Migrantes: entre éxitos y fracasos, el amor y la familia

Cuando escribo estas líneas pienso en la impiedad, en las distancias, en los desafíos, en las pesadas cargas que son colocadas en las espaldas de las personas que emigran.

"Nunca caminarás solo". Foto: Julio César Guanche.

Hace varios meses no sé nada de la vida de mi tío P en San Francisco, por más que intento contactarlo por messenger, no obtengo respuesta. Insistí especialmente en diciembre, mes de su cumpleaños, de Navidad, de Fin de Año. Insisto también cuando mi abuela me bombardea a preguntas sobre su hijo, como si yo viviese en su mismo barrio. A veces creo que a mi abuelita le alienta pensar, que por alguna razón esotérico-diaspórica, su nieto y su hijo están lejos de ella pero en algún lugar lo suficientemente cerca como para protegerse mutuamente, mientras ella, la matriarca de la familia, no pueda cuidarnos.

Mi tío fue el primero de la familia que salió de Cuba, en rigor inicialmente no salió de Cuba, porque llegó a la base naval de Guantánamo en una maltrecha balsa y allí estuvo por varios meses. Luego supimos que estaba en una base militar en Panamá, hasta que siguió camino y un día mandó fotos ya en la Yuma. La familia recibió con tristeza y preocupación la noticia de que se había tirado al mar, al mismo tiempo sé que un hálito de esperanza nos animó el alma en aquel cálido verano de 1994.

La primera vez que escuché hablar de la Yuma fue por mi tío A, que tenía delirios con vivir en La Habana y de allí con suerte dar el salto a Estados Unidos. Desde pequeño me inquietaba ese término de “yuma”, luego descubrí por las mismas historias de familia, que la inspiración llegaba de unos primos de Oriente que habían salido como “escorias” en los años 80.  Sabía de todo aquello porque pasaba buena parte de mis vacaciones acompañando a mis tíos a buscar aguacates, guayabas y anoncillos para vender en el barrio; haciendo cremita de leche en el patio de la casa de mi abuela, o cambiando desde un jabón palmolive hasta una batería de carro por arroz en Santi Spíritus.

Mi abuela lloró mucho y desconsoladamente cuando supo que su hijo se había marchado, hasta hoy no lo supera, no importa cuántas veces le hicimos creer que era para el bien de la familia. Incluso cuando con dinero enviado por su hijo le compramos su primer televisor Panda, la tristeza y la decepción no la abandonaron, era como si hubiese perdido una parte de su propio cuerpo. Un día, nos dimos cita toda la familia en la casa de un vecino que tenía un video casetera, algo raro en aquella época, y con alborozo vimos por primera vez una grabación de mi tío en su rutina diaria, en su nuevo hogar, en su nueva tierra, la tierra de los sueños. Feliz, sonriente, bien comido, bien vestido, y bailando eufórico “Ya viene llegando” de Willy Chirino, lo cual nos dio una inmensa tranquilidad, y al propio tiempo la sensación de que por fin alguien de la familia estaría en un estatus económico diferente al que varias generaciones ya reproducían.

Rápidamente comenzó a llegar dinero, regalos, ayudas, que eran administrados rigurosamente por mi tío P, para que todos sus hermanos, hermanas, sobrinos, amigos, familiares se sintieran protegidos, amparados, en medio de las múltiples escaseces que se vivía en la Cuba del periodo especial. Mi tío A estaba especialmente feliz, de continuar teniendo éxito su hermano, vendría la residencia, quizás la ciudadanía americana y en poco tiempo podría reclamarlo. Yo tuve mi primer reloj de salir, y el primer perfume para hacerme sentir menos tímido al encarar una muchachita. Pero, como dice el refrán cubano, la felicidad en casa del pobre dura poco.

