La política nuestra de cada día (Primera parte)

El profesor e investigador Julio César Guanche. Foto: OnCuba/Archivo.

Por: Mónica Baró

El 17 de diciembre de 2014 fue para Cuba una fecha marcada por la poderosa convergencia de la mística y la política. Convergencia nada rara en la historia nacional –a pesar de las frecuentes discreciones de quienes la escriben-, pero que siempre conmociona a la sociedad. En esta ocasión, en el día de San Lázaro –Babalú Ayé en la religión afrocubana- el Presidente de los Consejos de Estados y de Ministros, Raúl Castro, anunció dos sucesos tan insólitos que cualquiera calificaría de milagros: el comienzo de las conversaciones para el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos -un titular que suena a fin de guerra, aunque la paz permanezca como rehén del congreso norteamericano-, y el retorno de Gerardo, Antonio y Ramón, de los otros cinco héroes que ya eran tres pero continuaban siendo los cinco porque la libertad de cada uno dependía de la libertad de todos. Dos sucesos que si no alcanzan para convertir a un ateo, al menos sí para hacer dudar a un agnóstico.

A partir de ese momento, algo más cambió. O la gente sintió que algo más cambió o iba a cambiar, que es lo importante. Múltiples esperanzas adormiladas comenzaron a despertar como margaritas. Ahora cuando vengan los americanos devino casi una premisa de proyecto de vida, casi un fundamento teórico de cambios, casi una garantía de futuro, que si no próspero y sostenible, al menos sí distinto.

Desde el alboroto por los Lineamientos -de la política económica y social del Partido y la Revolución, aprobada en el VI Congreso del Partido Comunista de Cuba en abril de 2011-, y el consecuente recorte de las maxifaldas del estado con la legalización de un pintoresco listado de actividades productivas por cuenta propia –léase privadas- y la simplificación del proceso de otorgamiento de licencias, no se habían removido tanto las expectativas sociales en relación con la economía, ni los temores sociales en relación con la utopía. Donde unos han percibido peligro, otros han percibido oportunidad. Como si fuera real semejante desconexión entre utopía y economía, o peor, como si esas expectativas y esos temores fueran los más definitorios para la economía, la utopía y la sociedad del país.

Porque detrás, debajo, dentro, de todas esas esperanzas emergentes, válidas y necesarias, subyace inmaculada una problemática esencial: el poder popular. Una problemática que observamos a través de un cristal con algunas grietas dignas pero que aún no rompemos, pues lo más definitorio para un proyecto socialista, que sería el cómo y el quién de los cambios, además por supuesto del complemento directo del cambio, es lo único que no cambia. El estado continúa como protagonista-estrella y el pueblo alternando entre el rol de extra y actor de reparto. Sí, enhorabuena por el 17 de diciembre, pero y “la cosa” qué.

Ese fue precisamente el propósito de esta entrevista: indagar en la estructura orgánica, en el metabolismo y en las potencialidades de “la cosa” con uno de sus principales estudiosos, que es también jurista, escritor, padre de gemelos y autor de libros como La imaginación contra la norma. Ocho enfoques sobre la república de 1902 (2004); El continente de lo posible. Un examen sobre la condición revolucionaria (2008); y La verdad no se ensaya. Cuba: el socialismo y la democracia (2012) –que puede descargar gratuitamente de su blog personal La cosa (Democracia, Socialismo, República)-, así como de disímiles ensayos y artículos desperdigados por el portal Rebelión, las revistas Temas y Espacio Laical, entre otros sitios que Google amablemente indicará a las personas interesadas que le pregunten.

No hay mucho más que añadir de Julio César Guanche, a no ser su nombre. Sus ideas lo describen con más justicia que su experiencia profesional como investigador, editor, periodista, intelectual en el sentido hondo y ancho, o que sus méritos y premios, o que cualquier otro dato de su curriculum vitae. Aquí interesa más el diálogo con su obra teórica, que aporta al controversial panorama cubano de discusión política un enfoque relevante desde las ciencias jurídicas y desde su implicación con proyectos de participación ciudadana.

