estimula.
Sossy toca la guitarra y la percusión menor. En los 90 integró Rumba Morena, un grupo femenino donde hacía sonar el shekere en fiestas litúrgicas y otros espectáculos. Una lesión en su rodilla, provocada por su pasado de sprinter, la apartó de la música al no poder bailar. Ahora, además, trabaja el papier marché, hace rótulos y escribe poemas. Prepara un libro que será prologado por Nancy Morejón, una de las grandes voces líricas de la Isla y militante de la cultura afrocubana.
¿Y este lugar no se presta para lavar dinero? Sossy responde mostrando el cortafuegos: una libreta donde asientan el nombre del vendedor, su número de identidad y su firma. Los datos se adosan a la pieza con una pegatina.
“El cuentapropista, sin decir mentiras, es un capitalista que cuida lo suyo. La vida es competencia. ¿Cierto o falso?, y la competencia ayuda a mejorar las cosas cuando es normal, sin que la sangre llegue al río”, condiciona.
Foto: Ángel Márques Dolz
Foto: Ángel Marqués Dolz.

¿Armonías posibles?

Por encima de sus utilidades, El Batazo es, en palabras del doctor Aurelio Francos, un emisor de cubanía, donde la ciudad encuentra una economía de reflujo que se funde con la virtud de los oficios y el trato afable de los anfitriones.
“Noto que trabajan enamorados de lo que hacen. Eso parece una frase hecha, pero no se encuentra en las ofertas de esta ciudad. Si el cliente no fuera lo principal, no nos dejara imantados”, aventura Francos, un experto en migraciones en la Fundación Fernando Ortiz.
“Hago votos por que realmente estemos en un momento en nuestro país que este tipo de experiencias no sean cuestionadas, incluso abortadas”, al simbolizar “el trabajo en armonía entre el Estado, la cooperativa y lo privado”, estima el investigador, en cuyos planes está conectar El Batazo con la Casa de Cultura del municipio de Centro Habana.

Salvar almas

Para principios de 2019, El Batazo prevé comenzar su proyecto Arte-sano con matrícula gratis. “Pretendemos vincular a la población infantil y juvenil de la comunidad en manifestaciones como papier marché, dibujo, grabado, modelado en barro, pintura, y a oficios tales como soldadura, tornería y cristalería”, adelanta el geólogo y artesano Braulio Carreño, uno de los coordinadores de la iniciativa, junto a su hija, la arquitecta y grabadora Anette Carreño.

Braulio Carreño. Foto: Ángel Márques Dolz
Braulio Carreño. Foto: Ángel Marqués Dolz.

El ingeniero, de 65 años, cree en la profilaxis del arte. “Muchas veces los adolescentes y jóvenes andan desvinculados o tienen problemas escolares y manifiestan cierta tendencia a la marginalidad. Aquí le damos la oportunidad de adiestrarlos en oficios productivos para la vida y hacerlos pensar que el tiempo se libre se puede emplear de otras maneras”, resume el experto en la técnica decoupage.
Uno de los “rescatados” es Luis David Otero. Comenzó la primaria a los 7 años y proviene de una escuela-taller. “No me gusta estudiar”, confiesa con naturalidad, ametrallando las palabras.
Luis David Otero. Foto: Ángel Márques Dolz
Luis David Otero. Foto: Ángel Marqués Dolz.

“Estaba en la calle, mataperreando. Este lugar me parece interesante. Aquí aprendí a soldar, también tornería. He hecho mesas. Es fácil aprender los oficios. A mi familia les parece un lugar correcto”, cuenta el joven que comparte el dinero que gana, poco más de cien CUC al mes, con sus padres y su hermano.
Luis David entró a El Batazo como parte de un convenio con el Ministerio de Educación, que periódicamente envía inspectores para chequear la evolución del pupilo.
La pasión de Luis David son las palomas. Posee una decena en el balcón de su casa. Todas deportivas. Con su salario, se ha comprado ropa y un Iphone-4. Por las noches se conecta al wifi cercano. Descarga videos de cantantes y futbolistas famosos. Luego se va a dormir a casa.

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