Todas las muertes de Javier

El 25 de marzo de 1985 Juan Arnaldo Lorenzo golpearía a Antonia Olivera como de costumbre.

El pretexto debía contener la irrelevancia suficiente para que la zurra se sintiera: la cena tardía, aquella camisa extraviada del armario. Lo habitual. El alcohol en sangre subvierte los órdenes, le otorga propiedades a cualquier simpleza. Es un estado que trasciende la conciencia: no la anula, sino que la supera, la enriquece. Juan golpearía a Antonia frente a sus hijos con la naturalidad de siempre. Aunque todos terminasen exhaustos, solo él experimentaría una sensación de bienestar.

Magullaría primero su mandíbula –la trayectoria en picada del puño hasta la estatura de Antonia lo haría entrar en calor–, luego la echaría al suelo para molerle las vértebras a patadas o bien pudiera empotrarle la cabeza a la meseta. Dejarlo a la espontaneidad estaría bien. Pero toda coreografía responde a un ritmo, a una música. El estruendo seco no da gusto. La palabra hace la diferencia entre un estómago y un saco de arena. Hay que narrar en tiempo real, segregar el placer en el insulto. La violencia es un asunto de prosodia. Él lo sabía sin saberlo.

El 25 de marzo de 1985 Javier, el menor de los hijos, se desnudaba para el baño que nunca ocurrió. El forcejeo armaba una gran araña de extremidades humanas. La tarántula que se movió por toda la cocina hasta que alguna prolongación de Antonia alcanzó la cafetera caliente. Tuvo chance de lanzarla contra la cara de su esposo. Tuvo chance de enroscar al muchacho en una toalla y agarrar del brazo al grande. Corrieron mucho. Detuvieron los cuerpos en la terminal de ómnibus interprovinciales, pero algo en la vida de los tres no se detuvo más. Javier Lorenzo Olivera aún corre.

-Una patrulla nos llevó desde Santa Clara hasta Aguada de Pasajeros, en la provincia de Cienfuegos. Mi madre era de allí. Ese día no se me olvida nunca.

Antonia había entrado en la misma frecuencia que su esposo. Experimentó, por fin, el extraño bienestar de soltar el puño, o tensarlo. Pero saldar una deuda solo la condujo hasta nuevos costos. Bienes mancomunados e indivisibles: dos hijos y el odio.

El patrimonio en común terminó regresando a la casa de Santa Clara, con el padre. Los muchachos la visitaban con frecuencia. Al odio lo fue ahogando el tiempo, la vejez, la muerte, y el regreso de esta.

***

A los quince se tienen muy pocas certezas. Javier tenía una: le gustaban los muchachos. Algo en el dibujo de su rostro remitía a un animal doméstico. Su barba no sombreaba con fuerzas el mármol de la mandíbula, o más bien la carne esponjosa que no llegó a mármol. No hubo signos de acné o verrugas o asimetrías o remolinos traviesos que arruinaran la curvatura de sus cejas. Sobre los labios de Javier podía adormecerse el lápiz de Lancôme, el rojo selva de la M.A.C. La boca entreabierta de Javier disparaba, desde una valla publicitaria, cualquier línea de labial. El pelo caía como un despeñadero sobre la piedra pulida de la espalda. Era bello, pero no como niña, sino como ente inasible. Un Vitrubio frágil. Un héroe latino perfumado de lavanda, sospechosamente.

Para 1991 se desplomaban las utopías. Cuba ayunaba por penitencia más que por voluntad, como el reo que no asume culpa ni expiación. En ese mismo tiempo el gobierno de Santa Clara tendía su mano generosa a los travestis, homosexuales y enfermos de SIDA que merodeaban las galerías del centro cultural El Mejunje. Toda nación merece a sus héroes, más aún a sus marginados. En medio del letargo noventero, Cuba toleraba por igual hambre y “desviaciones”. No podían permitirse una pérdida más.

En ese año Rosa Fornés giraba por la isla con Vedettísima, la puesta que incluía en un solo espectáculo toda la lentejuela universal. En las butacas del teatro La Caridad, ante la diosa, Javier tuvo una segunda certeza: si los colgajos viriles no le dejaban ser reina, al menos tendría la majestad.