En marzo de 2013, en el suplemento digital de Espacio Laical, apareció un documento titulado Cuba soñada – Cuba posible – Cuba futura: propuestas para nuestro porvenir inmediato, que presentaba 23 propuestas muy concisas, como “Instrumentos para afianzar la República en la Cuba de hoy y de mañana”, con el fin de que fueran estudiados y debatidos públicamente.Este texto apareció firmado por algo que entonces se denominó Laboratorio Casa Cuba, integrado por investigadores “de procedencias ideológicas disímiles”, entre los cuales usted se encontraba, y que declararon como objetivo “estudiar la institucionalidad cubana y hacer sugerencias para su mejoramiento, así como socializar el estudio y el debate sobre estos temas”. A casi dos años de la publicación de ese documento, ¿cuál considera que fue su trascendencia y el saldo de los debates públicos que suscitó?

Ese documento tuvo algo singular, que fue su propia concepción y elaboración entre personas con ideologías manifiestamente distintas. Unos eran socialcatólicos; otros, anarquistas; otros socialistas y republicanos democráticos. Fue un ejercicio de diversidad, entendiendo que si predicas que la diversidad es un valor fundamental de la vida política que debe afirmarse en la vida social, también debes vivirlo como valor en tus interacciones concretas.

La vida política pasa por ahí, por la pluralidad de maneras de hacer política, por la pluralidad de articulaciones políticas. Lejos de ver con sospecha la legitimidad de un proyecto independiente —como fue Laboratorio Casa Cuba, nacido fuera de cualquier tipo de institucionalidad—, se trata de construir esa legitimidad a partir de la transparencia de los medios y los fines que se persiguen, del respeto, la honestidad y la seriedad con que se trabaja, de la calidad cívica de lo que se propone.

Aparte de lo mencionado, ¿qué aprendizaje esencial rescata de ese proceso de participar y construir algo en conjunto con personas diversas desde un espacio alternativo a los de las instituciones?

Fue un aprendizaje constatar que hay mucha gente diversa que cree que esos proyectos son valiosos, que apuesta por ellos, que los defiende. A veces uno piensa que cosas así pueden quedarse en la soledad, pero te enseñan que no, que hay muchas personas que pueden sumarse, participar y articularse para generar proyectos de más aliento. Eso fue un aprendizaje. Como no se le da visibilidad a ese tipo de propuestas, no sabes cuán compartida puede ser la propuesta, pero los comentarios y el apoyo que recibimos ayudan a visualizar que hay agendas compartidas dentro del país y varios consensos posibles.

Nosotros hemos vivido demasiadas polarizaciones; vivimos todavía en demasiadas polarizaciones y fracturas políticas. Como se decía en una época, entre los que se fueron y los que se quedaron, los de izquierda y los de derecha, los revolucionarios y los contrarrevolucionarios, que son imágenes atadas al contexto del que surgen, pero evolucionan en nuevos contextos. Creo que es necesario mantener la diferencia como un valor, pero también hay que ser capaz de reconocer, cuando las haya, comunidades, confluencias y consensos.

Una de las cosas en las que más insistía ese documento era en la despolarización del campo político cubano. Y despolarizar no significa despolitizar. Es lo contrario. Despolarizar es pensar la política más allá de las trincheras que cada uno se construye para sobrevivir desde ellas, para conquistar un lugar exclusivo desde ellas. Es pensar más en puentes que en trincheras.

¿Implica construir solo con el diferente o también con el antagónico?

La tentación primera sería la de hacerlo con el diferente, claro, pero el antagónico está ahí, existe y tiene derechos como persona y como ciudadano. No podemos negarlo ni despacharlo sin más con argumentos sobre la no injerencia en asuntos internos, o la ilegitimidad de aceptación de financiamiento externo; porque con ello muchas veces se termina despachando todo tipo de actuación política que se reclame autónoma respecto al PCC.

La sociedad civil cubana, como se ha dicho tantas veces, está lejos de ser sinónimo de grupos específicos de opositores apoyados por medios gubernamentales o por grupos de poder político de EEUU. Por esa razón, y esto se dice menos, tal sociedad civil tiene que contar con muchos más espacios de actuación política, difusión de ideas y organización política en Cuba. Así habría más posibilidades de identificar exactamente quién es el antagónico y con respecto a qué, porque hay muchos prejuicios alzados sobre esta historia, y a veces se identifica como antagónica a gente que no lo es.

