Ni te cases ni te embarques

Foto tomada del perfil de facebook del autor

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El matrimonio siempre me pareció una institución burguesa, un hábito social nocivo, quebradizo, una práctica prescindible, tal vez uno de esos tantos actos de locura en que uno incurre de manera involuntaria para alimentar el morbo de los amigos y familiares.

El matrimonio, también en el mejor de los escenarios posibles, me recordaba un acuerdo económico en que dos partes interesadas firmaban un tratado de reciprocidad comercial, que los investía de todos los deberes y derechos propios de la convivencia en pareja, para preservar e incrementar el patrimonio familiar y así prevalecer intactos como clase social preponderante. Al menos eso fue lo que me enseñaron en las clases de Economía política del capitalismo cuando estudiaba en la Universidad de Oriente.

Por eso nunca me visualicé embutido en el traje del pingüino emperador, esperando nervioso, pero paciente, junto al altar de una iglesia cualquiera. Nunca había ni siquiera pensado en tomar los hábitos del animal humano recién cazado, que se calza las pantuflas cada noche antes de sentarse a ver la programación deportiva.

Pero las circunstancias obligan. Cuando descubrimos mi novia “no cubana” y yo que para poder sacar adelante la relación debíamos pasar al plano del ceremonial nupcial comenzaron los problemas.

Muchos nos habían advertido de las dificultades de llevar adelante la misión asignada, heroica, es cierto, porque no sabíamos que tan prolongado y tenso resultaría el proceso, kafkiano hasta la médula del hueso. Todo empezó cuando comenzamos a recopilar perseverantes los documentos necesarios. Que si la partida de nacimiento; que si el certificado de soltería, legalizados a través de la Consultoría Jurídica Internacional a un costo no tan elevado como cabría esperarse en estos casos, pero que abría los cálculos del mucho dinero que se gastaría por el camino.

Antes hubo que lidiar con el Registro Civil de Santiago de Cuba, una institución caótica y casi altruista donde miles de personas diariamente intentan descubrir, no solo quiénes son y de dónde vienen, sino también qué tan cierto es el lugar que ocupan en el mundo.

Allí humildes escribanos y leguleyos, hacinados, tragan toneladas de polvo provenientes de los legajos apolillados. Aún así hacen su trabajo, de emisión de documentos oficiales  y subsanación de ciertos errores de inscripción, algunos de ellos costosos.

Ella hizo lo mismo en su país, sin tantas demoras ni dificultades. Esa fue la parte fácil. Lo difícil sería sacar la cuenta de cuánto costarían los trámites.

Nunca hubiese creído que mi cabeza tenía precio. Que sin ser uno de los más buscados por la justicia tuviese en cuanto ciudadano y persona natural un valor de cambio, y de uso. Todavía no encuentro una explicación lógica para que haya que pagar, ante la Notaría Especial de Playa, con al menos una semana de antelación a la fecha escogida, la nada despreciable cifra de 625 pesos convertibles en efectivo directo en la caja y 80 más en cuatro sellos de 20, para lo que los funcionarios públicos cubanos denominan eufemísticamente como “gastos de protocolización”.

Pero tomada la decisión había que huir hacia delante. Entre los dos escogimos lo que nos pareció una fecha propicia para arreglar los papeles. Martes 13 de enero de 2015. Como no somos fetichistas ni supersticiosos nos pareció bien desafiar la tradición. Antes habíamos acordado que nada de anillos ni trajes de gala que nos causaran alergia. A última hora decidimos incluir un ramo discreto, sobre todo a instancias de una amiga que fungía como la planeadora de bodas, sin patente. Suponíamos, ilusos que fuimos, que con la reputación aciaga del día escogido seríamos los únicos atrevidos. Nos tocó el primer turno de la tarde. Llegamos en un coche negro, del año de la peste, bien conservado la verdad, cómodo, que nos agenciamos también gracias a los contactos de nuestra amiga, la estratega nupcial. Demoramos un rato en entrar al salón.

Todavía se sucedían unos tras otros, en serie, como en una cadena de ensamblaje, varios enlaces maritales. Parejas asimétricas, bicolores, esbozaban una sonrisa tímida mientras, estupefactos aún, se tomaban de la mano antes de entrar solemnes a la sala protocolar. Señores anticuados y morenas núbiles, por un lado. Un portento atlético de algún equipo nacional de combate con una respetable y aun atractiva, pero no menos arrugada señora de biotipo alpino, eslavo, nórdico, difícil de saber. También un par de cubanos jóvenes, separados por el estrecho de la Florida y, nosotros, igualmente jóvenes, decididos a todo.

