Prórroga

Pasaporte cubano. Foto: Pablo Eppelin.

Pasaporte cubano. Foto: Pablo Eppelin.

Llevaba meses preparando el viaje, el gran salto que supone cruzar el Atlántico en dirección contraria a la rotación del planeta. Un salto para reencontrarme con el pasado en algún momento del futuro. Para volver a Cuba.

El domingo 29 de enero debía volar a La Habana por Air Europa pero no pudo ser. Amnésico, cometí el más estúpido de los errores, un olvido imperdonable por el que tendría que pagar con creces.

Ya estaba en el Aeropuerto Prat de Barcelona con todo mi equipaje a cuestas. Aparte de la maleta de 23 kilogramos de bodega y los otros 10 transportables en la cabina, había abonado con mucha antelación los dos fardos extras que llevaría conmigo, una decisión que me permitiría un ahorro sustancial de dinero pues pagarlos justo antes de embarcar suponía un incremento casi del doble del costo de hacerlo por vía telemática.

Era mi primer regreso a la Isla. Tras catorce meses fuera y como residente permanente en España quería aprovechar para cargar con todo lo que estuviese a mi alcance. Me veía, imagino, como Santa Claus, con las mejillas coloradas y la barba agreste, ahora grisácea, con los bultos a la espalda.

“Estamos en Cuba”

La chica de la compañía aérea fue deferente pero precavida. Tomó mi pasaporte, y antes de chequear mis boletos de ida y vuelta fue a consultar a un supervisor. A su regreso, con toda la pena del mundo, me dijo que no podía abordar el avión.

Al instante se activaron mis alarmas, mi paranoia. La explicación, sin embargo, era sencilla. Había olvidado, en medio de los avatares para reunir el dinero y hacer las compras de rigor, comprobar el estado de mi pasaporte cubano. Me había saltado, para mi desgracia, amortizar el tributo debido y ahora debía pagar.

Asimilé la noticia. No caí en pánico ni me deprimí. No porque fuera de piedra o no lamentara mi olvido, sino porque no había mucho que hacer. O sí.

Era domingo al mediodía y, por tanto, estaba condenado. Ese día el consulado cubano no abre así que debía remar a contracorriente.

Me fui a ver al representante de la aerolínea para cambiar mis boletos por otros que suponía más caros. Con un gesto cómplice el chico de uniforme, sin que mediara mi pregunta, quizás muy solidario con los cubanos olvidadizos, me dijo que la opción más barata aún disponible era volar el jueves.

Me recordó, gentil, que el consulado cubano no abría los miércoles, e incluso me recomendó hacer la gestión al día siguiente. Ante tanta amabilidad no tuve más que hacer que pagar el sobrecosto del pasaje, darle mil gracias y marcharme de vuelta a casa. A mi casa española.

Ya allí, abro internet en el móvil y consulto los horarios, las tasas y los trámites. Parece sencillo. Con 90 euros resuelvo.

El lunes me levanto bien temprano. La costumbre de madrugar cuando debo enfrentar una gestión burocrática no la he perdido. Después de una hora en el tren me bajo en la estación del Paseo de Gracia, en Barcelona.

El consulado queda a unas pocas manzanas. Llegar a pie es cuestión de cinco minutos caminando. Afuera esperan tres cubanas avispadas. Las delatan, más que el acento inaudible por el tráfico o contaminado por los años de estancia, el lenguaje corporal, la pantomima paciente y cómica de la espera.

Abren antes. El portero, catalán y feliz, nos cede el paso y orienta. Demoro poco en llegar frente al funcionario consular en el mostrador. Atento y eficiente, me dice que no son necesarias las fotos que llevé y me entrega un pequeño volante con los datos de la sucursal del Banco Santander donde debo depositar el dinero y recibir el resguardo que es obligatorio presentar luego en el consulado. “Está muy cerca de aquí”, me alienta.

Llego al lugar, en plena Rambla de Cataluña, pero no es ahí. El servicio ahora lo prestan en la misma calle y entidad bancaria pero tres cuadras más abajo. Sigo, sin apuro. En cuanto llego al otro banco una señorita muy agradable y profesional me informa que debo abonar la tasa directo en el cajero electrónico, un artefacto voluminoso y de aspecto intimidante dispuesto a tragarse mi dinero sin darme a cambio el recibo necesario. La chica se da cuenta de mi resquemor y acude rauda en mi auxilio. Ni siquiera debo repetirle el número de cuenta. A la primera, de memoria, lo introduce en el ordenador.

No salgo de mi asombro pero ella, que lee el pensamiento, se excusa elegante: “Es que lo hago todo el día: ayudar a los cubanos a pagar sus cuentas”. Sonríe. Sonrío. Agradezco. Regreso al consulado y no debo esperar ni hacer la cola de nuevo. Pongo el pasaporte sobre el mostrador y otro funcionario lo recoge. Cinco minutos después me llaman por mi nombre y apellidos. Comprueban mi identidad en el documento. Me lo devuelven, otra vez gentiles. Me desean buen viaje.

Abro el pasaporte y el único cambio es que ahora una pegatina rosa, acuñada con furia y firmada a mano, prorroga mi derecho a ser y vivir en Cuba. Aún no son aún las 10 de la mañana. Compro un café con leche. Soy muy feliz.

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