Un corrido mexicano

De manera casual supe que una pareja de mis mejores amigos intentaban irse de Cuba. Acuartelados en la sala de navegación de la AHS nacional, un diciembre típico, hará tres años, en medio del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, nos disfrazábamos de prensa acreditada.

Ella y él estaban fuera, tomando un café para despejar la mente y en lo que esperaba que resucitara mi PC de su largo sopor tecnológico tras haber reiniciado la sesión de trabajo por enésima vez, me senté a la máquina que uno de los dos ocupaba, a descargar un archivo cualquiera. Habían dejado abierta una página de la Embajada de Canadá.

No me sorprendió. Apenas un año antes el grupo de amigos más cercanos aplicamos, más por embullo y para desafiar la suerte que por pensar que tuviésemos probabilidades, al sorteo de visas del gobierno estadounidense. Algunos pensaban en salir, para reunirse al final del camino, con sus familias fracturadas; otros, yo, huérfanos de fe, desprovistos de parientes en el extranjero, por la aventura y la posibilidad de un cambio de vida.

Aunque ninguno fue elegido, el juego desencadenó un proceso de búsquedas personales que no se detendría hasta que casi todos, o una mayoría, acabáramos fuera del país por distintos motivos, pero igual de esperanzados e ingenuos.

Ese día en el Pabellón Cuba guardé silencio y no pregunté nada. Volví a mi asiento y me hice el tonto que no hace preguntas indiscretas ni lanza indirectas a pecho descubierto.

Aquel intento también se frustraría pero marcó la decisión unánime de seguir adelante. Meses después mis amigos decidieron intentarlo por la puerta de atrás.

***

La primera tarea consistiría en conseguir la sarta de papeles que solicitaban en la embajada mexicana, una de las más frecuentadas por los ciudadanos cubanos, después de la embajada del Reino de España y la hoy embajada estadounidense en La Habana.

Cuando se plantearon la posibilidad de buscar una salida por esa vía comenzó el combate contra la ansiedad y el tiempo supersónico, porque siempre es una oportunidad pasajera, el hecho de que se abra, de manera aleatoria, una puerta legal al más allá.

Ellos se enteraron por algún conocido de que estaban dando visas en la dichosa embajada. Analizaron los requerimientos y los cumplirían, con algo de ayuda y buena suerte. Debían aprovechar, a cuenta y riesgo, esa brecha temporal que podría cerrarse pronto, pero antes tendrían que lidiar con el hecho de poner en regla la documentación necesaria, en un lugar como Cuba, donde la burocracia estatal aún campea por sus respetos.

Es la constante viciada que no molesta hasta el instante en que se descubre una existencia sin prioridades más allá de la rutina, y que cuando se intenta deshacer la modorra diaria, se choca con desafíos, imprevistos, obstáculos notables, pensados para hacerte desistir.

Por eso muchos en Cuba no tienen sus documentos en orden. Ni pasaporte, ni cuentas de ahorro, crédito o débito, en cualquier sucursal bancaria. Mis amigos tampoco es que fuesen muy exitosos, tanto como se pueda serlo en Cuba sin meterse en problemas. Cuando menos, gente buena, honesta.

En el marco que les tocó aplicar a la visa de turno en la embajada de los Estados Unidos Mexicanos lo hicieron bajo la condición de turistas y aprobaban a todos los candidatos, me dijeron, sin excepciones. Los papeles exigidos tampoco fueron tan difíciles de conseguir. Plantearse la idea de salir del país como turistas, aunque parezca absurdo en nuestro contexto actual, era entonces, aún hoy, la única opción disponible para intentar emigrar de manera segura, expedita, sin arriesgar la vida en el intento de llegar adonde sea, ni gastar una millonada, ni ser víctimas de los coyotes desalmados.

Para ellos, que no son atletas de alto rendimiento, ni funcionarios estatales de confianza, ni médicos, ni traficantes de ropa y accesorios corporales, ni parientes de familia solvente, viajar suponía entonces una experiencia fuera de su alcance, utópica en su esencia.

Lo primero y más importante de la lista de documentos o requerimientos fue el pasaporte.

No sabemos si por un alineamiento de los planetas con sus signos zodiacales el día que escogieron preguntar sobre los requisitos para obtener los documentos la oficina de inmigración y extranjería estaba vacía. Los agentes, aburridos pero amables, los alentaron a que fueran hasta sus casas y regresaran vestidos a la usanza más formal, en el caso de mi amigo, embutido en una camisa de cuello y mangas largas, para la foto. Ellos disponían del dinero requerido. Él, de sus ahorros y negocios grises. Ella, un obsequio de sus primos y tíos cuando vinieron de visita desde los EE.UU., adonde ambos querían llegar.

Lo más difícil de conseguir después del dinero fue una propiedad. La embajada exigía que poseyesen bienes personales como prueba de arraigo, algo contraproducente en un país donde hasta hace muy poco no se podía comprar ni vender una casa. Pero en fin, qué prueba más genuina de arraigo que tener un hogar al cual regresar. Mi amiga presentó la propiedad de su casa de Santiago de Cuba, que en realidad es la de sus abuelos, porque ella no tenía ni donde caerse muerta, y que recibió en forma de donación permanente a todos los efectos legales.

