Cuando nos lastiman a los hijos

Fotos: Kaloian Santos Cabrera

Fotos: Kaloian Santos Cabrera

Por muy feministas, letrados, cultos, maduros y tolerantes que seamos, cuando lastiman a uno de nuestros descendientes, la bestia que llevamos dentro se asoma. “Todos somos asesinos” es el título de una novela, y constituye una gran verdad. La violencia, detestable como sabemos, debe ser amordazada cuando la cría de los humanos ha sido herida, y este rasgo agresivo es común, según creo, a toda la diversidad animal. Como no poseo estudios sobre el comportamiento de los anfibios, ni de los crustáceos ni de las mariposas ni de los paquidermos ni de los caballos ni de ningún otro bicho que no sea el hombre (y eso solo por arribita), hablaré del sentimiento que nos embarga cuando lastiman a uno de nuestros niños. Concretamente me referiré a las madres y a los hijos varones, aunque reconozco que entre los padres y las hijas hembras suceden situaciones idénticas, así como en cualquier miembro parental y la descendencia.

Podría decirse que existen tres tipos de lastimantes potenciales: Las novias, los maestros, y los tenientes del Servicio Militar. Los del último grupo resultan los más pasajeros, ya que el período para cumplir la obligación de prepararse para la guerra es, afortunadamente, breve, de modo que las madres nos limitamos a advertir a los tenientes que nuestro niño, así peludo y gigante como está, sufre de asma, de alergia al chícharo, de deformidades óseas y de cansancio crónico, para hacernos la idea de que en la Unidad Militar considerarán a nuestro bebé. De más está decir que es como hablarle a una pared de ladrillos (de los buenos), y que el recluta nacido de nuestro vientre realiza guardias bajo el sereno de la luna, almuerza potaje de chícharos un día sí y el otro también, marcha en la madrugada y se desvela por la noche, pero nosotras, cumplimos. Las novias de nuestros hijos representan un desafío triplicado: Nos roban el afecto que hasta entonces nos pertenecía, aunque esto nos produzca dicha compensatoria al ver la felicidad que el noviazgo genera; son tan mujeres como nosotras, por lo cual sentimos que una talanquera solidaria nos impide maldecirlas, y por último, cuando la novia hace sufrir a nuestro retoño, los dos frenos anteriores desaparecen y hay que ser muy controlada para no degollar a la muchacha.

Con los profesores ya la cosa cambia. Porque son adultos; porque se supone que enseñen bien; porque al enfrentarlos sabemos que hay que actuar con suma cautela; porque el peligro de que luego de nuestra charla “la cojan con el niño” dice ¡Presente! cada vez que pisamos la escuela; y porque nunca nos parecen justos del todo. A pesar de que defendemos al maestro como figura imprescindible, diferenciamos al profesor del educador, al benevolente del rígido, al recalcitrante del sensato, y al justo del mediocre. Es un tema extremadamente delicado, lo sé, pero los lectores estarán de acuerdo en abordarlo: todos hemos sentido con igual intensidad deseos de levantar un monumento en honor a uno de los educadores de nuestros hijos, y la necesidad de guillotinar a alguien que se cree maestro. Personalmente he librado más de una batalla a favor de mis hijos, en riposta a una mala conducta por parte de un ser que se considera el Dios de la Pedagogía. Para dichos enfrentamientos, comienzo por asumir la culpa que me corresponde y la responsabilidad soslayada por uno de mis hijos. A continuación, expongo los argumentos que considero válidos para el objetivo que persigo, y solicito a la audiencia (integrada casi siempre por varios profesores, o sea, por varios colegas, o sea, por compañeros que se defenderán como gatos bocarriba) y por último, imploro que escuchen la defensa que mi hijo propone. Todo esto otorga un aire de juicio solemne a la conversación. Todos sabemos lo que está en juego.

A veces he ganado, y otras he perdido o lo que es lo mismo, en ocasiones el hijo a quien yo defendía ha obtenido la victoria, y en otras, desdichadamente, el resultado ha sido pésimo. En estas circunstancias, la bestia que me habita ruge. Se revuelca desde mi garganta hasta el dedo meñique, me rodea la espalda, se acomoda en la nuca y hace vueltas de carnero entre el pecho y el estómago. Es muy cursi decir que estamos sangrando por dentro, pero no hay nada más parecido a una hemorragia interna que saber que se tiene la razón, y que un cretino prepotente, salutíferamente acolchonado entre reglamentos, normativas y órdenes, niegue el simple recurso de la defensa de un joven.

Restarle importancia a los criterios de nuestros muchachos; desoírlos, desconsiderarlos e intentar menoscabar las valoraciones que tienen de sí mismos, es una actitud cruel y demasiado injusta como para minimizar los efectos que entrañan. Es como mostrarse indiferente ante el oleaje que antecede al tsunami. No queda más remedio que confiar en la buena de Dios, y en que el tiempo, el gran decantador, decida a la postre quién tenía la razón. Nadie calcula el daño que ocasiona una mala acción en un estudiante, o mejor dicho, las madres, los padres, los abuelos y las novias sí. Y por eso nos atrincheramos alrededor del alumno arbitrariamente castigado para que (al menos) sienta que nuestras manos le sostienen el cuerpo herido, la autoestima lastimada y el disminuido anhelo por continuar estudiando. No serán perfectos los hijos, pero son nuestros. Y entre los deberes que nos tocan a los padres, está, en primerísimo orden, enseñarles el ancho y pantanoso camino que existe entre la justicia y lo que es justo, como dijera una gran escritora llamada Bárbara Kingsolver.

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