Un año después de mi tío salir de Cuba, su hermano A de 26 años enfermó de cáncer, un linfoma de Hodgkin hizo trizas su juventud, sus sueños, y finalmente su vida. La relación entre ellos era profunda, y recuerdo que en medio de la enfermedad se hizo más presente, era como si quisieran acortar la distancia y el dolor de tener que renunciar quizás a la idea de no verse más. Mi tío en el Oncológico vestía sin prejuicios y con orgullo el juego deportivo con la bandera estadounidense, y en los horarios de visita escuchábamos juntos el casete de Salsa en la Calle 8 en la grabadora Sony, ambas cosas presentes llegados de la Yuma, enviados con afecto por su querido hermano.

Mi tío P casi desesperado intentó venir por vía humanitaria a ver a su hermano que se agravaba, comenzaron las pujas políticas entre gobiernos y todo se dilató. Mi tío A murió clamando en su agonía ver por última vez a su hermano…su hermano allá en la Yuma, creo que nunca más fue el mismo luego de aquella pérdida irreparable. Las distancias irreparables, los sueños cercenados como flor en tallo, la vida que continúa impetuosa, intensa, conflictiva y no atiende a excusas, ni a un alma en luto.

Poco tiempo después comenzaron las sucesivas desapariciones de mi tío, comenzó a distanciarse de todo y de todos. Según las leyendas urbanas podía estar en una cárcel, en proceso de ser repatriado por alguna infracción grave o viviendo la dulce vida y tomando la Coca Cola del olvido. Han sido 27 años y mi tío no regresó a Cuba, tampoco logró convertirse en el Mesías salvador de la pobreza de la familia. La penúltima vez que no supimos nada de él fue por casi diez años, en los cuales se especulaban las más disímiles historias, para mi abuela es convicción que su hijo algún día va a aparecer y nos dará la sorpresa.

La cruda verdad es que mi tío, por muchos motivos, no logró el sueño dorado americano. Durante largo tiempo estuvo preso, está impedido de obtener la ciudadanía estadounidense y salir del territorio, se ha tenido que rehabilitar varias veces por dependencia química y vive en las calles de San Francisco en una modesta carpa, aunque por etapas el servicio social lo apoya con alojamiento y comida. Un día que hablamos me dijo: ¡Niño, cuídate mucho, si vas a salir de Cuba, las cosas en ocasiones no son como uno se las imagina! Pensé mucho en él, y también comprendí mejor sus palabras, cuando asistí el conmovedor documental Lead me home, estrenado por la plataforma Netflix en noviembre del 2021.

No me complace especialmente hablar de mi tío homeless, tampoco me disgusta ni voy a evadir su realidad que también es la mía, la de nuestra familia y la de muchas otras familias en EE. UU, en Brasil, en Cuba, en el mundo. Cuando escribo estas líneas pienso en la impiedad, en las distancias, en los desafíos, en las pesadas cargas que son colocadas en las espaldas de las personas que emigran. Nadie espera el fracaso, y menos las propias personas emigrantes, todos esperamos el éxito, en especial el económico, como resultado tangible de que tu vida cambió y fuiste parte del cambio de otras y de otros.

En este inicio del año 2022 cientos de miles de cubanas y cubanos estarán desafiando culturas, barreras idiomáticas, padecimientos, pandemias, tristezas, por intentar contribuir con el bienestar familiar de los que dejan atrás. Es un imperativo que tanto unos como otros, los de adentro y los de afuera, los que están en la Isla y los que están en las disímiles diásporas, no pierdan el amor, la compasión, el apoyo afectivo, la fe, y la lealtad al ser humano por encima de cualquier bien material posible y necesario.

Estas líneas, que desdibujan múltiples y cotidianos dramas humanos, no son un llamado a tristezas, más bien a la comprensión, a la alteridad y la capacidad de ponernos en el lugar del otro, reflexionar acerca de las complejidades y los decursos que puede tomar la vida. Este texto es un mensaje de esperanza a la diáspora cubana y sus familias en este 2022, una vía para desear con todas las fuerzas de mi corazón que mi tío esté con salud, y que en cualquier lugar donde se encuentre, sienta que más allá de las ambiguas percepciones de éxitos o fracasos, estará siempre el amor infinito de su vieja, de sus hermanos, el mío…y ese amor lo estará acompañando por las frías calles de San Francisco o en el lujoso y cálido Hotel St. Regis de California.   

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