Después de la entrevista, el acuerdo era retornar la propiedad a su dueño y así se hizo. Gracias a las amistades peligrosas, al don para las operaciones encubiertas del abogado de la familia y al pago generoso por los servicios prestados para agilizar la documentación, los trámites correspondientes ocurrieron en unos pocos días, lo que demuestra que una burocracia motivada económicamente puede no solo ser eficiente sino incluso mostrarse interesada en el bien colectivo e individual.

Mi amigo sí era dueño de su casa, por suerte, desde hacía tiempo. Él tenía una propiedad, lo que demostraba y establecía su arraigo. El trance sobrevino cuando lo aprobaron en la embajada y entonces él se deshizo de la propiedad para que se quedara en la familia.

Lo siguiente: la cuenta bancaria. En su caso debían reunir unos 3000 pesos convertibles cada uno. Mi amiga, que tenía una cuenta bancaria a su nombre, se saltaba el trámite, que se complicó al momento de engordar los fondos hasta la cifra requerida. Este paso para ella hubiese sido rápido; la antigüedad quedaba resuelta, pero no tenía el dinero. Entonces descubrió que tan cercana puede llegar a ser la familia de sangre, los que la acogerían si llegaba y que ahora, que apenas debían transferir el dinero, para luego recuperarlo de inmediato tras la emisión del aval bancario a nombre del titular, se negaron a enviar la ayuda prometida. Las cuentas cuadraron pero algo se resquebrajó al interior de la relación de mi amiga con sus parientes cercanos, que ya no lo eran tanto.

Su novio tuvo mejor suerte. Un amigo en común puso su cuenta de ahorros en pesos convertibles a su disposición, como cotitular, que se incrementó con el dinero de su familia de afuera, también, sin olvidar el montaje de la leyenda para el día de la entrevista, lo que debía decir para convencer o confundir:

“Soy editor, un cineasta; tengo una cuenta conjunta con otra persona porque en las producciones tenemos que disponer de recursos para el pago de los servicios artísticos y técnicos de mi compañía de cine independiente. Soy el diseñador gráfico de tres revistas para entidades reconocidas. Tengo una carrera profesional en ascenso. Me encanta mi trabajo. Amo mi país”. Eso dijo.

Para mi amiga presentar la prueba de empleo estable como muestra de arraigo fue quizás el requerimiento más incómodo. Cuando no quieres que nadie se entere de lo que haces es muy difícil. No debes ni puedes descubrir tus planes porque nunca sabes a ciencia cierta quien está a tu alrededor, que podría hacer para malograr o ralentizar el proceso. Ella tuvo eso en cuenta.

Es la consabida pesadilla neurótica. Entonces se le hizo preciso engañar piadosamente a quienes la rodeaban, amigos y colegas, para conseguir una firma, un carnet de identidad, una carta que avale lo buen trabajador que eres, del tiempo que llevas y de lo importante que eres en el puesto, aunque eso no impide la petición de vacaciones anticipadas.

En ese momento descubres las personas que te aprecian y ayudarán a cualquier precio, sin pedir nada a cambio. Porque sí. La desestabilizaba, me comentaría luego, no tanto poner en peligro su relación laboral con el Estado, sino el puesto de los que de una forma u otra la ayudaron a escapar, esos amigos y empleadores que dejaba detrás. Si fallaba el plan no habría más responsabilidades o trabajos de envergadura a largo plazo y como lo que haces nunca sabes si dará resultado, no quieres ser “marcado”.

Alguien se tiene que enterar en lo que andas porque si no es imposible. Reclutar cómplices incondicionales forma parte del proceso también. Pero el camino espinoso no acaba ahí.

Precisas ayuda, adicional, la suerte de que alguien cercano y confiable, fuera de Cuba, concierte la cita en la embajada, porque con Internet no se puede contar. Y después la cita. El miedo al “no”. El miedo a perder el dinero y tiempo invertido. El miedo a seguir anclada en la monotonía, de vivir atrapados en el aburrimiento. Y también el miedo al “sí”. A lo que viene después.

Pero en eso no se piensa hasta después de la entrevista. El juego de fingir poses no es complicado. Hay que saberse desinhibida, desarrollada, desinteresada. Sus argumentos: “No necesito quedarme. Viajo por placer. Para conocer otro país y acumular experiencias. No estoy escapando. Tengo una lista de museos que visitar, de lugares interesantes que conocer. Me encanta Teotihuacán. Soy fanática de Frida Kahlo: Si me apruebas la visa bien; y si no también”. Esto último no lo dice ni lo piensa, pero lo teme.

Ella recreó una mentira fiel. Se metió en la piel del personaje. En situación dramática. Construyó una mentira orgánica, verosímil, para que el entrevistador de la embajada se relajase y confiase en ella al ver su perfil humano y profesional perfectamente delineado. Algo de actuación e histrionismo del bueno para ocultar el miedo a la decepción personal, al fracaso, el deseo de libertad que reporta el salto al vacío, frustrado.

Y después del “sí” continuar con el plan. Tener la suerte de que un amigo de una amiga, que vive feliz en el México lindo y querido, desinteresadamente, los cruzara por esa vasta y peligrosa inmensidad de tierra continental, hasta El Paso.

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