Y después de la publicación de ese material, ¿qué pasó con Laboratorio Casa Cuba?    

Tuvimos otros encuentros, pero no elaboramos más documentos públicos porque hubo reservas de algunos sectores, en los cuales estaban insertados varios de los miembros del Laboratorio, que no aceptaban ese tipo de intervención pública. Así se interrumpió el proceso por presiones que no fueron, hasta donde yo experimenté, por parte de la institucionalidad gubernamental. Lo que hicimos después fue seguir conectados, publicar, participar de actividades comunes, quizás sin el nivel de organicidad que suponía el Laboratorio, pero sí participando en la elaboración colectiva de proyectos.

El 8 septiembre de 2014 apareció una nota del Centro Cristiano de Reflexión y Diálogo donde se anunciaba la fundación del proyecto Cuba Posible, integrado por algunas de las personas que ya estaban en Laboratorio Casa Cuba –entre las que usted se encontraba- y con principios y propósitos afines a los declarados por Laboratorio Casa Cuba. ¿Qué tan distinto es un proyecto de otro?

En aquel momento estaban dos personas, Roberto Veiga y Lenier González, que eran editores de una revista católica, que estaban vinculadas a la Iglesia Católica cubana. Cuba Posible no tiene vinculación de ese tipo por ninguno de sus integrantes. Los que son creyentes participan a título propio, pero sus criterios no remiten a ninguna estructura institucional. Las vinculaciones institucionales que tenemos quienes la integramos no determinan nuestra participación. Participamos como intelectuales, como ciudadanos con la voluntad de actuar políticamente en Cuba.

Los principios son comunes entre ambas experiencias porque estamos comprometidos con valores fundamentales, como los de república, libertad, justicia, participación ciudadana, y con una visión expansiva de la democracia, que vincula derechos individuales con derechos sociales, que no opone la democracia formal a la democracia sustancial sino que piensa sus contenidos en interdependencia, y que evalúa la democracia no solo por la capacidad de participar políticamente sino también por la forma en que las decisiones políticas pueden intervenir con éxito en el mejoramiento de las condiciones de vida de las personas.

¿Cuáles son las proyecciones de trabajo de Cuba Posible?

Es un espacio que aspira a participar de la esfera pública del país a través de publicaciones, de eventos y actividades que movilicen a personas que están actuantes en la vida social y en la vida intelectual cubana. Aspira a ser una voz que participe con las voces que hay en el país, y que busca influir de la manera en que lo consiga y pueda.

En Cuba existe un tipo de discurso antiintelectual desde hace muchos años —presente tanto en la historia de la república como en la revolución—, que quiere reducir el discurso de los intelectuales a sinónimo de “cosas de intelectuales”, “periflaútica”, “una cosa es la teoría y otra la práctica”, como para restarle significación, resonancia, difusión, alcance y destinatarios. Sin embargo, los intelectuales cubanos tenemos una tradición muy amplia de inserción en la vida social. Lo que defiendo no son gestos de un grupo hedonista sino de una intelectualidad que busca colocar el trabajo profesional que realiza en función de necesidades sociales, de complementar otros esfuerzos que se hacen. No como el actor en exclusiva, ni como el actor más ilustrado, pero sí partiendo de hacer uso de lo que somos. Si somos intelectuales, actuamos como tales, sin pretender tapar con nuestra voz a otros actores, pero sabiendo que podemos y debemos contribuir desde nuestro lugar a la sociedad cubana.

E influir es influir en qué.

Influir en lo que pasa en Cuba y, ojalá, en las decisiones que se toman. La aspiración parece muy elemental: influir políticamente en el país. Eso sería lo más normal cuando se vive con valores democráticos, pero es bastante singular en el mundo en que vivimos debido a la oligarquización realmente existente de la decisión política. El éxito reciente de Siriza, en Grecia, o el ascenso tremendo de Podemos, en España, ha sido posible por la efectiva contestación que produjeron contra el actor que garantiza y se beneficia en esos escenarios de dicha oligarquización: “la casta”. Así militen sus miembros en España en la “derecha” del PP o en “la izquierda” del PSOE, el resultado ha sido el mismo para ese país: la política de austeridad europea, el desmontaje del Estado de bienestar y la corrupción política.

