Memorias de una adelantada

La historia de una mujer cubana cuya vocación para reinventarse la llevó a vivir numerosas aventuras cotidianas.

Foto: Jorge Ricardo.

Foto: Jorge Ricardo.

Ella comenzó en esto de ser “independiente” o “particular”, como también se le dice, allá por el año noventa y pico largo. Escribía sobre temas curiosos de Cuba para revistas de viaje, de esas que les dan en los aviones a los turistas y que les despiertan el interés por las playas, las mulatas y los habanos. Ella, que siempre ha sido una lumbrera, hacía pequeñas crónicas sobre lugares increíbles poco conocidos y alejados de los circuitos turísticos al uso. Escribía sobre recetas cubanas y sobre los inventos de la gente para salir adelante.

Sus columnas eran las más leídas por los viajeros. Y se sabía porque, en el viaje de regreso, los turistas llenaban una boleta en la que mencionaban los lugares que más les habían gustado de Cuba. Ahí estaban siempre sus sugerencias de recorridos temáticos: “Por las calles que transitó Yarini”; “Rampa arriba, Rampa abajo”; “Malecón y Sopa”; “Intersecciones entre Lezama y Juana Bacallao”; “Ir a pie de la rumba de solar al Ballet Nacional”; “Camina como Chencha”; y por ahí para allá un montón de proposiciones que les alegraron la vida a los viajeros e hicieron que se llevaran de Cuba una imagen fresca, insólita e inolvidable.

Un día al dueño de las revistas, que era extranjero, lo acusaron de lavado de dinero en La República Checa y le cerraron el timbiriche en Cuba. Los pesitos que hacía poniendo su ingenio y buen gusto en los textos para turistas ya no entrarían más a la casa familiar. Su hijo y su esposo trabajaban “para el Estado” en un centro de investigaciones científicas y una oficina de patrimonio inmaterial respectivamente. Ella fue, por mucho tiempo, quien mantuvo la casa con lo de las revistas, porque con los salarios de ellos dos juntos no se podía llegar ni a mitad de mes. Fue así como empezó su carrera trepidante por los caminos de la ilegalidad. A sus setenta y pico largos, me hace prometerle que no revelaré su nombre ni ningún dato que pueda comprometerla.

“Yo tenía que dejar que se realizaran. Alguien tenía que mantener la casa y esa era yo”. Lo que comenzó siendo un sacrificio para que su hijo y su esposo trabajaran “en lo suyo” terminó siendo una aventura.

Lo primero fue con el carro.

Cuando piensa en aquello se lamenta de no haber escrito un libro con las historias y conversaciones que presenció durante el tiempo en que boteaba por las calles de La Habana.

“Papi nunca lo supo. ¡Imagínate! Ese era el carro que le habían dado por ser Héroe del Trabajo”.

Ella cree que a su padre le habría dado un síncope si se enteraba de que su hija tiraba pasajes, sin licencia, en el carro que le había dado Fidel. Su mamá la cubría y le servía de cómplice, mientras su esposo y su hijo trabajaban. Su papá se sentaba a la mesa frente al pan con jamón, queso y mermelada de fresa y solo de vez en cuando preguntaba: “Eh, ¿y esto de dónde salió?”. Pero entre risas y chistes culinarios la pregunta quedaba en el aire.

Pasaron los meses y ella se hizo experta transportista. Prefería las carreras directas porque así era menos probable que la agarrara la policía. Trasladaba a colchoneros, a jineteras con sus yumas y a tránsfugas de todas las calañas. Llevaba y traía mercancía de diversa índole, a veces preguntaba qué era lo que llevada en el maletero; otras, cruzaba los dedos de los pies y le daba duro al acelerador hasta llegar al final del viaje.

Foto: Jorge Ricardo.
Moneda de otra era. Foto: Jorge Ricardo.

Un día el combustible se puso malo y le costaba mucho arreglar el carro cada vez que se rompía. Entonces pasaron las de Caín otra vez, hasta que el azar hizo que ella se especializara en otro negocio por la izquierda. Como mucha gente se había quedado en contacto con ella desde que era botera, la seguían llamando de vez en cuando para hacer alguna que otra carrera. Una amiga la llamó para que recogiera a una suiza que venía a un curso de español. Cuando llegó a donde estaba la mujer, se la encontró llorando porque le habían dicho, acabada de llegar a Cuba, que el curso estaba suspendido. “Yo le dije: Cálmate, muchacha, que no pasa nada. Tú no puedes regresar a tu país sin haber conocido Cuba. Yo te voy a enseñar español y te voy a llevar a todas partes”. Así fue como se convirtió en guía turística. Su segunda ocupación ilegal.

Cada vez que caía en una crisis de consciencia, se daba psicoterapia alegando que, mejor que guiara a los extranjeros ella que cualquier facineroso trasnochado que ni siquiera sabe la Historia de su país. Ella les hablaba de las bondades de la Revolución y los llevaba por vericuetos singularísimos que hacían que a los yumas les brillaran los ojitos. Desde su vínculo ilícito con extranjeros, estaba aportando su granito de arena a la construcción del socialismo. Y, de paso, llevaba comida a la casa, en lo que su hijo y su esposo, en sus trabajos “para el Estado”, hacían grandísimos aportes a la cultura y la ciencia cubanas.

