El rescate de la imagen urbana

¿Se puede restablecer la imagen de la ciudad sin recuperar su funcionalidad?

Foto: Kaloian Santos.

Lo dijo Martí con su habitual sensibilidad y precisión: “Como la virtud hace hermosos los lugares en que obra, así los lugares hermosos obran sobre la virtud”.

No hay duda de que la ciudad es un reflejo de la sociedad que la habita, la construye, la destruye y la vuelve a construir. Del mismo modo, ese entorno ejerce, a su vez, una influencia creadora o destructiva en la mirada, la conciencia, los hábitos y los comportamientos de los que la viven. Es el viejo “yo soy yo y mi circunstancia” de Ortega y Gasset.

“Rescatar la imagen urbana” es la frase que nos convoca. Sin duda, un noble objetivo ante tanta fealdad y tanta desidia. Pero es oportuno ahondar un poco en la exhortación y examinarla con más atención.

La Habana, 2022. Foto: Kaloian Santos.

Rescatar, restituir, recuperar, reparar, restablecer… siempre estarán referidos a un pasado, a una existencia anterior, lo que limita en cierto modo su alcance. ¿Qué podrían restituir los improvisados barrios periféricos o los monótonos conjuntos de edificios repetidos, construidos en los últimos decenios? ¿Bastará únicamente con rescatar? ¿No sería útil complementarlo con la configuración de nuevas imágenes, nuevas arquitecturas y un nuevo lenguaje, acorde a las nuevas generaciones y los nuevos tiempos?

Por otra parte, queremos rescatar la imagen, pero ¿es solo la imagen lo que pretendemos rescatar? ¿Bastará con recuperar el aspecto, la apariencia perdida de una ciudad añorada, o habría que pensar también en reclamar el derecho al uso actual a la ciudad, en un verdadero y efectivo acceso a sus servicios, no solo a su imagen? ¿Rescatar la imagen o recuperar la función? ¿Se puede restablecer la imagen de la ciudad sin recuperar su funcionalidad? Está claro que no se trata de una alternativa, se trata solo de ser coherentes. No es posible recuperar una imagen satisfactoria en una ciudad disfuncional. La imagen debiera ser expresión de algo “real”.

La ciudad es un escenario, pero también un lenguaje

La ciudad es sin duda un escenario, pero también es un lenguaje que nos transmite un discurso sobre sí misma. Ese lenguaje tiene un vocabulario y una sintaxis. Cuando el vocabulario es escaso y la sintaxis limitada, la imagen y el relato son irremediablemente pobres. Porque, en el fondo, ¿a qué nos enfrentamos, a la pobreza de la imagen o a la imagen de la pobreza?

Leer, escuchar y saborear una ciudad implica una cierta alfabetización urbanística. No se trata solo de deleitarse o decir horrores de los colores incoherentes de una fachada. Un edificio se expresa también en sus proporciones, volúmenes, ritmos, luces y sombras; en su diálogo con el entorno. Una ciudad no solo habla en sus edificios, sino en lo ancho de sus aceras, en la animación de sus calles, en su trama urbana espaciosa o de vivienda medianera, en el diálogo entre sus espacios privados y los públicos, en la articulación entre lo edificado y las áreas verdes, en la colocación de los monumentos, en el cuidado y limpieza de ríos, arroyos y zonas costeras… Cuando nuestra mirada sufre por la pobre iluminación, la falta de pintura, una publicidad abandonada, una parada destruida; cuando sufrimos el ruido, la escasa señalización, un mobiliario urbano desatendido, humos, baches, basuras, portales sucios, vidrieras abandonadas, colas, malos olores… ¿es pobreza de la imagen o es la imagen de la pobreza?

Foto: Kaloian Santos.

