Nostalgias de bar bohemio

Foto: Getty Images

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En la Cuba de hasta hace dos décadas atrás fue hábito en una buena parte de la población, sobre todo masculina, amanecer el domingo con una elegancia particular y dirigirse al bar más cercano. No era esto un gesto de vicio sino un acto espiritual, pues en estos sitios se llegaba siempre a alternar opiniones, encontrar amigos o simplemente a hacer vida social. En la barra se dirimía desde la política del país hasta el más simple hecho vecinal, pasando por el último estreno cinematográfico o las estrellas del béisbol.

Pero ha sido también el bar un lugar cultural. No olvidemos que la trova cubana, tan representativa de nuestra sensibilidad, emergió de estos sitios, desde allí el bolero cruzó “otros mares de locura” y quizás algunas de las principales composiciones musicales de nuestra tradición trovadoresca hayan surgido entre tragos del mejor o del peor ron.

Ese bar callejero era el lugar para el hombre de a pie, el del trago barato para el jubilado o para el joven de salario bajo; el asueto del trabajador, la cita para la amistad, y también, ¿por qué no?, el refugio para olvidar las penas de un amor ido o traicionado. Entre bruma y alcohol volvería siempre su recuerdo, machacado insistentemente por el viejo traganíquel: Rolando La Serie, Daniel Santos, Panchito Riset, Lucho Gatica, Elena Burke, Vicentico Valdés… y hasta el mismísimo Barbarito Diez, entre otros tantos, eran habituales en la discografía requerida de estas victrolas “que dicen tantas cosas”.

Entre espumas, La copa rota, Humo y espuma, Amigo de qué… son solo algunos de los títulos emblemáticos de una lista interminable de composiciones aptas para bares y cantinas que se entrañaron en el sentimiento.

El café Vista Alegre, en Belascoaín esquina a San Lázaro en la capital—donde no faltaba el trago—, era un establecimiento frecuentado por trovadores e intérpretes musicales durante las primeras décadas del siglo XX. Refiere Eduardo Robreño en sus Esquinas de La Habana, que Antonio María Romeu, el llamado Mago de las Teclas, era visita diaria del lugar y que allí tenían su cuartel general Graciano Gómez, Manuel Luna, el tresero Isaac Oviedo y otros trovadores de la época, entre ellos Sindo Garay y su hijo Guarionex. En la barra de Los Parados, situado en Neptuno, casi llegando a Prado, se quedaba Benny Moré para “olvidarse del mundo, del tiempo y de todo”, mientras esperaban por él en casinos y clubes más elegantes.

Santiago de Cuba, plaza ronera por excelencia, pero también cuna de la trova y reservorio de la música tradicional cubana, guarda en su memoria sitios donde el expendio de bebidas era amenizado con canciones. El Lirio Blanco, de Paquito Portela, en San Agustín y Heredia; el de Benito Limonta, en Rey Pelayo; El Gallito, en Carnicería y Callejón del Carmen; y el café Bélgica, en Santo Tomás y Trocha.

En Camagüey fueron muy concurridos el bar San José, el Correos, El Jerezano y Los Jilgueros; y en la colonial Trinidad abría temprano los bares La Candelaria y Las Tres Banderas, este último con la curiosa peculiaridad de estar situado precisamente en la calle Desengaño (un guiño que pareció siempre puro pasto de boleros).

Toda ciudad, pueblo o pequeño núcleo urbano, incluso bodegas en caminos rurales, solían tener en algún rincón al menos un juglar, que con una desvencijada guitarra desgarraba sus penas de amor.

Se recuerda en Santa Clara a Panchito del Real, El Pamperito, y al Chino con su Tres descargando de bar en bar; a Martha Estrada inspirada tras un vaso, a Gustavo Rodríguez dejando tras de sí un “cementerio de novias”, a Nelson Hernández tratando de complicar y explicar sus armonías y a la malograda compositora y poetisa Mercedes López (autora de Réquiem por un adiós, grabada por Pablo Milanés) declamando sus versos.

Aquel acervo encontró continuidad, de alguna manera, en el centro cultural El Mejunje, con su bar Tacones Lejanos, donde todavía se apuesta por conservar esa fraternidad alejada de la pompa kitsch tan en boga, del brillo fatuo.

La joven trova santaclareña, agrupada bajo el contagioso nombre de La Trovuntivitis, surgió un jueves —y ha seguido reuniéndose siempre este día— junto a la barra mejunjera. Ya en aquellos días fundacionales Roly Berrío, uno de sus máximos representantes, se apareció con estos rotundos versos: “Y los jueves, es el río el bar donde animales beben”, haciendo alusión al imprescindible ron, bautizado como Matapájaros, que allí se vende desde las cinco de la tarde hasta altas horas de la madrugada.

Diego Gutiérrez, otro de los fundadores, compuso un tango titulado Este sitio, inspirado en la vieja victrola Butlizer que preside una esquina del bodegón del Mejunje, y más tarde En este bar, dedicada al lugar, que “es la consagración”, según dice en su apasionado texto. Recientemente, Alain Garrido, trajo a la luz el tema Salud, texto en el que las alusiones son obvias.

Qué linda es mi tierra

cuán bello este cielo,

mejor se ve todo

al salir del bar.

Hay muertes gloriosas

sobre toda cosa

después de brindar.

Lamentablemente el bar popular ha ido despareciendo tras nuevas formas que toma el acto de socializar bebiendo, y quizás con su pérdida se esté yendo toda una tradición. Proliferan ahora también bebederas improvisadas en parques, muros y orillas, generadores de indisciplinas y actitudes irrespetuosas, sin la ética cívica del bebedor, esa que “solo se aprende en la barra, en la cantina, copa tras copa, bajo un fondo musical”.

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