No se aceptan devoluciones

Los derechos del consumidor tienen mucho camino por delante en Cuba.

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

El mercado supone la elección de la mercancía por parte del cliente, lo cual significa no regresar a casa con lo único que apareció porque no había otro producto disponible. Y es (o debe ser) sinónimo de diversidad en términos de ofertas y precios, de modo que puedan acceder a él –desde su poder específico– tanto los bolsillos flamboyantes como los escuálidos.

Esto sin embargo no ocurre así en Cuba. Los consumidores padecen una enfermedad llamada estreñimiento de opciones, acompañada por precios de venta al público a todas luces desproporcionados considerando realidades como la existencia de un IVA del 240% y el salario medio, hoy de 767 pesos mensuales, equivalente a unos 30 dólares.

Excepto en casos muy puntuales, las mercancías de las tiendas de ropa en pesos convertibles (CUC) le hacen la competencia –y no precisamente desleal– a las del pulguero de San Cristóbal Ecatepec, en México, o al de Le June en Miami, o a los chinos de Madrid, entre otras cosas debido a la baratura de contenedores negociados en lugares como la Zona Libre de Colón por los empresarios oficiales cubanos, cuya cultura de mercado parece estar presidida por una extraña mezcla de oportunidad, indolencia e ignorancia. Aludo, por ejemplo, a jeans que pasan a mejor vida después de escasos lavados. A zapatos cuyas suelas se despegan con el primer aguacero. A paqueticos de ropa interior con los siete días de la semana que quedan al campo con una sumergida en agua con detergente.

 

Uno de los resultados de esta situación es un floreciente mercado negro y la emergencia de boutiques privadas con exclusividades y “artículos de marca” a los que suele acudir el jet set de la hora para compensar los déficits de la oferta oficial cuando no se tiene la opción de viajar o de que se los manden del extranjero. Como se sabe, esas mercancías ingresan al país mediante las “mulas”, los paquetes procedentes de Miami y Europa, los buhoneros de Ecuador, los emprendedores de Panamá y otras fuentes. Y desde luego que no se limitan a ropa, calzado y perfumería, sino también incluyen aparatos de alta tecnología como computadoras, smart phones y televisores LEDs cuyos precios de venta al público –en caso de estar disponibles en las tiendas de recaudación de divisas– triplican, por decir lo menos, a los del exterior.

Resoluciones varias de la Aduana General de la República y del Ministerio de Finanzas y Precios han querido contener el boom de este mercado subterráneo mediante barreras y otras medidas con el objetivo de limitar las importaciones no comerciales de los viajeros, disuadir el envío de paquetes y, en sentido inverso, alentar las remesas. Esta es la raíz del problema, y a la vez de la contradicción. El Estado quiere minimizar/suprimir esa competencia y retener el control, pero la calidad y los precios de las mercancías que oferta tiran la barca, inevitablemente, para la orilla contraria.

El asunto se complica, por otro lado, debido a la acción de elementos en la subjetividad que denotan la insuficiencia de una cultura de derechos del consumidor, capítulo específico de la falta de cultura jurídica y de los derechos individuales de las personas y lastre heredado de épocas previas, en las que “tocaban” ciertas cosas –y punto.

Esos déficits culturales se reproducen horizontalmente incluso en los negocios privados, que exhiben sin el menor recato su autoritarismo, con mayúsculas, en carteles anunciando NO SE ACEPTAN DEVOLUCIONES. El consumidor debe entonces validar esa asimetría como cosa “natural” y por consiguiente perder inexorablemente si al llegar a su domicilio no le satisface el artículo, o si a su pareja o a su hermana no le gustó el color de la prenda, a diferencia de la práctica universal en sentido opuesto, según la cual las devoluciones (o cambios) constituyen un acto de rutina con la presentación de un simple comprobante.

 

Los derechos del consumidor tienen mucho camino por delante en Cuba. Comportamientos como discutir/regatear precios se perciben todavía como manifestaciones de antipatía y pesadez. Y verificar el peso como una movida de tacañería y mal gusto, aun cuando las estafas y robos al cliente sean ese perro que muerde y muerde a diario y no suelta.

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