Los mitos de la homofobia

Selección de la serie Geografía íntima / Foto: Yuris Nórido

Selección de la serie Geografía íntima / Foto: Yuris Nórido

Mi novio, más valiente que yo, toma mi mano en la calle. Pero yo, más aprensivo que él, lo rechazo con cautela. Me justifico en vano en las miradas públicas, en la aparente necesidad de evitar el escarnio social. En ese acto común de desamor, yo mismo me convierto en victimario homofóbico. Al optar por mantener ciertas apariencias, dando por sentado que la exhibición pública de los amantes homosexuales resulta incorrecta, inmoral, dañina o que anima conductas sexuales impropias, yo también contribuyo a la pervivencia del más difundido mito de la homofobia.

Ahora mismo, la mayoría abrumadora de las personas aseguran que “no tienen nada contra los homosexuales”, que “no son homofóbicos”, que, en fin, “no les importa lo que cada quien haga con su cuerpo”. Sin embargo, detrás del discurso más superficial y hasta en la propia superficie, esa inmensa mayoría también defiende a capa y espada que las parejas gays y lesbianas deben limitarse a vivir su sexualidad en las cuatro paredes de su cuarto (si lo tuvieren). Que no deben estar por ahí, en las calles y en los parques, demostrando su orientación, confundiendo a los niños. Claro que sí: las parejas heterosexuales tienen la anuencia de la crítica social para caminar de la mano, para besarse leve o apasionadamente y aun escandalosamente. En todas partes.

De esa manera, el análisis del mito “los homosexuales existen pero no deben manifestarse en público” derrumba el espíritu de tolerancia tan falsamente enarbolado a veces. El prejuicio latente en esa limitación implica que la homosexualidad se trata de una práctica anormal, fuera de lo común, contra natura y, como tal, limitada a los ámbitos más privados de expresión.

Y ese mito entronca con la famosa pregunta: ¿debemos hacer constar —o no— que somos personas homosexuales? La más común de las respuestas indica que no, que no hace falta, que hasta resulta fuera de lugar indicar ese detalle, que a nadie le interesa ni debería interesarle. Los heterosexuales, por ejemplo, no andan por ahí diciendo que son heterosexuales. Claro que no. Pero hablan sin tapujos de las esposas o los esposos, de los hijos, de la vida doméstica necesariamente heterosexual. Y con tranquilidad sostienen la mano del otro o de la otra, y acarician, y besan a su amante si les viene en gana. Sucede que la norma social es la heterosexualidad. Y la norma generalmente no necesita defensa.

En cambio, las personas homosexuales evitan el tema, evaden las circunstancias, hablan de supuestos tíos o falsas primas. ¿Por qué —dígame alguien— decenas de personas no heterosexuales entrevistadas por Amaury Pérez Vidal en su programa Con dos que se quieran han evitado reconocer que son gays o lesbianas, que viven con su pareja, que aman a su pareja? ¿Y por qué entrevistador y entrevistados heterosexuales han cedido casi siempre a conversar sin reservas de sus parejas y de su vida privada?

Si algunos artistas e intelectuales, hombres o mujeres, hubieran cedido a declarar su orientación, si hubieran espetado sin tapujos “Mi novio…”  o “Mi marido…” o “Fulanita de tal, mi pareja…” hubiéramos comenzado a recorrer el largo camino hacia la valoración desprejuiciada de las distintas opciones sexuales. Y excúseme, por favor, quien enarbole el derecho a la vida privada de las personas públicas. Yo prefiero aquella máxima tan certera de las feministas norteamericanas de los años ’60: lo privado es político.

Por otro lado, algunos homófobos más furibundos están alarmados por lo que ellos mismos llaman “el auge actual de la homosexualidad”. “Antes estaba prohibido y ahora parece que quieren que todo el mundo sea maricón”, dicen algunos. “Están enseñando a los niños desde que nacen”, aseguran también. Pero sépase de una vez: nadie aprende a ser gay o lesbiana. Es definitivo: nadie podría enseñar su orientación mediante ningún artilugio didáctico, y nadie podría aprender. A la inversa de esta lógica sin lógica, ¿quién aprendió la heterosexualidad? ¿Acaso nosotros no debíamos “aprender” el deseo por los opuestos, en medio de una sociedad machista y heteronormativa?

Mitos aparte, o por culpa de los mitos, hoy la mayoría de las personas homosexuales —al contrario de los heterosexuales— nos limitamos a expresar nuestro amor en los ámbitos públicos. Y no podemos acceder al matrimonio igualitario ni a la adopción. Y no tenemos derecho a la herencia, como tendría cualquiera de las partes en un matrimonio heterosexual. Y por cuenta también a los mitos de la homofobia trastrocada en transfobia las personas transexuales todavía no pueden lucir una identidad legal coherente con su identidad real, como el resto de los mortales.

Pero, aun así, una inmensa mayoría de la gente cree que las personas homosexuales y transexuales y travestis tenemos más de lo que nos “tocaba”, que “hasta cuándo el cine y la televisión nos dedicarán tanta atención”, que basta ya de “tanto interés en la enseñanza del homosexualismo”. Hasta que alcancemos igualdad de derechos. Hasta que un día yo, u otro joven cualquiera, sostenga la mano de su novio en plena calle, sin temor a las burlas o a la violencia. Hasta que un día, en el banco visible de cualquier parque, dos mujeres lesbianas puedan besarse sin escándalo.

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