Salsita y la justicia de Romero

Foto: lively.life

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Bien recuerdo cuando Jordán la encontró en la calle. Quizá fui el segundo en verle los ojos negros a la cachorra. Era tan mínima que parecía una guasasa, y así le pusimos: Guasasita.

En un impulso de piedad habíamos sacado de la calle una perrita sin futuro, con la barriga hinchada de parásitos. Tenía un brillo raro en la mirada que inspiraba lástima y ternura.

En el fondo de un jarro de aluminio había quedado un sorbo de leche del desayuno. En la tapa de un pomo de boca ancha se la eché con las natas que dejó mi hermano, siempre fino para comer. Jordán, mi primo, se reía exorbitante por la alegría que gritaba el rabo de Guasasita y el ímpetu que le ponía al acto simple de alimentarse. Por lo visto habían pasado días sin que comiera nada.

Entonces la pregunta era “¿Qué hacemos con este bichito?” Los noventa no fueron años dadivosos, había poco para los humanos, ¿qué quedaría para los perros?

Bien recuerdo que aquel día estaban estrenando en la televisión cubana Los 101 dálmatas, y la cachorrita era pinta blanquinegra. Desde la sala, sin dejar de mirar la escena donde salen todos los perros de un camión, gritó el abuelo, que rara vez veía dibujos animados: “Déjenmela en el balcón que mañana me la llevo pa´ la vega. Ahí por lo menos comerá boniato”.

Ya tenía comida y vivienda garantizadas. Jordán respiró profundo, le pasó la mano por las orejitas y me dijo: “Vamos mañana a ver cómo se acostumbra al campo”.

***

Así llegó Guasasita a El Miedo. Cholo se las arregló para que Titico y Nerón la aceptaran en el rancho. Aunque eran perros temerarios y maduros ya, la adoptaron como parte de la famila.

Fue creciendo rápidamente, más en madurez que en tamaño. Mi abuelo decía que la perrita era “picantica” para el ganado y la caza de jutías y jicoteas, así se ganó el apodo de Salsita.

En las noches la amarraban. Tomó por costumbre “cuevear” sola en los humedales durante la época donde salen las jicoteas a poner sus huevos. Las marcaba y las viraba bocarriba. Cuenta Cholo que en una sola madrugada viró siete hembras y un “Jalisco” enorme, (así le decían al macho). La faena de Salsita apenas dejaba dormir.

Tuvo varios momentos memorables. Hubo una tarde que estando atada al pie del aromo ladraba con impertinencia. Pipa siempre decía que ella lo hacía distinto a cualquier otro perro. Era un “Jai”, decía, que significaba: “Háganme caso que yo no ladro por gusto, atiéndanme que algo está pasando…

Entonces el viejo la zafa y ella corre hasta el interior del rancho y le muerde la cola a un majá Santa María de unos 4 metros debajo de la cama de Cholo. Caro agarra entonces el machete y le arranca la cabeza al reptil. Parecía mentira que los demás perros no hubieran sentido su presencia.

Cholo acostumbraba a llevársela a pescar. Una vez entró en un ataque de nervios, y aunque la picada de tilapias y sofices estaba muy buena, Cholo interrumpió la pesca para ver qué pasaba.

“¿Salsita, qué tú tienes, a ver? ¡Contra, que me tienes sordo, perra!” Cholo hablaba en serio con los animales.

“¡Ah cará…! ¡Qué buena tú eres, chica! A la verdad que hay que hacerte caso, viejita”, le dijo varios minutos después de percatarse de que estaba pescando a pocos metros de una caimana anidada. Quizá lejos del nido no hubiese sido tan peligrosa.

El viejo campesino contaba que ese día había vuelto a nacer. Siempre hacía la historia cerca de ella, y le dejaba caer la mano sobre la cabeza en gesto de gratitud. Cholo compartió muchas veces su propia comida con Salsita. A esa porción no le echaba picante.

A Romero lo salvó más de una vez del ataque de una res furiosa. Al mismo Romero, su ejecutor.

Romero era un hombre muy recto. Una bella persona hasta que se le cruzaban un par de cables sueltos que tenía en la cabeza. Mientras no se enfurecía era un bonachón. Conmigo era de oro, siempre tenía consejos y buenas intenciones.

En los últimos meses su mejor gallina salía cacareando y nunca le encontró el nido, nunca, hasta un día.

***

Bien recuerdo. Una noche a la luz de la fogata cuando Romero se había dispuesto a dormir, mi abuelo me contó que en su juventud había formado parte de los tiradores de un paredón de fusilamiento, ajusticiando pecadores a balazos.

Mi abuelo, que siempre le ponía un poquito de más a sus historias, decía que el condenado siempre debía morir de un solo tiro y cuando llegaban los rifleros ya las armas estaban cargadas, pero solo una tenía el plomo matador.

Cuestión de azar, para cada tirador era obligatorio apuntar al corazón. Ninguno sabría si podía contar al derribado entre sus muertos.

Aquello me había dejado pensando. Si malo es matar, qué tal sería esa incertidumbre.

Sesenta años después, la personalidad de Romero se filtraría por las escenas sangrientas de aquel tiempo.

salsita

***

El último día que la gallina salió cacareando revisó un cayo de marabú de punta a cabo hasta que dio con el nido.

Pero lo primero que vio no fueron los huevos, sino a Salsita dándose un banquete con ellos.

Decepción. Tan buena que era la perrita y resultó huevera. Era ella la causa de que hubiesen disminuido los pollos en la vega los últimos tres años.

En el acto cogió una pigüelita (un pedazo de soga fina), hizo un lazo alrededor del cuello del animalito y lo colgó justo encima del nido, como un fatídico recordatorio. Fue su manera urgente de purgar las acciones de Salsita.

Al parecer esperó que muriera, que parara de temblar y sacudirse. Llegó al rancho hablando solo: “Perra huevera aunque le quemen el hocico… me casuo este en todos los santos cará…”, y con mal genio tiró el cinturón con machete y funda al suelo.

“¿Qué pasó, Romero?, dijo mi abuelo. “Nada. Que tuve que ahorcar la perra, Carucho. Me la encontré comiéndose…”, respondió.

Fue el único día que en mi presencia mi abuelo ofendía con la mirada a su amigo de toda la vida.

Fueron corriendo él y Cholo hasta el cayo de marabú con la esperanza de salvarla. Era tarde.

La perra yacía muerta debajo del aromo. Casualmente Jordán y yo pescábamos unas biajacas para llevar a la casa. Mi madre todavía se pregunta por qué los pescados de aquel día tenían tanta tierra. Ambos soltamos los ensartes y corrimos hasta el cadáver. Lloramos, sin entender nada.

Romero ante la tristeza colectiva ensilló su caballo y partió al pueblo, en silencio. Nadie se atrevió a decirle nada.

A Salsita había que darle un entierro digno. Buscamos flores silvestres y abrimos una fosa pequeña en el mismo lugar donde acostumbraba a dormir las siestas. Jordán encontró dos pedazos de madera vieja e hizo una cruz con unos clavos que encontró entre las cenizas del fogón de leña. Luego, como si fuese una despedida de duelo, cada uno evocó sus mejores momentos. Qué animalito para ser fiel y bueno…

Una noche, en medio de un frío terrible, Romero llamó a su amigo Caro y le preguntó si en verdad ellos no habían salvado la vida de la perra. Le aseguró que la escuchaba a lo lejos, sin saber si era pesadilla o realidad: “Jai Jai Jai”.

Fue su última noche en el rancho, decidió nunca más pernoctar allí.

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