La violencia es un asunto de prosodia. El transformismo es el depósito de toda la violencia. Javier había hallado un camerino donde desbordar su furia, un carmín para la declaración de guerra de su boca. En cada acto, volvían las palizas del padre, el odio que atragantaba a su madre después de la zurra, pero que ella bajaba hasta el estómago disciplinadamente, como esos remedios amargos.

Se presentaba sin gloria alguna en el show nocturno de El Mejunje, por ese entonces catedral gay de Cuba, facción para la militancia homosexual, el sitio donde despojarte del camuflaje viril o de cualquier otro. Javier lucía como un gato desquiciado sobre y bajo el escenario. Pero la vehemencia fue asumiendo cierto método. Aprendió a mover con destreza los hilos de su caos íntimo. Entendió la gramática del odio. Suplantó la balacera verbal por un tiro de gracia con la palabra exacta, dejándose arrastrar por la cadencia del tono. Una vez dueño de su lenguaje personal, logró narrar su vida entre rubores postizos y gestos histéricos. Y el público amó a aquel hombre, a aquella mujer.

Pudo haber sido médico veterinario. Hasta tercer año aguantó las materias complejísimas a voluntad del padre, propietario de algunos terrenos en la periferia de Santa Clara. Luego lo intentó en el sector de la salud. Sin éxitos. Quiso integrar alguna vez las filas de la Unión de Jóvenes Comunistas, pero un maricón no puede ser comunista, o cómo se concilia eso, le dijeron.

Como el artista clandestino, Javier regresaba a casa con rastrojos de la noche entre el cabello: alguna lentejuela extraviada, la purpurina de los labios que no se fue del todo. Vivía con el padre colérico. El mismo que prefería no ver las trazas de cabaret contenidas en Javier, pero el mismo que servía la mesa cada tarde.

En 2001 el huracán Michelle arrancaba casi todo de raíz. Se llevó también a Antonia, raíz al fin.

-No hubo comunicaciones durante tres días en la zona central del país. Cortaron la electricidad. Las represas estaban desbordadas. Aquello tenía categoría cinco. No dejó nada en pie. A nosotros también nos derribó. Mi madre murió en pleno ciclón.

Javier y su hermano mayor se enteraron tarde. Con la demora propia de las tempestades. Un ciclón también es unidad para medir tiempo, y en ese lapso nunca se es puntual, cualquier prisa es demorada. Un tiempo inmóvil, terrible siempre. Antonia había muerto de cáncer y ellos lo supieron un ciclón después.

-La policía nos trajo la noticia. Fuimos hasta Aguada de Pasajeros. Pregunté algunos detalles de la muerte pero no quise saber dónde la enterraron. No tengo fuerzas para visitar a mi madre en un cementerio.

***

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Javier Lorenzo Olivera nunca más ha visto el rostro de quien le asestó las seis puñaladas.

Javier Lorenzo Olivera murió el 19 de enero de 2008. Y estuvo muriendo durante noventa días en Cuidados Intensivos. Y murió 47 veces en el salón de operaciones. Y estuvo inerte un año después, con una bolsa de plástico repleta de heces zurcida a su costado.

La historia de Javier no se cuenta en palabras sino en cifras.

Nueve neumotórax y siete paros respiratorios aguantó el pulmón izquierdo cuando la hoja del cuchillo rebanó la pleura. Paradójicamente, el corazón de la drag-queen que flecha y es flechada en cada espectáculo nocturno, escapó al arponazo que prendía sus vísceras como cuentas de un rosario. Quizá porque su corazón de ente inasible, de ninfa con busto plano, no se engancha fácil.