¿Ahora bien, es realmente la pobreza material la única culpable de esa imagen fatigada y decadente de la ciudad? Sin duda, la escasez de materiales, recursos, equipamiento, pintura, etc., dificulta la expresión. Pero, ¿es lo único?. Pienso que no. Otros factores inciden en ello. Una trasposición inoportuna e improcedente de referentes rurales, tanto estéticos como conductuales, emigrados a la ciudad, ha alterado también la imagen del escenario urbano. En tiempos recientes, una serie de desafortunadas intervenciones urbanas ha reavivado el tradicional debate sobre el buen y el mal gusto, curiosa expresión gastronómica sobre el “paladar urbano”. ¿Cuáles son las instituciones o los grupos que definen el “buen gusto”? Tradicionalmente fueron las clases dominantes, pero hoy ya no es tan simple. Intervienen en la conformación del gusto la familia, la escuela, los medios de difusión —en particular la televisión—. En las jóvenes generaciones impactan cada vez más las redes sociales y sus actores: youtubers, blogueros, influencers y tiktokers marcan modas y gustos, convirtiéndose en referentes imitados y repetidos… Influyen no solo sobre el paisaje exterior de la ciudad, sino sobre el paisaje interior de las viviendas e incluso sobre el paisaje personal de cada uno, a través de la moda. Conforman la mirada, el gusto, el oído, a través de los cuales vivimos la realidad.

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Cuando se malvive en una ciudadela ruidosa, mugrienta y descuidada, donde no siempre llega el agua y se acumulan la basura, los gritos y los malos olores, cuando toda una familia convive en una habitación mal iluminada y peor ventilada, sin reales esperanzas de mejorar, la reacción espontánea de supervivencia tiende a ser la de insensibilizarse ante un entorno tan agresivo. ¿Cómo exigir, luego, buen gusto? No se tratará entonces solo de rescatar la imagen de la ciudad en su expresión externa, pública. La ciudad también tiene una fachada interna, en la que se desarrolla la vida cotidiana, que requiere ser humanizada.

Una imagen no significa, no expresa nada hasta que no hay una mirada que le otorga un significado. Al fin y al cabo, el dueño del discurso es el oyente. Cada quien oye lo que puede o quiere oír. Le Corbusier decía que la naturaleza se hace paisaje cuando el hombre la enmarca. Una parte de la belleza de un paisaje depende de la naturaleza, pero otra del hombre que la mira. Si es así, la pregunta es doble: ¿quién es el dueño de la imagen, el que la construye o el que la percibe? ¿Bastará con recuperar la imagen de la ciudad o habrá que reeducar también las miradas? Pienso que sin una mirada culta no es posible construir una imagen capaz de educar la mirada ajena.

Foto: Kaloian Santos.

Vuelvo a preguntar: ¿Quién es hoy el dueño de la imagen en nuestras ciudades? ¿Quién tiene el poder de conformarla, de darle forma? ¿Son los ciudadanos, los arquitectos, los empresarios, los funcionarios públicos? ¿Quiénes poseen o controlan los recursos materiales disponen de los recursos técnicos y culturales necesarios para moldearla y configurarla? Por desgracia, constatamos que no siempre van asociados unos con los otros. 

La imagen de la ciudad y las regulaciones urbanas

La centralización y concentración del poder siempre han conllevado privilegiar la unidad frente a la diversidad, lo que ha conducido con frecuencia a la uniformidad y la monotonía. Hemos visto cómo, en los últimos años, la aparición de un emergente sector privado con ciertos recursos ha diversificado la imagen urbana, con algunos ejemplos de buen gusto y otros de vulgaridad extrema. ¿Cómo conducir esa acción colectiva de forma armoniosa? ¿Cómo regular esa multiplicidad de sujetos actuantes para garantizar la requerida coherencia? Para eso se supone que existan las regulaciones urbanas. Pero, para ser útiles, esas regulaciones no pueden ser redactadas, aprobadas e implementadas de forma administrativa y burocrática. Deben ser difundidas y explicadas públicamente, de modo que la ciudadanía no las vea como un cúmulo de molestas y absurdas prohibiciones sino como una garantía colectiva ante la arbitrariedad y las adopte y asuma como tal. Las regulaciones deben ser cumplidas no porque “es lo que está establecido”, sino porque detrás de ellas hay un argumento convincente.

Foto: Kaloian Santos.

