El peor derrumbe

Cuánto de lo que se quebró en una noche terrible no podrá reponerse con un techo o una nueva pared de ladrillos.

Foto: Otmaro Rodríguez.

Foto: Otmaro Rodríguez.

No se puede conocer la devastación, sus márgenes reales, cuando no se ha vivido. Es imposible. Uno camina por la calle entre escombros, árboles arrancados, postes doblados como plastilina, y aún así no sabe –en realidad, no sabe– cuáles son las dimensiones reales de la desgracia.

Puede, sí, hacerse una idea. Sacar cuentas como las hace una calculadora o un ministro, pero uno no puede saber cuánto se derrumbó dentro de la gente. Cuánto de lo que se quebró en una noche terrible no podrá reponerse con un techo o una nueva pared de ladrillos.

Foto: Otmaro Rodríguez.
Foto: Otmaro Rodríguez.

Este lunes, en el municipio habanero de 10 de Octubre, las personas deambulan de un lugar a otro como extraviadas. Como visitantes que llegan a un lugar conocido y a la vez diferente, irreal.

Muchos recorren las calles con el asombro y el sobrecogimiento desbordado, incontrolable. Con sus teléfonos móviles retratan la catástrofe, comentan la estela de destrucciones, parece una reacción al shock, una autoterapia instintiva.

Foto: Otmaro Rodríguez.
Foto: Otmaro Rodríguez.

Camino entre ellos, escucho sus historias, les pregunto, y aun frente al terrorífico relato de su experiencia, en la enumeración de sus pérdidas y sensaciones, traslucen un justificado alivio: la certeza de estar a salvo después de todo.

Algunas personas, incluso, hasta sonríen y beben, mientras hablan del árbol que partió algún techo o del rugido ensordecedor del torbellino que levantó del piso autos como si fuesen hojas.

Foto: Otmaro Rodríguez.
Foto: Otmaro Rodríguez.

Son los claroscuros de la tragedia.

Algunos apenas hablan, no dicen, no miran, pero sus ojos son un mazazo. No descansan. Cortan ramas, cargan muebles rotos, apilan escombros, quizás con el mismo automatismo terapéutico con que aquellos otros caminan investigando el horror: a ambos grupos los domina un impulso de seguir, un instinto de supervivencia.

Foto: Otmaro Rodríguez.
Foto: Otmaro Rodríguez.

No puedo quedarme de brazos cruzados –me dice un hombre que arrastra un zinc–; tengo que arreglar lo que quedó.

Su mirada no es de optimismo, pero tampoco parece derrotado. El reposo es un lujo que no tiene, que no puede permitirse.

Foto: Otmaro Rodríguez.
Foto: Otmaro Rodríguez.

El zinc –roto, doblado– quizá no le sirva de mucho, pero probablemente sea más que su techo cuando los vientos se calmaron. Con él se pierde calle arriba, en Santo Suárez, entre cables caídos y pilas de basura.

Descubro, mientras observo una tercera forma de enfrentar la catástrofe, un tercer grupo, quizás el más descorazonador: los que no trabajan ni caminan, porque ya no tienen en qué trabajar ni deseos de seguir mirando de frente a la desgracia.

Foto: Otmaro Rodríguez.
Foto: Otmaro Rodríguez.

Ellos son quienes se apoyan en el umbral carcomido donde hasta ayer hubo una puerta, o se abrazan en silencio, con el rostro ajado por las lágrimas.

Su derrumbe ha sido el peor.

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