-Esa noche en El Mejunje, al terminar mi número, fui hasta el camerino. Recuerdo que estaba oscuro y tropecé con un chico. Nos dijimos algo. Yo fui desafiante, un tanto prepotente. Era una personalidad en aquellos años. El chico estaba ebrio. No tuve tiempo de protegerme, cuando mis amigos reaccionaron no había mucho por hacer. Correr. Tenía el tórax abierto como un siete. Al llegar al Hospital Viejo de Santa Clara ya no tenía signos vitales. Me subieron a una camilla y cubrieron el cuerpo con una sábana verde. Al rato solté un buche de sangre. Me había regresado el pulso. El SIUM se movilizó y me trasladaron al Hospital Arnaldo Milián que tenía mejor equipamiento para operaciones de ese tipo. La cirujana que me asistió tomó mi corazón para masajearlo, estaba intacto, solo el pericardio parecía lastimado. Mis órganos estaban fuertes, hermosos. Ella dijo “este maricón puede morir mañana en Terapia, pero hoy… hoy lo salvo yo”.

Ocho horas después, cuando Javier abrió los ojos, quiso cerrarlos para siempre. Quiso coserse los párpados. Quiso anular sus sentidos para no palpar la colostomía o el zíper de carne dibujado en su pecho. Doscientos cincuenta y cinco puntos que lo protegen de morir, cuando son ellos ya toda muerte.

De sus personajes probablemente fuera Cynthia el mejor elaborado: una elegante presentadora de talkshow que canta, baila o declama a la par de cualquier invitado. El público fue a ver a Cynthia a través de los ventanales de Cuidados Intensivos. A decirle –por las claras–  que no se le ocurriera morirse. A gritarle con el cuerpo, como mimos –porque el cristal es mordaza– que en un par de meses se presentaba en El Mejunje, que las entradas se habían agotado, que debía ser puntual porque el show de Cynthia se repleta desde temprano.

-El doctor alzó mi cama y la movió hasta las hojas de vidrio de la ventana. Corrieron las cortinas, entonces pude verlos. Parecía una multitud. Delante estaba mi padre casi inerte, sin mover otra cosa que las manos para secarse las lágrimas. Estaban mis amigos, mis enemigos, desconocidos que simplemente supieron y se llegaron hasta allí.

Un tribunal dictaminó cuatro años como pena para el asesino.

-De este país he tenido lo bueno y lo malo de la policía. Y tuve mi chance de decirles que para ellos valgo menos que una gallina. Cualquier atraco tiene una sentencia mayor. A estas alturas creo que fue mejor así: sin rencores. No hubiera querido, por nada, que la familia del delincuente tomara represalias con la mía. Ese tipo de prácticas revanchistas son frecuentes.

Hoy, Javier tiene 42 años. Ha vuelto al ruedo. El show de Cynthia se desborda. Ella trastabilla con tacones de aguja sobre el suelo irregular de El Mejunje. Se compone, recupera la serenidad. Todavía preserva el semblante adormilado de un animal doméstico. Cuesta creerle su historia. Como a Cristo, hay que meterle el dedo en la llaga. Tiene que alzarse la camiseta. Aun así parece un truco, una broma de muchachos para ensuciar el blanco tobogán de su vientre, por donde solo ha resbalado un cuchillo.

Unos hombres se acercan, le colocan billetes en el brassiere y asisten, en el gesto, a la única fuente de ingresos de un transformista cubano. Ella se desplaza de un lado a otro como una hojarasca. Recita un texto de contenido político. Se le oye definirse no como mujer comunista, sino como un maricón patriota de estos tiempos. El público revienta. El público gay es dinamita. Late. Es una mancha de sardinas brillantes flotando sobre el vaho de los spotlights. Desde el graderío de El Mejunje puede verse la noche. Se siente, sobre el pellejo, la madrugada como un bloque compacto rajándose a la mitad contra el pavimento. Cynthia termina su número y vuelve a los camerinos. A estas alturas de la noche, o tal vez de los años, Javier está calmo. Con el sosiego de quien lo ha vivido todo en un sprint. Quien vivió por mil hombres. Quien pudiera morir porque ya ha muerto antes. Quien es feliz justo porque conoce a fondo el dolor. Sin embargo, aún aguarda. ¿Qué le falta? ¿Cómo se vive sin esperar nada, con un manojo de pérdidas?

Por toda respuesta, él sigue su rumbo con esa calma parecida a la eternidad que siempre dejan los desastres.

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