Está claro que cambiar la imagen urbana supone poseer los recursos necesarios para ello. Pero los dirigentes administrativos y los empresarios que sí disponen de ellos, ¿poseen también los conocimientos y la cultura requerida para usarlos? ¿Cuáles son sus referentes? ¿La acumulación de poder político supone, como en otras épocas, acumulación de capital económico y cultural? ¿Está en sus hábitos consultar a especialistas, arquitectos, urbanistas, diseñadores? ¿Convocan licitaciones y concursos para que se escoja la mejor opción, el mejor proyecto? ¿Será que los oficios de arquitecto y urbanista son ya especialidades obsoletas, innecesarias en la conformación de la ciudad?

Es verdad que la imagen urbana no solo depende de las grandes y pequeñas decisiones empresariales o administrativas sino también, y cada vez más, de la inmensa suma de pequeñas acciones de miles y miles de ciudadanos que usan la ciudad: el que pinta su fragmento de fachada, el que cierra un portal, el que añade un tanque de agua, el que modifica un balcón, el que transforma una ventana, el que construye una barbacoa, el que levanta una verja o un muro, el que tala un árbol, abre una zanja en el asfalto, rompe una acera, levanta un garaje con lo que puede, improvisa un mostrador en el portal, monta un palomar en la azotea, un gimnasio en un garaje, un tenderete en el parque, etc., etc.

La calidad de la imagen que resultará de su acción dependerá de los recursos materiales de los que disponga, pero también de los referentes culturales a su alcance. Sería interesante un análisis de antropología cultural para desentrañar el actual frenesí por los balaústres y las columnas salomónicas, el gusto por ciertos colores chillones, por ciertos símbolos. Es desolador ver cómo La Habana va convirtiéndose en la ciudad de los balaústres, versión descafeinada y kitsch de la otrora elegante ciudad de las columnas.

Las preferencias culturales suelen ser la consecuencia de la socialización de los individuos dentro de sus grupos de origen, es decir, su familia, su escuela, sus amigos de la infancia, su entorno social y geográfico, etc. Este gusto se aprende del contexto y se interioriza. El término “nuevo rico”, por ejemplo, tiene una connotación despectiva porque designa a alguien que, si bien ha escalado en términos económicos, no lo ha hecho en términos simbólicos y culturales.

La conformación del gusto

El gusto, la apreciación estética, la cultura y el disfrute de la belleza son hábitos adquiridos en un entorno social y físico determinado. Es indudable que ciertos ambientes, ciertos escenarios, facilitan la conformación de una cultura, mientras que otros conducen a un proceso de insensibilización para poder soportarlos. De ahí el sentido y el valor de experiencias, como aquella de llevar a los niños de la Habana Vieja a dar clases en los museos, ofreciendo a sus ojos espacios, muebles, colores, formas y luces que, sin duda, enriquecen y educan su mirada y a largo plazo su gusto estético, su sensibilidad, sus preferencias y finalmente su accionar. Es esencial que los individuos puedan disponer de referentes culturales y estéticos que vayan más allá de los que puede ofrecer el ámbito familiar y que sean completados y enriquecidos por la calidad de la escuela y los medios masivos. En el ámbito de la ciudad el papel del arquitecto es esencial en la creación de referentes estéticos. Cuando la arquitectura es solo construcción, desaparecen. Y eso es lo que nos ha ocurrido.

Foto: Kaloian Santos.

Por otra parte, la imagen de la ciudad no solo depende de su construcción, sino también de su cuidado y su mantenimiento. Pero pretender proteger, cuidar y defender un patrimonio sin un mínimo sentido de pertenencia es algo improbable. Si yo siento que algo no me pertenece, ¿cómo exigir el tan manido sentido de pertenencia? Y es que no hay tal sin participación. En la medida en que no se informa, no se consulta, no se deja participar en la toma de decisiones, se disminuye y se reduce la capacidad de intervención de los ciudadanos. ¿Por qué nos preocupamos por nuestra propia apariencia, por la de nuestro vestido, por la de nuestra casa y no por la del barrio o de la ciudad? Porque sentimos hasta dónde llegan nuestros límites de actuación.