El monopolio de la capacidad de actuar políticamente, de decidir el rumbo de nuestras vidas, es un muro construido contra la democracia. Nuestra aspiración de influir no es otra cosa que la exigencia de participar de un escenario de poder redistribuido en Cuba. Aunque el contexto es diferente a los países que mencioné, también existen aquí prácticas de gran concentración y centralización del poder. Qué se pueda lograr ya depende de la distribución real de poder que hay en Cuba, de las asimetrías de información que existen, de la capacidad no solo de ser escuchado sino de poder interactuar con esferas de decisión. Sin embargo, la importancia no radica solo en lo que seamos capaces de influir. Es una responsabilidad estar, participar. Si te escuchan, bien, pero si no te escuchan hay que seguir trabajando igual.

Porque no hay un solo interlocutor. Esto no es para hablarle solo al Estado cubano. Es un intento de hablar entre nosotros, entre cubanos, hablar de y desde la sociedad cubana. Porque la sociedad tiene actores múltiples y diversos espacios a los que dirigirse que nos involucran. Se trata de construir relaciones horizontales con esa sociedad, para que no nos comunique solo una instancia vertical sino para ser capaces también de comunicarnos entre nosotros cada vez más.

El 10 y 11 de octubre pasado Cuba Posible realizó su primera acción pública con el Coloquio Cuba Soberanía y Futuro, en la ciudad de Cárdenas, y participaron más de 60 intelectuales de distintos lugares del país para discutir acerca de esta temática. ¿Por qué el tema de la soberanía en relación con el futuro? ¿Cuál es la pertinencia de promover esa discusión en el contexto cubano actual?

En el coloquio en Cárdenas recordaba la coyuntura de 1902 y la independencia de Cuba frente a los Estados Unidos. Siempre se hace el énfasis en la Enmienda Platt, en el nacimiento de la República mediatizada, pero fue un mérito de millones de cubanos lograr una república y la independencia, aún con esas mediaciones. El pueblo cubano logró conquistar lo que no logró entonces Puerto Rico. Reconstruir esa historia, mostrando que fue una lucha contra la anexión, y una lucha que no fue exitosa en otros contextos, me parece que habla mucho mejor de la vocación por la soberanía que desde entonces tiene Cuba.

La independencia nacional es uno de los grandes temas que llegan a 1959. Estuvo en el centro del consenso nacional de aquella hora, que articulaba el nacionalismo económico (la recuperación de bienes nacionales), la soberanía nacional y la justicia social. Es uno de los valores fuertes de la cultura política cubana. Por eso es que me parece que hasta hoy sigue siendo fundamental, entendiendo que la soberanía nacional es la soberanía de sus ciudadanos y tiene más posibilidades de ser defendida en la medida en que sean más soberanos sus ciudadanos. Porque la defienden como un bien común, como un bien en el que les va no solo la vida sino también la posibilidad de ser más libres.

Aparte de la pertinencia histórica, ¿cómo se sitúa la discusión sobre la soberanía en el contexto actual, considerando las transformaciones que se están desarrollando?

Pienso que una transformación mucho más exitosa colocará al país en mejores condiciones para negociar sus relaciones internacionales, regionales y cotidianas con su entorno. Un país que construye mejor sus relaciones, que se hace más diversificado en sus relaciones, que se construye desde adentro con más fortalezas económicas, sociales, de participación política, que construye su soberanía desde abajo, queda en mejor posición para negociar su estar ante el mundo.

La soberanía es también un recurso estratégico. Es una necesidad para desarrollar sectores económicos del país y para la construcción democrática. Nos conviene ser soberanos para tener control de nuestros recursos, para determinar la diversidad de sectores estratégicos y para no atar la economía ni condicionar las necesidades nacionales de redistribución de recursos a decisiones de acreedores con el poder para imponer sus condiciones. Nos conviene para tomar buena parte en cualquier instrumento del que se trate —en un tratado de integración, en un intercambio, en cualquier tipo de relaciones políticas que haya que establecer—. Te protege saber que estás siendo parte de una comunidad que es respetada y tratada como igual.

