La ley y la trampa

Foto: Raquel Pérez / Archivo.

Foto: Raquel Pérez / Archivo.

En septiembre de 2015 mi amigo “Alan” asistió de nuevo al Consulado de México. Era la cuarta vez que se acercaba a solicitar el visado de entrada a ese país.

Las dos primeras ocasiones, el año anterior, se presentó en su condición de ciudadano cubano y turista primerizo. Su estancia allá, argumentó entonces, no superaría nunca los 21 días. No le sirvió de nada. En ambas ocasiones desestimaron su petición.

La tercera vez, en junio de 2015, pretextó ser integrante de un equipo de softbol que debía viajar a Veracruz por un partido amistoso. A la aventura se presentaron 25 aspirantes a deportistas amateurs, sumando a los dos coach y el manager. A ninguno se le concedió el visado.

A finales de agosto de 2015 la situación profesional de “Alan” como abogado del Bufete Colectivo de Plaza de Marte en Santiago de Cuba se había deteriorado. Era un secreto a voces la intención de prescindir de sus servicios de asesor legal, por ser uno de esos abogados problemáticos que no se muerden la lengua ni aceptan imposiciones arbitrarias de ningún directivo.

Le quedaba poco tiempo de praxis legal cuando recibió desde los Estados Unidos la llamada de su hermano menor, quien había seguido la ruta hacia el norte dos años antes.

En una conversación muy breve, este le informó que dentro de dos semanas debía estar en La Habana y presentar, ante el Consulado de México, la documentación. También le advirtió que horas después recibiría otra llamada, al móvil, de alguien llamado “Miguel”. Él sería el encargado de aclararle los detalles sobre qué hacer.

No habían transcurrido dos horas cuando “Miguel” se puso al habla y le describió los pormenores de la operación de escape.

Un corrido mexicano

Mi amigo “Alan” disponía de menos de dos semanas para enfrentarse a un funcionario consular, esta vez acompañado de un contrato de trabajo en México. Ejercería de asesor jurídico de una firma de Consultores a Empresas Extranjeras, avalado el trámite legal por su formación como abogado. ¿Cuál era su problema? No tenía el título universitario debidamente legalizado ante los ministerios de Relaciones Exteriores y Educación Superior.

En un viaje fugaz a La Habana, de no más de 24 horas, y gracias a los contactos de su gremio, pudo tramitar los papeles debidos en el Bufete de Servicios Legales Especializados de J y 23. En menos de una semana tenía los documentos en sus manos.

El día previo a la presentación en el consulado mexicano llegó a La Habana y recogió los papeles legalizados; se reunió muy rápido con los pocos amigos que le quedaban en la capital e intentó contactar con “Miguel”, que nunca apareció. Comenzaría entonces el juego de nervios y la desesperación. En la operación se habían invertido muchos dólares estadounidenses.

Su hermano le recomendó paciencia. Que le diera algunas horas para hacer las llamadas y, efectivamente, a finales de la tarde le comunicaría que “Miguel” ya no estaba en Cuba y que otra persona lo contactaría.

A eso de las 6:00 pm lo llamó el sustituto para indicarle dónde se encontrarían y darle las instrucciones finales. Quedaron en verse a las 8:00 en la esquina de Infanta y San Lázaro.

El hombre apareció justo antes de la medianoche, con las archiconocidas justificaciones del transporte público y demás tópicos habituales.

A la luz de un celular el desconocido lo instruyó sobre lo que iba a suceder al otro día en el consulado mexicano. Una de las preocupaciones de “Alan” era que él ya se había presentado en tres ocasiones. El otro le aseguró no habría ningún problema al respecto. Que no habría ningún registro, al menos en la base de datos del consulado.

Sin embargo, tampoco tuvo suerte esta vez. La funcionaria que le atendió convirtió la entrevista en un interrogatorio intenso, dejando sin efecto la elaborada puesta en escena de una actuación ensayada.

Al final, no obtuvo una respuesta afirmativa ni negativa de la funcionaria. Antes necesitaban cotejar con el Ministerio de Relaciones Exteriores la veracidad de la documentación que él presentaba. Pasados 15 días debería solicitar otra entrevista para el próximo mes.

El sustituto de “Miguel”, acostumbrado a la depresión y el estrés de los aspirantes al visado, intentó insuflarle algo de ilusión, sin conseguirlo. Demasiadas negativas en muy poco tiempo. “Alan” regresó a Santiago de Cuba cabizbajo.

Después de varios días, su hermano volvería a la carga. Habían agotado el Plan A, el Plan B, el Plan C, y tras pasar por varias contingencias menores había llegado la hora del Plan Z. Este consistía en que “Alan” se presentara a la embajada de los Estados Unidos en La Habana, eso sí, con los documentos en regla. Por el camino debería conseguir hospedaje con algún amigo, sin olvidar los pasajes de ida y vuelta, en avión, que al final es la forma más económica de viajar entre Santiago y la capital.

Se presentó a la entrevista sin grandes esperanzas, no solo por su historia previa sino también por el alto número de solicitudes denegadas en la embajada estadounidense. Todo ocurrió muy rápido.

Después de soportar el fiero sol de septiembre y pasar los controles de seguridad, entró tranquilo a la sede diplomática. Pero una chica afable que nunca vio su cara, apenas lo dejó explicarse. Dijo que él no aplicaba para entrar a los Estados Unidos. Así, sin medias tintas.

Una pareja de amigos lo esperaba afuera. Su rostro demacrado les dio la noticia. Para consolarlo, lo invitaron a La Roca para tener al menos un almuerzo digno.

Esa noche, en medio de otra cena de no despedida, recibió una nueva llamada de su hermano. Este le comunicó la activación inmediata del nuevo “Plan Manhattan” y le pidió que le diera unos días para resolver algunos asuntos.

