Historias de montería

Foto: Magalys Carreto

Foto: Magalys Carreto

En San Blas el mundo está a punto de acabarse. Ni el diluvio universal dejó tanta agua. La tierra saturada se empoza aquí y allá. Apenas son las 4 de la tarde y parece que el sol no volverá a brillar hasta el próximo día.

Los gorriones,  puestos a buen recaudo, tratan de pillar algo de comer sin hacer mucho esfuerzo, mientras los perros se escabullen sigilosos cada vez que la lluvia inunda su guarida ¿Quién podría atreverse a deambular por estos contornos en una tarde así.

De pronto aparece a lo lejos un jinete que avanza a buen paso por el camino, sin más capa que un inmenso sombrero de yarey. El intrépido es Moisés García Morales, o mejor, El Mocho, como le conocen por aquí.

“¡Qué le voy a tener miedo yo al agua!, vine porque ya es hora de recoger las vacas”, nos suelta campechano, a tiempo que desmonta para tomar una taza de café y ahí mismo comenzó el cuéntame tu vida.

“¿Qué por qué lo de mocho?”, repite con cierto embarazo mientras busca en sus dedos completos la respuesta, “Buenooo, debe ser porque siempre fui chiquito”, alega con una sonrisa pícara y aprovecha para acomodarse el sombrero con esas manos cargadas de cicatrices y trabajo.

Foto: Magalys Carreto
Foto: Magalys Carreto

Nacido en el Rincón, a unos pocos kilómetros de San Blas, Moisés es sin dudas un cenaguero reyoyo. Desde niño andaba con su padre, montero también,  pa´rriba y pa´bajo detrás de los animales, hasta que la familia se mudó para Juraguá y allá, por esos azares de la vida, se vio de campesino convertido en cocinero. Pero los calderos y sazones no eran lo suyo.

“¿Usted no ha oído que el venado siempre tira p’al monte?,  pues yo le aseguro que es verdad.” Tras 5 años entre fogones, un buen  día Moisés colgó el delantal y retornó a su terruño, a vérselas con vacas y toros, lazo en mano, casi como nació.

De una punta a la otra recorrió la ciénaga, recogiendo reses: entre Juraguá y La Ceiba, o de Cayo Ramona a Helechal y Viradero, sin contar las contiendas por Cocodrilos y Guasasa, lugares semipoblados, donde la luz eléctrica permanente sigue siendo un sueño.

Como suele suceder, hay gustos que cuestan caro, casi la vida. El Mocho lo sabe. Él ha visto ‘la pelona’ de cerca unas cuantas veces, lo mismo entre las patas de un toro bravo, que en los cuernos de los búfalos silvestres que se asentaron en la ciénaga hace tiempo, como parte de un experimento que no prendió del todo (pero los búfalos se quedaron).

Foto: Magalys Carreto
Foto: Magalys Carreto

Todavía recuerda aquella aventura que casi lo deja como un vegetal años atrás. Él estaba reforzando la cerca de la vaquería con su hijo, un muchachito que no llegaba a los 20 años. Era una mañana como otra cualquiera en San Blas, cuando el ruido del camión con un grupo de  monteros bulliciosos quebró el silencio y se detuvo junto a ellos.

Un rostro bronceado y tosco se asomó por la ventanilla y apenas lanzó un buenos días como un gruñido.

-Buscamos al Mocho. Nos dijeron que andaba por aquí.

Sin prisa, como si encarnara al más taimado de los cowboys del oeste, Moisés respondió:

-Yo soy.

Una sonrisa maliciosa acogió la escueta presentación y el hombrón del camión desmontó.

-En La Ceiba nos dijeron que usted era el mejor montero de la zona, que no hay quien le gane con el lazo en la mano

-A lo mejor exageran-, ripostó el Mocho con una media sonrisa.

-Estamos buscamos gente que nos apoye en la captura de búfalos. Al que más búfalos coja le haremos un regalo.

Los ojos del muchacho se iluminaron, pero el rostro de su padre permaneció impasible. Él sabía que esos animales no eran presa fácil, que al menor descuido te matan la cabalgadura y hasta a ti mismo, si no andas liviano.

-¡Oíste, viejo! Yo voy con ustedes, dijo el chicuelo entusiasmado.

Aquella parejería de su hijo lo acababa de hundir en el negocio, porque no iba a echarse para atrás o ridiculizar al chico. ‘’Imagínate, no podía permitir que me estropearan al muchacho.’’

-Yo voy, pero con una condición, que me garanticen dos buenos caballos y una buena montura.

-Ya está-, dijo el hombrón con aire de satisfacción.

Una semana más tarde comenzó la justa que se extendió casi por dos meses. Los búfalos acorralados en su territorio se volvieron feroces. Entre el agua pantanosa resoplaban embravecidos. Pero donde el Mocho llegó no escapó ninguno. De hecho fue él quien terminó en primer lugar. Mientras los demás cogieron dos o tres animales, él capturó 25. Hasta le regalaron una montura preciosa, que casi no puede ni usarla.

‘’Imagínate, cogí golpe de to’s colores. Lo mismo estaba en la sabana que en el hospital. Realmente nunca había monteado búfalos, pero sabía que eso era complicado. Para que la cosa salga bien, tan pronto uno lo enlaza debe venir otro montero y hacerlo por una pata, para poderlos dominar, porque embisten al monteo y matan al caballo en menos de lo que canta un gallo…, eso es lo más grande de la vida”.

El Mocho, un montero viejo. Foto: Magalys Carreto
El Mocho, un montero viejo. Foto: Magalys Carreto

A él nunca le han matado la cabalgadura, pero sí lo han arrastrado como una cuadra. Ya no le queda un hueso sano. ¡Ahora,  cuando coge el lazo, hay que respetarlo!

“Enlazar es un don que nace con uno, aunque lo esencial es no tener miedo. Si tienes miedo, no eres nadie”, sostiene.

Y con el valor va también la astucia, las mañas y la decisión. Muchas fueron las veces que se lanzó al mar con caballo y todo detrás de una vaca descarriada.

“Ese ganado de Caleta Buena era jíbaro y montearlo era un problema. Recuerdo que para organizar el rebaño tuve que agarrar una vaca parida, embarrarle el pescuezo con miel de pulga, donde ella no podía lamerse, y soltarla entonces.

“Como el ternero estaba en el corral, tenía que regresar y con ella siempre venían dos o tres, lamiéndole el cuello y ahí las trancaba yo. Así las fui amansando, con la ayuda de mis compañeros, porque al animal hay que tratarlo con cariño, si no se pone más resabioso.”

Sin embargo, los golpes siempre dejan su impacto. Ya Moisés no tiene la misma fuerza de antes, debido a los accidentes.

“Por eso no quise que mi hijo siguiera con esta vida. Tanto le di, que logré que se mudara para Girón y hoy trabaja como panadero. No quiero esto para él”, dice con una extraña tristeza y al instante, cambiando el tono: “Yo sí, hasta que me muera, pero a la cocina no vuelvo”, concluye risueño mientras se aleja en pos del ganado que debe reunir. Aún no ha escampado del todo, pero ese chinchín no es razón que persuada a Moisés de quedarse en casa.

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