Con respecto a esto que mencionaba ahora y que igual refirió en la conferencia inaugural del coloquio, de que la soberanía de una nación dependerá también de la soberanía de sus ciudadanos, ¿qué tan soberana cree que sea Cuba hoy? ¿En qué sentidos cree que lo sea, o en que sentidos cree que no lo sea?

¿En qué sentido somos soberanos? Primero, en materia de relaciones internacionales. Sin dudas. Aun cuando las relaciones con Venezuela son tan determinantes, se han diversificado, y mucho, las relaciones políticas y económicas internacionales de Cuba. No habría que abundar demasiado en la forma en que hemos logrado ser independientes de las políticas de presión provenientes del gobierno de los Estados Unidos, logro no reducible a la retórica oficial, porque es expropiarle ese logro al pueblo cubano.

Ahora, si hablamos de soberanías, tenemos problemas graves en otras dimensiones de la soberanía, como la soberanía alimentaria. La soberanía energética es también un enorme problema. En Cuba se reduce el tema de la soberanía al diferendo con Estados Unidos, pero si pensamos que la soberanía es una dimensión que involucra muchas más dimensiones, hay que plantearse otro tipo de cuestiones.

Donde más déficit existe —hasta donde conozco— es en la construcción de ciudadanía en Cuba, de soberanía ciudadana. Pienso que hay una lectura del marxismo leninismo que desconsideró el concepto de ciudadanía pensando que era un concepto perteneciente al imaginario de la burguesía. Sin dudas, existe un uso burgués de la ciudadanía, como hay un uso burgués de los derechos, pero la ciudadanía no es un ideal burgués, y muchísimo menos lo son los derechos.

También el tema de la democracia parecía, en esa imaginación, un recurso burgués de excepción para encubrir la dominación de clase, para encubrir cualquier tipo de dominación. Pero la democracia —como la capacidad de garantizar el acceso a la política a sectores excluidos de ella y de garantizar las condiciones de vida de las personas— es el valor político más poderoso de la historia. La historia demuestra que solo se ha podido imponer la democracia allí donde han habido procesos revolucionarios, o que ha sido un fruto de luchas y conquistas de actores sociales colectivos —nada reducibles a algo llamado “la burguesía”— orientados a la transformación social.

¿Y hasta dónde esa imposición? ¿Dónde termina en una revolución la imposición de ese primer momento, que sería aquí en Cuba la década del 60? ¿Y hasta qué punto es legítimo imponer? ¿No sería contradictorio con esto de no buscar la dominación?

Teóricamente, una revolución tiene un momento de cierre. Es una transformación social y política fundamental, que rompe un estado de cosas y produce otro. Continuar usando el término revolución después de institucionalizado y estabilizado el nuevo orden, es una operatoria que muchas veces esconde problemas que surgen del orden posrevolucionario y de su específica distribución de poder y de ventajas y desventajas para los actores del nuevo escenario.

Las institucionalizaciones siempre se han hecho en nombre de la revolución, de la continuidad del proceso revolucionario, precisamente para aprovechar ese capital simbólico. Sin embargo, se trata de reconstruir una imaginación donde la revolución no venga primero y la democracia después, sino donde sean construidas al mismo tiempo. El método revolucionario debe ser el método democrático. En la medida en que vas triunfando como revolución, vas triunfando como democracia. Creo que el triunfo de la revolución no es otro que la conquista plena de la democracia.

No hay algo a priori, escrito en piedra, que imponer o limitar, sino que vas construyendo consensos y límites al mismo tiempo, y los vas construyendo democráticamente, con participación, con generación de condiciones de control sobre la vida política que se va gestando. No son opuestas la revolución y la democracia sino parte de un proceso que se comunica. La revolución hace falta para conquistar la democracia y la democracia hace falta para continuar la revolución.

(Aquí puede leer la segunda parte de esta entrevista)

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