Ser oriental o De dónde serán…

Santiago de Cuba. Foto: Kaloian

Santiago de Cuba. Foto: Kaloian

Siempre pienso que no, que no va a suceder; pero siempre salta. Siempre me sale al camino…

Mis pasos sentían el extraño contacto con los adoquines de madera. Entre dos palmas y el cielo, la estatua de Carlos Manuel de Céspedes. Apuraba mi cámara para aprehender, en las fuentes de la Plaza de Armas, aquel instante que detuvo Dulce María Loynaz: “En el parquecillo urbano / la pobre agua está triste / y yo le paso la mano”.

Intercambiaba con un amigo cuando se me acercó el vendedor. ¿De dónde eres?, me preguntó. “De Santiago de Cuba”, contesté sin vacilar. “¡Aaah… yo pensé que eras de otro lugar. Ustedes los palestinos… siempre invadiendo La Habana!”. Y sus brazos danzaron en el aire.

Por eso digo que es saltarín, el prejuicio. Se retuerce y me alcanza. Puede aparecer en las situaciones más insospechadas, en los sitios menos imaginados. Agazapado, invisible, innombrado; pero ahí está.

Las discriminaciones muerden como perros rabiosos. No es la primera vez que lo digo, pero no encuentro resonancia. Unos, tristemente, parecen haberlo aceptado. Otros, se han cansado. Hay en algunos un racismo cultural, una velada xenofobia, una reticencia, como si los orientales no fueran parte del entramado de la nación.

El término “palestino” es doblemente ignominioso: porque etiqueta a una parte de sus ciudadanos, porque toma como objeto de mofa a una nacionalidad, que por su lucha es digna de admiración. Su nacimiento fue infeliz. Su reiteración es un tósigo.

Una palabra no es solo una palabra: envuelve un pensamiento y arrastra consigo sus luces, sus agravios.

La burla suele restallar sobre la espalda de los orientales. El chiste fácil, burdo. Es el pozo sin fondo al que han acudido programas humorísticos, dramatizados, puestas teatrales… cuando falta imaginación estética y altura ética.

De ningún modo podrá endilgárseles a los medios masivos de difusión un asunto tan complejo, que pasa por aristas socioculturales, económicas, históricas y de otra índole. Sin embargo, su asimilación acrítica y su reiteración, lo ha expandido, lo ha fijado, le ha agregado nuevos matices. Casi lo ha legitimado.

En las capitales suelen reunirse privilegios y espacios que faltan en el resto de los territorios de un país. En La Habana, pese a todos los esfuerzos, también sucede. No es ningún secreto: el desplazamiento interno se presenta como un camino posible.

El oriental per se es el emigrado hacia el Occidente del país. Su imagen mediática, construida desde la hegemonía, se repite hasta el cansancio. Lo configura y lo desfigura. Aparece el qué y no el por qué. Mucho folclor y poco análisis. No avanza con el resto de las transformaciones. Y los que construyen, sueñan, sufren en su tierra, (salvo algunos reportes periodísticos) suelen ser ignorados, como si les faltara color.

Los verticalismos han hecho mucho daño. Los silencios carcomen. Cuando se toma a La Habana, no como la cabeza del país, sino como el país; cuando los modelos de representación son deficitarios o excluyentes, lo diferente empieza a tornarse en lo inferior. El imaginario se llena de arquetipos. Lo construido suplanta a lo vivo. Y, naturalmente, el marabú espiritual halla terreno fértil.

Recuerdo a Alicia Alonso, conmovida, bailando con las manos, mientras la distinguían en Santiago de Cuba. “Es un honor, un alto honor… estar en esta tierra plantada de héroes”, declaró cerca de la estatua ecuestre de Maceo.

¿Y Miguel Matamoros con su Son de la Loma, cantado en el llano? ¿Y Cándido Fabré, orgulloso de su sombrero de yarey, su Sierra Maestra, su glorieta manzanillera…?

No se es mejor o peor persona, no se es mejor o peor cubano, por haber nacido o por vivir en una u otra parte. Puede ser una verdad de Perogrullo, pero con demasiado frecuencia ciertos cubanos parecen olvidarla.

La patria asoma primero por ese pedazo de tierra bajo el sol que nos resulta más cercano y, en consecuencia, más entrañable. La pequeña patria presupone la patria grande. La patria es latido, antes que geografía. Nadie puede adjudicarse su monopolio.

Abrir los ojos ante la Giraldilla o junto a las montañas, forma parte de la pluralidad de un mismo pueblo. Benditas sean las diversidades.

Ojalá, cuando aquel vendedor de la Plaza de Armas visite Santiago de Cuba, yo pueda encontrarlo. Entonces, con mucho gusto, le indicaría donde está la calle Enramadas, lo acompañaría a honrar la tumba de Martí, lo invitaría a probar la carne aromática de un mango del Caney. Porque es su derecho, es su honor, es cubano.

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