Después de mucho tiempo vinculada al sector del turismo, le cogió miedo. Porque a todo le coge miedo uno aquí. “Dejé eso”. Y de nuevo las penurias económicas y la estabilidad familiar en riesgo, hasta que un día, casi sin querer, se inició en el negocio culinario.

Había hecho una empanada gallega para un cumpleaños y le sobró un pedazo que le regaló a una amiga. Esa amiga se llevó el trozo para el trabajo y allí lo compartió con unas compañeras de la oficina. Se quedaron tan fascinadas con la receta tradicional, que le encargaron una empanada completa para el día siguiente.

Foto: Jorge Ricardo.
Pasión por la cocina. Foto: Jorge Ricardo.

El éxito rotundo de las empanadas le abrió un camino luminoso, digo, sabroso, que le reportaría ganancias espirituales y monetarias. Su padre había muerto cuando el negocio de la comida. “Por suerte, porque aquello no había manera de esconderlo”.

Llegó a tener tanta clientela que la cocina y el comedor no daban abasto. Cuando le solicitaban servicios para una exposición o una fiesta de alcurnia, tenía que poner los platos en los cuartos, en la sala, y hasta en el patio. Solo los dos baños de la casa quedaban libres, por una cuestión utilitaria más que higiénica, no fuera a ser que alguien apurado le tumbara la fuente de los tamales en el inodoro.

Sus clientes no eran cualquier cosa. Ella no sabe bien cómo fue que hizo una clientela tan sofisticada. Tal vez por la naturaleza de los platos que iban desde el chop suey chino hasta la bandeja paisa, de Colombia. Nunca imaginó que aquella suiza deseosa de aprender español sería la autora intelectual de su fondue a la cubana.

Mientras delinquía en el turismo independiente aprendió también a hacer el ratatouille gracias a aquel francés patisucio que tuvo que guiar y aguantarle la peste a grajo una semana entera. Y el ceviche lo aprendió de aquel peruano loco que la obligó a llevarlo a la Casa del Hueco de Centro Habana para ver si era real. “Y sí, era real, y cuando aquello no había salido todavía la película famosa de Sam Garbarski”.

Sus clientes de élite en el negocio culinario nunca sospecharon que sus masterchefs habían sido turistas mochileros, jóvenes aventureros, perroflautas y viejos depravados. Cocinaba al pedido para artistas famosos, intelectuales de alto rango y militares de alto mando. Se esmeraba en la paella española, en el pollo tandoori y el mole, porque tenía que complacer los refinados gustos de Alberto el Militar, de la autora de “La mujer que amaba los gatos”, del Primer Bailarín, de los pintores, los cineastas y los músicos que estaban entre los más importantes de aquel momento.

Publicaba el menú por correo electrónico. Cuando aquello la conexión era a través de un módem y con el cable del teléfono. Además, ella misma entregaba los encargos. En aquellos años, que me ha impedido decir cuáles eran, casi nadie tenía un negocio así. Ella fue entonces una precursora de los servicios a domicilio en La Habana y, probablemente, en toda Cuba.

“No tenía licencia, pero siempre fui puntual, nunca dejé a ningún cliente esperando. Fui ética, fui cuidadosa y elegante con mi servicio”. Nunca tuvo una queja y cuando dejó de cocinar, hubo un vacío tremendo en su casa, en la cultura culinaria de sus clientes y en su corazón de mujer emprendedora.

Lo dejó porque no le daba la cuenta para comprar los ingredientes, que eran muy especiales, para comprar la gasolina y para pagarle a un ayudante que le tiraba el cabo cuando la jugada estaba muy apretada. Lo dejó porque la cosa se puso mala y no quería, de ningún modo, bajarle el nivel a su cocina.

Aquella época fue magnífica. Como botera y como guía turística también fue feliz. Además de su carrera profesional, que no me tiene permitido revelar, el trabajo por cuenta propia fue lo más importante de su vida. Pudo mantener dignamente a su familia y darles el gusto del pan con jamón, queso y mermelada de fresa.

Foto: Jorge Ricardo.
Su pequeña biblioteca. Foto: Jorge Ricardo.

A sus setenta y pico largos ya es una delincuente retirada, después de tantos años de adrenalina decidió sacar la licencia de arrendadora y alquilar una cuarta parte de la casa familiar. A la derecha venden chucherías importadas y a la izquierda ropa, zapatos y otros artículos varios. Con lo que le pagan los vendedores de pacotilla no le da para mucho, porque la cosa hoy está más mala que otras veces.

“Ya estoy vieja para andar en el invento”, me dice con cierto pesar; pero descubro en sus ojos un brillito loco e imagino que, tal vez, otro negocio apasionante y furtivo está por aparecer en su vida.

 

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