Transcurrían ya los primeros días de octubre y “Alan” estaba desempleado, despedido de manera absurda e injustificada por no haber sido la dócil oveja que sus jefes deseaban. Sus recursos económicos se estaban agotando y con ellos la paciencia, que nunca fue su fuerte. Era un apestado social, un individuo radioactivo al que nadie le ofrecería un trabajo serio relacionado con lo que estudió. Se había presentado en dos centros laborales y tras las consabidas investigaciones no lo aceptaron. Nadie se atrevía a contratar a un abogado precedido de su reputación.

Una llamada relámpago de su hermano lo puso al tanto de su nueva cita para recibir los resultados en el Consulado de México. Sería al mediodía del viernes de 23 de octubre del año en curso.

Tuvo que asumir la idea de viajar a La Habana, por enésima ocasión; el ejercicio emocional de hacer renacer las esperanzas de la añorada visa rumbo a México. Pero el domingo 18 de octubre, exactamente a las 7:30 de la noche, recibió otra llamada de su hermano.

Ahora le comentaba que en un par de horas lo llamaría una persona, otro emisario que enumeraría los pasos a seguir para su salida definitiva hacia la tierra de Abraham Lincoln y Buffalo Bill.

Fue tanta la información recibida, y en tan poco tiempo, que apenas entendió lo que le estaba diciendo. Cierta persona se iba a presentar con el nombre de “Iván” y él debía seguir al pie de la letra sus instrucciones. Se había activado el Plan  Manhattan, del que habían hablado semanas antes.

A las 11:30 pm telefoneó “Iván”. El hermano de mi amigo le había dado la documentación para realizar todos los trámites necesarios. “Alan” tan solo tenía que estar el viernes 23 de octubre a la 12:45 pm chequeando su vuelo en la Terminal 3 del Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana. Allí abordaría un avión con destino a Paramaribo, Surinam.

“Iván” resultó preciso y discreto con la información que pudiera comprometerlos. Alguien podría estar escuchando la conversación. Solo al colgar el teléfono “Alan” se dio cuenta de un detalle importante: la entrevista en el consulado mexicano coincidía con la hora de chequeo del vuelo a Paramaribo.

Lindo y querido

Los acontecimientos se precipitaron. Fue necesario agilizar algunos trámites de última hora. Mi amigo debía estar listo para desplazarse lo más ligero posible, con lo justo para un viaje sin retorno porque esta sería la ida definitiva.

Debía estar en La Habana al menos un día antes. Debía ser muy ágil y decidido pues estaban corriendo dos planes a la vez: el de México y el “Plan Manhattan”, vía Surinam. Llegaba el momento de dar el salto al vacío. Él lo sabía.

Con una amiga de Cubana de Aviación consiguió pasaje de última hora para La Habana. Al llegar se alojó en la casa de otros amigos a los que había molestando en sus anteriores solicitudes de visa. Allí, en el reparto Lugardita del municipio Boyeros, muy cerca del aeropuerto, dejó las maletas y salió para el centro. No se podía detener; tenía poco tiempo.

Sin embargo, la operación vía México volvió a ser postergada. Su hermano se lo comunicó con resignación y “Alan” se molestó al enterarse de que esos señores que cobrarían tan caro por los servicios que ofrecían no tuvieran la decencia de advertirlos con antelación de la suspensión de la entrevista. Pero tuvo que calmarse. Solo le quedaba pensar ahora en la viabilidad del Plan.

“Iván” lo llamó esa noche para comunicarle los últimos detalles de la salida. Le dijo que debía llevar con él una cantidad no menor de 300 dólares, para los pagos necesarios del viaje. Al escucharlo, a “Alan” se le enfrío el alma. En ese momento no tenía dinero alguno, mucho menos en dólares.

Western Union había cerrado horas antes y aunque estuviera abierta, sus oficinas pagaban las remesas en moneda convertible. Gracias a Dios, amigos de verdad le facilitaron la cantidad de dinero necesaria y a esa hora salió para La Habana Vieja a cambiar la moneda. No le quedaba mucho tiempo.

Al otro día pudo completar el canje monetario. Siguiendo las instrucciones de “Iván”, debía estar a las 12:30 pm en la Terminal 3. Allí buscaría la aerolínea señalada y encontraría a varios cubanos más enrolados en la misma operación de salida del país por una puerta lateral. En teoría mi amigo permanecería, como máximo, una semana en Paramaribo. “Iván” le habló de una escala técnica en la isla de Curazao y le dio instrucciones detalladas de lo que debía de hacer al llegar.

“Alan” llegó al aeropuerto una hora después de lo acordado. Donde se despachaba su vuelo había un grupo grande de cubanos a la espera de chequear sus boletines. La lentitud del sistema informático del aeropuerto hacía infinita la operación. Cuando finalmente le correspondió confirmar el boletín se acrecentó la agonía: no figuraba entre los que tenían reserva.

No fue el único al borde del ataque de nervios. Otros tres pasajeros cubanos tampoco aparecían registrados en el vuelo.

No pasó nada. Tras contactar con su hermano, el coordinador jefe de la operación le dio los códigos del pasaje y verificada su autenticidad le dieron la luz verde para el salón de última espera.

Media hora después dieron el aviso de la salida de su vuelo. “Alan” fue el último cubano en abordar el avión destino a Curazao y luego a Paramaribo. Al fin sentado, mi amigo, católico de cuna pero mal practicante, invocaría a Dios y se encomendaría a Él en sus oraciones.

Apenas comenzaba su otra odisea, la de no de volver a casa, la de irse con sus huesos a otra parte. La trampa lo acecha. Tiempo al tiempo. No hay marcha atrás.

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