Hijos viajeros

Este verano, como los anteriores, comienza de verdad cuando los hijos se van. Llevan días preparando sus maletas. Echan lo humano y lo divino: juguetes estrambóticos y el chocolate del desayuno, el último libro que le regalaron, la sombrilla de flores, –porque seguro llueve–, la cadenita de oro, la irrenunciable almohadita de dormir…

Se despiden de todos, pero sin nostalgias. Es el único viaje que no lleva hacia la nada. Agarran su equipaje con una resolución envidiable. Lo hacen rodar como Lamborghinis por las lozas pulidas de la sala de estar. Suben y bajan las escaleras eléctricas mientras la madre se come las uñas. Al rato piden un jugo y galleticas.

Cuando llega la hora el padre le encaja la gorra, y la madre le asegura las hebillas en el pelo. No pueden evitar el “pórtate bien, hazle caso a tu…”. Una descafeinada aeromoza los recibe con un afecto excesivamente ornamentado que es, en resumen, fatuo y falso. Pero ellos son grandes y saben lo que hacen. Nada les pasará: son los hijos viajeros, que no le temen a los aviones y saben cómo ir solos al baño, y volverse a poner el cinturón.

Los aviones son sus alas, su ámbito de libertad. Cada verano vuelven otra vez a emprender una ruta que los lleva hacia todos los excesos que cotidianamente añoran: jugar en la calle, ensuciarse los pies, comer con mucha grasa, quemarse con el sol, ver televisión durante horas, armar pandillas, dar alguna perreta, dormir en la cama grande, irse para lo hondo. El estado perfecto de la felicidad.

Estos hijos regresan buscando adrenalina y un cariño fuera de toda duda. Un cariño malcriador, absoluto, que quiere remediar, en solo un mes, el vacío: abuelos, tíos y primos, todos los años, repiten el ciclo. Reciben a sus muchachos, los hijos de sus hijos ausentes, los hijos de sus hermanos idos, las golondrinas que muchas familias en Cuba acogen con una alegría especial, porque ellos son los lazos, la certidumbre de que aún siguen siendo una familia.

En pocas semanas los niños viajeros ratifican este vínculo indómito que está arraigado profundamente en lo que somos los cubanos. Con sus poquitos años, esto hacen ellos por la Patria.

Vienen los niños desde todas partes. En Cuba se completan. Harán amigos de todos los colores, compararán lo que aprendieron en la escuela, compartirán los modos de burlarse, aquí y allá, de la maestra, terminarán intercambiando voces y entonaciones.

En pocos años los aeropuertos cubanos, también, cada vez más, despedirán a estos hijos viajeros en pos de tíos y primos y hasta de abuelos asentados en otros lejanos países. Las nuevas normas migratorias cubanas ya lo permiten. Irán a pasar su mes de conquista y aprenderán que el mundo es redondito y que la familia es un universo.

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