Nacer en los años 90: sus marcas

Simplemente son distintos y, como en el proverbio, se parecen más a su época que a sus propios padres.

Foto: Otmaro Rodríguez.

De las generaciones actuantes en el escenario cubano, la nacida en los años 90 salió a la palestra pública con varias marcas en el pecho. Comenzó su proceso de socialización en medio de una crisis económica sin precedentes que no se agotaba en sí misma, sino que tuvo –y aún tiene– múltiples impactos sobre la conducta, los comportamientos y los valores. Sus coordenadas fueron la caída, los apagones, la dolarización, la emigración, el deterioro del sistema educacional, el turismo y la expansión de fenómenos hasta entonces bastante marginales como la prostitución.

Sus conductas sexuales evocan más a Henry Miller que a Boccaccio y rompen con la manera tradicional de concebir las relaciones entre las parejas y los sexos. La promiscuidad, directamente proporcional a su hedonismo, no es entre ellos un dato excepcional. No resulta raro que se involucren en juegos grupales que en muchos casos han llegado a perder su connotación de fantasía. Pero aventajan a las generaciones previas: una mayor aceptación de la diversidad y el empleo de la palabra “gay” en lugar de las peyorativas clásicas.

Su lenguaje cotidiano resulta desembozadamente directo con expresiones de violencia que vienen como de una oscura lava interna. El fenómeno coexiste con la omnipresencia de una cultura marginal que se ha venido extendiendo como un derrame de petróleo sobre el agua, y con el empleo festinado de expresiones mondas y lirondas, soeces por añadidura, como lo resume el reguetón. Las malas palabras han perdido en ellos su uso histórico (y efectivo) para convertirse en simples interjecciones o en lexicalizaciones.

A principios del siglo XX, un artista de las vanguardias europeas había escandalizado al público por colocar un mingitorio en una exposición, lo cual significaba, entre otras cosas, conceder valor estético a la excrecencia; más tarde un poeta de origen rumano puso a una joven vestida de blanco a recitar palabras obscenas en una actividad social. Pero estos jóvenes de los 90s han rebasado esas salidas de epatancia: los penes y los testículos vuelan en boca de adolescentes y jóvenes vestidos con su uniforme, todo con un nivel de cotidianidad que espanta hasta a los menos conservadores.

Muchos suelen carecer de proyectos claros y distintivos; muchos comparten solo el de irse del país. Pero antes de tirarles encima cualquier estigma, conviene recordar que así fue en el Mariel y la crisis de los balseros, cuyos promedios de edad andaban más o menos por los 25 y 35 años, respectivamente. A contrapelo de la práctica histórica, para muchos de ellos llegar a ser profesional no constituye ni una ambición ni un objetivo necesario para la movilidad social ascendente, cortoplacismo con el que acaso estén grabando su propio epitafio.

Es obvio que no todos son así, pero en estos casos se está en presencia de una de las paradojas cubanas: opciones de superación que no son aprovechadas porque cuando se miran en el espejo de sus padres, ser arquitectos, o médicos, o licenciados no cubre sus aspiraciones –fuertemente consumistas–, ni menos la reproducción simple, a no ser que se disponga de ingresos complementarios.

Dicho en otras palabras, los jóvenes reflejan un problema estructural y por eso perciben que no tiene mucho sentido quemarse las pestañas durante cinco años cuando un vendedor de carne de puerco del agro disfruta de un estatus económico varias veces superior al de un cirujano sin familia en el exterior o sin misiones en el extranjero. El mundo del cuentapropismo entonces los espera, si es que tienen la voluntad y las posibilidades reales de entrar en él. Los que lo hagan con éxito, ganan –aunque al mismo tiempo pierden.

Pero hay otro rasgo que no enfatizan mucho los estudios sobre la juventud cubana: demasiado a menudo sufren lo que los psicólogos llaman “el síndrome de Peter Pan” –es decir, no querer crecer, no madurar–, algo que podría considerarse una expresión de cinismo mezclada con cierta cuota de oportunismo. Su primera y más urticante manifestación consiste en asumir que sus padres deben mantenerlos hasta el infinito, lo cual en buena ley resulta insostenible material y moralmente en cualquier parte del planeta y los ubica en una posición de vulnerabilidad cuando aquellos desaparezcan de la escena por ley de la vida.

Esa especie de “derecho natural” autodotado se extiende a las muchachas y muchachos que un día ingresan como de golpe al núcleo familiar, pues ya se sabe que en Cuba el problema de la vivienda imposibilita que la mayoría de los hijos emigren del nido donde se criaron.

Los problemas derivados de no contribuir al presupuesto familiar, o de hacerlo por debajo de las necesidades, aparecen entonces como focos de tensiones y conflictos.

Una amiga cuyo sentido común parece haber sido desconectado durante uno de aquellos apagones de los 90, me dijo un día que el hecho podría enfocarse como un fortalecimiento de los nexos entre las generaciones. Entonces no le respondí, pero cuando se fue, me rasqué la cabeza.

Al final, la juventud no está perdida, como sostienen los más viejos (así lo han dicho siempre). Simplemente son distintos y, como en el proverbio, se parecen más a su época que a sus propios padres.

 

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