En el proceso de creación de nuestra imagen, se trasluce no solo lo que realmente somos y cómo nos vemos, sino cómo queremos que nos perciban los demás. En ese sentido, sería interesante otro análisis de antropología cultural: ¿Cuál es la imagen de la ciudad que se vende al turismo? Nada delata mejor el imaginario de los que la conforman. La imagen simbólica de la ciudad en Cuba suele limitarse a la mulata rumbosa, el vitral, la guantanamera y la playa de Varadero. (Son llamativas, en ese sentido, las recientes y torpes intervenciones en el aeropuerto internacional de La Habana). Y es curioso constatar que la imagen que el turista suele fotografiar es la de su propio estremecimiento ante la ciudad en ruinas, la de los escombros centrohabaneros, la del “realismo sucio”. Con ello volvemos a la pregunta inicial: ¿Rescatar qué imagen? ¿La de quién? ¿La imagen de qué?

¿Qué hacer?

En mi opinión, iniciar el rescate de la imagen de nuestras ciudades implicaría desarrollar acciones en diversas direcciones.

Todos hacemos —o deshacemos— ciudad en mayor o menor medida. Y con ello incidimos en la vida colectiva, es decir, en la vida propia y de los demás. Es inevitable, por tanto, establecer unas reglas de juego acordes a ese modo de vida urbano en convivencia cercana. Hay que regular de forma armoniosa las relaciones entre los espacios privados (para ello existen ordenanzas de la construcción desde hace miles de años), pero también la relación entre los espacios privados y los públicos. La terraza de un bar no puede apropiarse impunemente de un portal o de una acera, así como un vecino cualquiera no puede instalar en un parque una “venta de garaje” o un puesto de viandas… Del mismo modo, no es admisible que alguien con poder político o económico pueda saltarse las reglas y construir cualquier cosa en cualquier lugar. Esas reglas de convivencia no pueden formularse de manera unilateral y burocrática. Las regulaciones urbanas deben ser debatidas, acordadas y divulgadas para que puedan sean apropiadas por todos y cumplidas.

Foto: Kaloian Santos.

Es esencial asimismo que las nuevas generaciones puedan apropiarse de la ciudad que heredan. Y ello no se logra si no pueden intervenir en su conformación. Junto a la indispensable preservación del patrimonio construido hay que abrir espacio a la incorporación de la nueva arquitectura cubana. Es deplorable, por ejemplo, que los proyectos de los nuevos hoteles en construcción sean entregados a firmas extranjeras con resultados estéticos anodinos y ajenos no solo a nuestra tradición cultural sino incluso al clima y al medio ambiente construido. Hay que abrir con fuerza la participación de la joven arquitectura en la generación de la imagen urbana como objeto de consumo real y simbólico, de modo que estimule el sentido de pertenencia y de disfrute de una ciudad que se sienta como propia. Ello propicia el tránsito del mero habitante al verdadero ciudadano.

Pero no solo hay que actuar sobre los edificios sino sobre las personas, educando su mirada y su conducta. Es difícil rescatar la imagen material sin recuperar y restituir al mismo tiempo una sensibilidad colectiva ante el medio ambiente construido que lo disfrute y lo defienda. Esa sensibilidad debiera ser cultivada ya desde la escuela y enriquecida y fortalecida por los medios públicos de comunicación. El papel que juegan la arquitectura y el urbanismo —no la mera construcción— en la creación de referentes estéticos de calidad es esencial. Para que sean realmente efectivas debe existir un reconocimiento por parte de los decisores políticos, los administradores de recursos y los gestores urbanos de la importancia del asesoramiento técnico y estético. El hecho de ser elegido o designado a un cargo público no otorga de por sí ninguna cualificación en este campo. La actual monotonía y pobreza no lo es solo de recursos materiales sino de recursos estéticos y culturales. La educación de la mirada es, pues, esencial. Sin la capacidad perceptiva del sujeto se diluyen las cualidades del objeto. Ya dijo Goethe que el ojo solo ve lo que la mente ya conoce. Rescatar la imagen significará entonces rescatar también la calidad de la mirada y, con ello, a nosotros mismos.

 

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