La farsa duró apenas diez minutos. Los mismos que empleó la notaria en corroborar que habíamos pagado las tasas correspondientes y que se podía proceder a la ceremonia, donde se leyó el Código de Familia. Con la presencia de los dos testigos, y las familias, se firmó el acuerdo de compra venta, que así se siente uno cuando sabe cuánto costó.

Luego vino el banquete frugal. Contratamos los servicios de la Casa de la Amistad, adscrita al Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos, en plena avenida Paseo del Vedado. Un almuerzo para unas 20 personas, entre amigos y familiares. Nada del otro mundo.

No el clásico aquelarre a base de un puerco asado a la púa y mucha cerveza de barril. Ni pizca de reggaetón misógino de reafirmación machista reventándonos los tímpanos. A cambio, música en directo con un amigo trovador santiaguero asentado en La Habana. Uno de los tantos expatriados dentro de Cuba. Cantó su repertorio y algunos clásicos de la trova cubana tradicional, la nueva y la contemporánea. A viva voz, sin amplificación, porque aun cuando se había contratado junto al servicio gastronómico la disposición de un equipo de audio, el micrófono y la línea necesaria no aparecieron nunca.

Los “anfitriones” estaban advertidos al respecto y nada hicieron. Igual ocurrió con el buffet especial, que demoraba, que no resultó ser la oferta esperada y que casi tenemos que ir a rescatar a la cocina, con los cuchillos de mesa en las manos, al igual que las cervezas asignadas, en el bar, donde se hacían los de la vista gorda, amnésicos a consciencia, esperanzados en que el coma alcohólico nos turbara los sentidos y perdiéramos la cuenta de lo que se había bebido hasta entonces. El pastel, que habíamos encargado a una repostería privada recién abierta, en plena calle 23 del Vedado, tampoco llegaba a tiempo.

Vestido de gala tuve que caminar cuadras, también para rescatar la tarta de chocolate. Estaba deliciosa. La tenían a punto para entregarla a domicilio justo cuando llegamos. Un chico la cargó con sus manos, haciendo a pie el trayecto de los 500 metros que nos separaba de donde esperaba el convite. Decía justo lo que habíamos acordado ponerle: “Martes 13. Ni te cases ni te embarques”. En la Casa de la Amistad todos estaban más que nerviosos. Pensaban que me había fugado. Regresé triunfal solo para que mi madre, al ver la inscripción del pastel, me corrigiera sin piedad: “Ni de tu familia te apartes”. Había olvidado esa parte. No hay forma de quedar bien con todo el mundo.

La fiesta sigue. Gracias a Dios nadie se emborracha ni hace el ridículo. Hacemos un alto para en vez de lanzarlo entre las solteras disponibles hacer la entrega oficial del ramo en sus manos a una amiga cercana, íntima, la única casamentera en vías de meter la pata. A las cuatro de la tarde nos cortaron la electricidad. No por un apagón difícil de prever, sino porque ya habíamos consumido el tiempo pactado con la administración del local. Esperaban de un momento a otro la llegada de una comitiva o delegación de algún país amigo y no querían que se llevaran la impresión equivocada. Aquello no era un bar ni un restaurante.

No pusimos objeción. Iniciamos la retirada cargando con el excedente, una costumbre muy cubana, la de no dejar en pie ni la hierba que pisan nuestros pies. Nos fuimos muy contentos. Todos. Caminando. Quedaba muy cerca la casa de alquiler. Había que continuar la juerga hasta agotar las fuerzas. No ocurrió así. Algunos se fueron desviando por el camino. Estaban simplemente exhaustos. Demasiadas emociones para un día. Decían que no querían echar a perder el momento.

Nos quedamos solos. Mi flamante esposa “no cubana” estaba radiante pero casi muerta de cansancio. Se quitó los zapatos incluso antes de empezar a subir las escaleras del apartamento en un segundo piso. Apenas entrar se dejó caer en un butacón. Una mancha de vino tinto español con denominación de origen estampaba su vestido. Parece sangre seca, me dijo. No supe qué hacer. Estaba sacando cuentas de cuánto había costado todo. Un Potosí.

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