La solidaridad de todos los días

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

Somos, sin chovinismo, un pueblo sensitivo como pocos en el  planeta. En nuestro particular código de ética –esas normas que no aparecen en ningún manual ni en legislatura alguna– está implícito lo que se dice “tirarnos un cabo”. Así hemos sido toda la vida, y ojalá que al menos en eso no cambiemos nunca. Quizás nuestros aborígenes empezaron la tradición encendiéndose pipas unos a otros, o ayudándose a encontrar refugio cuando llegaron los conquistadores, no sé. Lo cierto es que consideramos natural cooperar con amigos, con el vecindario, con los niños de la cuadra y, como muestra de nuestro altruismo, también con desconocidos, incluso fuera, bien lejos de nuestras fronteras.

Si bien los médicos sugieren no movilizar un herido, un accidentado, a alguien que se ha caído en la vía, a los cubanos no hay quien nos gane levantando, traqueteando al lastimado en cuestión, en medio de nuestra algarabía habitual que incluye gritos de “!Un carro, un carro!” Tal vez el paciente llega al hospital con la columna cervical desplazada, pero de que llega vivo, llega vivo.

Los privilegiados en ese sentido son los ancianos y los niños. Aunque nos falte un mundo para llegar a ser una sociedad condicionada al actual (y galopante) envejecimiento poblacional (las estadísticas muestran a Cuba como el primer país de Latinoamérica en prevalencia de adultos mayores), en las colas, en los bancos, en las consultas médicas, y en general en la rutina diaria, se les ofrece prioridad a los abuelos. A pesar de nuestro hábito de estropear el idioma, de las faltas de educación formal que cada día progresan más, y del bullicio indelicado en el que vivimos, somos solidarios.

“Abran paso, caballero, que va  a pasar una abuelita”, y “Venga, abuelo, yo lo ayudo a cruzar la calle” son frases que se escuchan todos los días. Intentamos paliar las carencias materiales, entre las que se incluye el espantoso transporte público, cooperando con las personas mayores. He visto carros de alquiler que se detienen para ayudar a montar a una señora muy mayor, a gente que camina por la calle y, llegado el caso, tiende los brazos para que descienda el abuelo con bastones, las personas se aproximan cuando un miembro de la tercera edad necesita subir o bajar una escalera, y en sentido general, el auxilio siempre acecha.

Foto: Kaloian.
Foto: Kaloian.

Los niños de cada cuadra son de ella, de la cuadra. Los vemos mataperreando en plena calle, encaramándose en árboles, en muros, trepando por las azoteas, mientras las madres miramos al cielo como pidiendo ayuda, sin importar quién parió al mulatico de los tenis azules, ni de quién es el rubito sin camisa.

Cuando mis hijos eran pequeños, fueron muchas las veces en las que una vecina me avisó “Fulanito se partió una ceja con un gajo del flamboyán, y Esperanceja se lo llevó al hospital”, y también en muchas ocasiones en mi casa curábamos las heridas que los muchachos del barrio se hacían, siempre jeringando en pasillos, parques y zonas comunes. Cuando se arman reyertas callejeras entre niños, los adultos de la zona intercedemos, aunque no sean nuestros los muchachos que discuten. Es, en fin, nuestra manera de cuidarnos.

Lo dicho hasta ahora pertenece a la rutina. Sin embargo, el punto más alto de la generosidad cubana se alcanza en momentos críticos, y entre ellos, claro está, estuvo el llamado Período Especial. Mucho se ha escrito sobre el tema, se han llevado al teatro textos al respecto; de forma directa o colateral, ese dolorosísimo asunto aparece, bajo cualquier formato artístico, como muestra de cuánto nos lastimó.

Además de la hambruna, del desconcierto, de la carencia de combustible y de casi todo, floreció nuestra imbatible tendencia a “tirarnos un cabo”. Las memorias de aquella época no terminan nunca, porque honda es su secuela, y si lo malo nos marcó, también las ayudas que recibimos, dejan su huella. Muchos amigos de otros países (de ese misterioso “Afuera”, generalmente hispanohablante) colaboraron enviando medicinas, alimentos, jabones y artículos de aseo colectivo como detergente para Círculos Infantiles, insecticidas, pastillas para clorar el agua, etcétera. Argentina y España encabezan el listado de países que más nos ayudó, y es hora de que vaya hacia esos pueblos, nuestra gratitud.

Entre nosotros, se hizo todo lo posible: Ollas colectivas donde el vecindario aportaba lo que podía (un diente de ajo, media calabaza, un puñado de cebollinos, pizcas de sal y agua, mucha agua, y mucha, mucha imaginación) y luego nos repartíamos el mejunje entre todos; intercambios de cables y de convertidores que acumulaban energía según los macabros horarios de apagones de cada zona, para que no nos asfixiara el calor de agosto (la gente migraba de una cuadra a otra, masivamente, aprovechando el tiempo de electricidad de cada barrio, que por suerte era alternante); reparticiones de la poca leche y de la escasa vianda que se conseguía, en aras de que los niños más pequeños se alimentaran.

Se compartía todo de todo, desde un jabón hecho con henequén y un plato de arroz con suerte, hasta un spray de salbutamol. Quienes parimos en esa época tenebrosa, jamás olvidaremos la ayuda de vecinas, de colegas, de amistades que venían a casa trayendo un detalle como regalo por el recién nacido. Hablo desde mi experiencia personal: medio jaboncito, cinco culeros de gasa, un biberón usado, tetes sobrevivientes, alfileres medio oxidados, mediecitas sin elástico, baticas desteñidas, zapaticos zurcidos… todo era entregado con mil amores, y recibido de igual forma. Siempre se agradece el carácter solidario de este pueblo, pero en los años duros, inolvidables y crudísimos, nos lucimos.

Estará mal que una criolla lo diga, pero es la verdad: Los nacidos en esta isla de tan ardiente sol, somos, por naturaleza, generosos. Sin importar dónde vivan ni de qué manera, siempre una mano cubana se tiende, y aunque sea por un rato, descorre el cortinaje de la desesperanza.

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