El mecánico de la Vieja Singer

A Olivares no le gusta coser. Lo que le gusta es arreglar los equipos y probarlos para demostrarles a los clientes que su trabajo es estelar. 

Olivares en acción. Foto: Jorge Ricardo.

La Vieja Singer es, probablemente, el artefacto más valioso que hay en mi casa. Su valor no solo radica en el aspecto funcional; para nosotros también la envuelve una suerte de patrimonio inmaterial por la cantidad de historias que han surgido de ella. No recuerdo bien cuándo fue que mi mamá me enseñó a coser a máquina; lo que no se me borra de la memoria es la cantidad de veces que se ha roto y me ha dejado una pieza a medias. 

En la Vieja Singer he hecho agarraderas y pañitos de cocina para regalar por fin de año. Las agarraderas que yo hago le encantan a la gente, pero como no soy tan buena cosiendo, se me parten las agujas. Durante la pandemia hice nasobucos por cantidades industriales para regalar al consultorio de la familia. También hice gorros para los médicos y baberos y pañales para mi niño que estaba por nacer. He cosido vestidos, sayas y blusas que me han quedado tan chapuceros que solo yo puedo ponérmelos. En mi máquina he arreglado pantalones y chores de los vecinos, ajustadores y hasta restauré unas extensiones de pelo una vez. He hecho delantales, fundas, cortinas, cojines y cuanta cosa pueda inventarse con telas recicladas. 

La Vieja Singer ha visto nacer a mis hijos y ha resistido los embates de sus manitos exploradoras. Aunque el mueble de madera está hecho talco, el mecanismo “es eterno” como dice la gente que tiene otra Singer en su casa. 

Yo coso de todo, mal y pronto, pero con cariño; lo que no he sabido hacer nunca es calibrarla cuando se vuelve loca. Solo una vez logré arreglarla luego de que un mecánico la dejara peor de lo que la encontró. Por suerte para mí, mi madre y mis vecinos, tenemos a Olivares. 

La Vieja Singer, mi hijo y yo embarazada, haciendo nasobucos durante la pandemia. Foto: Jorge Ricardo.

Cuando Olivares pasó el Servicio Militar, por el año 1970, fue al Ministerio del Trabajo y le hicieron dos propuestas. A su amigo Carballeda le dijeron: “Pa’ ti lo que hay es cazar cocodrilos o plomería”. Y a él le propusieron un curso en el Ministerio del Azúcar o un plan especial. No recuerda bien lo que eligió Carballeda, pero él se fue por el plan especial que en realidad era un trabajo en la fábrica de calzado de plástico.  

A los 20 años entró a trabajar en el Departamento de Mezcla y Granulado. Allí pasó dieciséis años, hasta que le dieron a elegir entre quedarse ahí de jefe de brigada o irse a aprender a arreglar máquinas en El Cotorro, en la Conrado Piña, a lo que le dicen La Gomera. La decisión que tomó fue la mejor y lleva cincuenta años arreglando máquinas de coser. Tuvo la suerte de tener buenos maestros como Monguito, que según él era un filtro. 

Olivares trabaja en un taller de confecciones en El Cerro donde hacen batas sanitarias, uniformes de laboratorio y todo tipo de piezas para servicios médicos. Él es uno de los tantos héroes anónimos. 

Tiene 74 años y estaba loco por retirarse, pero lo convencieron para que se quedara un tiempo más. En sus ratos libres trabaja itinerante arreglando las máquinas de las costureras de barrio, o a los sastres de élite. Anda en bicicleta por toda La Habana con su caja de herramientas en la parrilla. 

A él no le gusta coser. Lo que le gusta es arreglar los equipos y probarlos para demostrarles a los clientes que su trabajo es estelar. 

Arreglar una máquina tan vieja necesita precisión y fuerza. Foto: Jorge Ricardo.

Olivares lo mismo le mete a una Singer cachicambiada como la mía, que a una Alfa, que a una Weasy. Él se entiende con las viejas y con las de última generación. “Yo te arreglo la que sea. El que es mecánico de verdad, tiene que meterle caña a cualquiera”. Él sabe arreglar las máquinas para hacer guayaberas, que tienen diez agujas y diez conos de hilo. También arregla las que hacen los ojales, que se rompen cantidad, por eso no lo quieren soltar en la empresa.  

Poco a poco se ha ido haciendo de las herramientas, con sacrificio y viéndolo como una inversión a futuro. A Olivares le gusta que lo llamen por el apellido, como buen hombre de negocios. Y cuando le pregunto si hay muchos mecánicos en La Habana, me dice que no son tantos, por eso él tiene tanta clientela. Me dice que tenga cuidado, que a esos que andan por la calle hay que cogerles miedo. Que él sí estudió y lleva cincuenta años en esto, doblando el lomo y quemándose las pestañas. 

Ya tiene clientes fijos que lo llaman y lo persiguen porque solo él entiende sus máquinas. A nosotros llegó por recomendación de la vecina de los bajos, y quedamos prendados por su eficiencia y su gran talento para la conversación. Sí, porque si fuera buen mecánico y no nos contara su vida en lo que limpia muellecitos y tornillos a nosotros no nos cuadraría tanto. Si no fuera buena gente y locuaz y no nos hablara de lo que ha vivido, de cómo piensa, ¿cómo acompañaríamos el café mezclado? 

Cada pieza, por pequeña que sea, es importante para él. Foto: Jorge Ricardo.

Olivares tiene un hijo, pero a él no le interesa el trabajo de mecánico. “Si no te gusta esto estás jodío, porque hay que tener mucha paciencia”. Y lo de la paciencia no es mentira, porque Olivares llegó a la casa a las 3:30 de la tarde y se fue a las 8 de la noche. No sé bien si fue porque hablamos mucho, pero es cierto que desarmó hasta las piezas más pequeñas. Engrasó y limpió con dulzura cada pedacito de la Vieja Singer. Tocaba las piezas como si fueran de cristal y no de metal. Se entregó al ejercicio de desarmar y armar, con el cuidado y la elegancia de un cirujano cardiovascular. Mi mamá siempre me dice que el corazón de la máquina es la bobina, pero Olivares trató cada elemento como si fuera un corazón más.  

“¡A mí me encanta la pincha esta!”, me dice de vez en cuando, como para que yo no tenga pena por todo el churre que le está quitando a mi máquina. 

Gracias a la vida por ponernos a Olivares en el camino. Foto: Jorge Ricardo.

Antes de irse de la casa, ya de noche, Olivares agarra su bicicleta y se le ve feliz, orgulloso de haber arreglado otra máquina. Se despide agradecido, me mira con donaire y me dice: “Si es verdad que existe la reencarnación, me muero, vuelvo a nacer y vuelvo a coger lo mismo”.

 

 

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