Del inquieto Erasmo: Lo llaman picadillo de res

Picadillo durante una presentación en The Wynwood Yard. Foto: Evento en Facebook de la agrupación.

Picadillo durante una presentación en The Wynwood Yard. Foto: Evento en Facebook de la agrupación.

Ya que a los cubanos no les ha quedado otra que recurrir a las ventas estatales en c.u.p de carne de res y de picadillo de res, por las ansias acumuladas y las recientes oportunidades, productos que transportan en camiones y venden en tarimas, por cierto, ahora apenas se usa la frase en símil “como pescado en tarima” o en nevera, en ninguna de las dos variantes, lo cual quiero recordarles a pesar de que dirán que no viene al caso, y sí, más adelante puede que me dé la razón o no, lo cual con toda honestidad me importa menos que las disculpas de Oppenheimer, o que… vamos a dejarlo aquí, porque la idea principal se me traspapeló y tampoco tengo ánimos para problemas políticos, por más que el asunto que quiero tratar irremediablemente lo salpicará cualquier avechucho de la política. Les decía que puesto que los cubanos han tenido que recurrir a la representada compra de carne de res, materia exótica cabal, y a la de picadillo del mismo origen, según su denominación, este y cualquier otro es un buen día para analizar el tema de esa serie de productos antes mencionada, porque la carne vacuna y sus derivados son uno de nuestros problemas culturales como lo es el paquete semanal. Del primero, o sea, la carne, o mejor, los huesos, digo que la verdadera oferta es la ausencia de la carne, la idea imperfecta de la carne, o lo que es dicho en pocas palabras hueso namá, pelado y colorado, y cuando al hueso le falta la carne en materia de alimentación es igual que borrarle la nariz a pinocho, en resumidas cuentas, huesos, como en la serie estadounidense; y de lo segundo, el picadillo, opino que haría falta rebautizarlo, en nombre de las honradeces habidas y por haber, y anticipo que además será el centro de este humilde texto, empujado por mis vastas inquietudes.

Hablaba, pues, del picadillo de res-iduos de vaca, o de marabú, o de chiva senil, porque resulta que mi amada, tan ajena a los asuntos que nos nublan el cielo, fue de compras y en sus travesías emperifolladas dio con uno de esos puntos de venta, al que se acercó pizpireta, tal como cree que es ella, y pagó en pesos cubanos por el demandado producto. Luego pagó por una jaba donde llevárselo. Y luego pagó por un taxi donde llevarse a la jaba, al producto y a ella misma. Llegó abriendo la puerta de la casa con el rostro iluminado y dijo ahora sí que vamos a comer carne de res, viste que va a haber cambios, poco a poco pero los va a haber. Y asomó el empeño que tenemos de mezclar cualquier bagatela con los cambios que pueda haber en el país. Nos venden “carne de res” y ya andamos gritando a los cuatro vientos que estamos cambiando. Toma nota, Obama. Touché. Mi amada me dio la espalda hecha un huracán por mis comentarios y se dirigió, en efecto huracanada, a la cocina con la jaba en la diestra, de la cual en breve extrajo el picadillo y se dispuso a condimentarlo con sal y especias, que no abundaban precisamente para la ocasión. Qué demonios, he de serles franco, nunca nos abundan como a los chinos de los programas de cocina de CCTV-E.

Y ella, siempre dispuesta a socializar en el espacio del almuerzo, invitó a unos amigos de sus años de estudiante, para compartir con ellos la experiencia, la desmedida degustación del primer picadillo que traía a casa comprado con pesos cubanos.

A la media hora llegaron los invitados, era una pareja, él vino con vino y camisa de mangas largas, ella vino con un vestido de lentejuelas, y estuvimos charlando de comidas y de restaurantes y de carnes vacunas, hasta que mi amada dijo que había llegado el momento de poner a cocinar la carne, dijo carne, increíble la subjetividad. Fue de buena gana, caminando estiradamente, como quien va a un casting de un filme protagonizado por Sir Anthony Hopkins y puso el picadillo con su mestizaje de condimentos, a fuego lento, y luego regresó con el mejor de los ánimos a la sala, dispuesta a recomenzar la charla en el punto exacto en el que la había abandonado, el cual era nada más y nada menos que los señores mariscos, los mariscales de la cocina y de los precios en La Habana, igualmente odiados y deseados, fuertes para el estómago inexperto. Y fue de comida que hablamos y de las transiciones del pollo y de la prostitución del calamar. Y después del salario y de lo que nos cuesta la comida, y del vecino que vende carne de res muy buena, suave como la seda, ilegal como la marihuana, pero digna de acompañarla con un vino tinto de la mejor calidad. En tales asuntos nos malgastábamos, hasta que en la sala irrumpió un olor hostil que nos sombreó la razón por un instante, y Desiderio, el amigo de visita, dejó escapar una exclamación Diantres, qué huele de semejante manera!? La pregunta era colectiva, por lo que mi amada espoleada por su reflejo de guisandera corrió disimuladamente a la cocina y vio que era el picadillo en plena cocción lo que producía el efecto adverso. No se había pasado de tiempo ni nada parecido, lo cual podía deducirse del propio olor que desprendía, porque no olía a quemado, sino a materia extraterrestre. Creo que todos, en un final, estábamos al tanto. De hecho, Desiderio sacó el teléfono móvil de su bolsillo e hizo como que leía algo, a lo que siguió, en el acto, una excusa poco confiable, dados los recientes eventos, de que debían marcharse ambos con gran prisa, urgente, y se fueron, y no los he vuelto a ver. Nevermore. Unas semanas después bromearía al respecto con mi amada: Cuando quieras probar el valor de tus amigos en las buenas y en las malas, invítalos a comer de ese picadillo, y no otro, pues estudios científicos han comprobado que fractura las relaciones sociales; ella me contestó con una bofetada, que fue de cariño. Aquel infortunado día y en los que lo siguieron, yo, Erasmo, fui valiente y comí lo que cocinó mi amada que era puro pellejos, me preguntaría por el contenido del picadillo, qué extremidad, qué porción, qué órgano de la res era capaz de desprender un olor así de diferenciado; en cambio, el picadillo en c.u.c. sin ser precisamente una exquisitez aromática, no sería de similar hosquedad, jamás de los jamases. Mi amada anduvo desconsolada en lo que quedaba de mes, el desconsuelo le duró más que el sueldo, nos pasa con frecuencia. Tratando de animarla —Ni Jimmy Durante hubiera podido— en una ocasión, le dije que había leído sobre la vecindad de la desaparición de los pesos convertibles. Le dije lo siguiente: ves, amor mío, están llegando los cambios. Vivir para ver, mi corazón, vivir para ver.

Al cabo, devorábamos con enorme placer, acompañadas de una salsa agridulce bien deliciosa, las piezas de pollo que nos quedaban, contraídas, indefinibles, en el fondo del congelador.

 

Salir de la versión móvil