Raros y solitarios

Toda ciudad guarda su pequeño catálogo de criaturas que se burlan del transeúnte común, o lo evitan: criaturas tristes, felices, fuera de la norma.

Toda ciudad guarda su pequeño catálogo de criaturas que se burlan del transeúnte común, o lo evitan: criaturas tristes, felices, fuera de la norma.

Fue inevitable mi preocupación cuando escuché, hace tiempo, que en las madrugadas muchos cines son utilizados clandestinamente como moteles colectivos. Baratos y numerosos, los cines parecen el lugar idóneo para montar un negocio semejante. Para mi tranquilidad, y también para mi decepción (nos alegraría que nuestras más oscuras pesadillas fueran ciertas), no he vuelto a escuchar nada del tema.

Sin embargo, sí he presenciado situaciones extravagantes, verídicas, que se repiten en nuestros espacios urbanos, a tal punto que ya parecen invisibles. No tiene sentido contar aquí las más extremas, porque sé que no serán creídas; por tanto he elegido historias bien cotidianas de raros y solitarios.

Toda ciudad crea las condiciones para la locura y el aislamiento. Toda ciudad guarda su pequeño catálogo de criaturas que se burlan del transeúnte común, o lo evitan: criaturas tristes, felices, fuera de la norma.

El que haya recorrido G de noche buscando Zapata recordará uno de los tipos más visibles. El Club de Exhibicionistas de G tal vez se encuentre entre los más viejos y renombrados de La Habana, con un mártir incluso: un pobre hombre atropellado hace unos meses por un P11, mientras bajaba de los famosísimos acantilados. Sabemos que el Club opera en horario diurno y nocturno, aunque tiene sus horas pico en el atardecer, cuando alguna especie de angustia lleva a sus miembros a la poesía solitaria de la masturbación pública. Imagino con curiosidad su euforia momentánea al saberse vistos, al saberse despreciados. Un consuelo a estar tristes es imaginarnos tristes, dijo La Rochefoucauld. Verse desde afuera con asco, y sacar de ese asco el éxtasis.

Los rostros de algunos llegan a convertirse en familiares. Es de suponer que también, luego de tantas reuniones, muchos miembros del Club ya se conozcan entre ellos. Tal vez se saluden por el camino con una elegante sacudida de barbilla. La cuestión es que rostros específico se recuerdan por motivos específicos.

Un tipo joven, de pelo castaño, vestido como un universitario común, resaltaba entre los otros del Club. Y fue enorme mi sorpresa al verlo por segunda vez en una salida con amigos, en uno de los pequeños bares de 23. El tipo estaba sentado solo, y esperaba que le llevaran un trago. Mis amigos, que también tuvieron el placer de conocerlo semanas atrás, confirmaron que era el mismo hombre. Estaba a varios metros y las luces traicionaban la nitidez de su rostro, pero era él, sin duda. Allí, sentado muy tranquilo, una mano sobre la otra, disfrazado entre la multitud, siendo visto por mujeres, tal vez mereciendo algún guiño, alguna invitación secreta, una persona muy normal.

Pero los exhibicionistas son apenas una loza en el mosaico urbano. No paro de preguntarme cómo se llega a ser uno de esos locos de guagua, esas criaturas shakesperianas que hablan consigo mismas de cualquier tema, mientras los demás pasajeros, infelices, esperan sus respectivas paradas.

Sospecho que debe producirse una serie de etapas antes de llegar a tal extremo. La primera sería la extroversión desmedida. Una persona habla con un extraño como el que no quiere la cosa, y disimuladamente introduce los temas que quiere, y consigue la efímera comprensión del otro. Este paso es indispensable. De no conseguir al menos un éxito inicial, es poco probable que alguien pase a la segunda fase. Esa donde se habla con el otro sin ningún cuidado. Se introduce el tema y se da por hecho que la cortesía o el silencio del otro es algún tipo de interés.

En la crítica tercera fase, el predicador ya sabe que nadie lo soporta y habla para todos, como una venganza contra el mundo. ¿No querían escucharme? Pues ahora tendrán que hacerlo. Sin embargo, en su locura sobrevive la esperanza de que alguien lo escuche, y lo entienda, y le ofrezca un abrazo.

Por el golfito de Cojímar vi a un niño de nueve o diez años que cargaba, con indómito orgullo, un par de gatos muertos, como un cazador que ha matado un tigre y se lo ha echado a los hombros. Creo que ahí tenemos un caso distinto. Puedo imaginarlo. Se trata del tipo de niño bárbaro que no quiere que lo abracen, al que no le funcionan los castigos, el tipo de niño que con quince años no habrá quien contradiga. Una de esas personas que prefieren dormir desnudas y comer con las manos, que luego, cuando pierden los encantos de la juventud, la sociedad olvida por completo como a un animal débil e inservible.

El cine y la literatura nos han idealizado al psicópata. Lo imaginamos cultivando flores en un jardín que es su cementerio privado. El color de las flores emerge de los cuerpos putrefactos. Nuestro psicópata es astuto y la mejor prueba es que conoce como nadie la belleza y la ironía del mundo. Pero el psicópata común, el verdadero, no ha matado a nadie. Es un marginado sin mayores méritos, ni para Dios ni para el Diablo. Probablemente sea tonto y sus manos sean brutas, no sirvan para nada. Ninguna audiencia observa su mal dormir.

Una vez me topé en una parada con un tipo sutilmente raro, de brazos largos y lampiños y cejas arqueadas. Estaba en un portal desvencijado, en una pestilente silla de ruedas, como un personaje de Beckett, y me llamó. Lo primero que pensé es que me iba a pedir dinero, o que me iba a hacer primero la historia de su vida, para al final pedirme dinero. El tipo me dio un peso y me dijo con una secreta autoridad que le comprara el periódico en la esquina. Lo hice. Me dio las gracias y comenzó a leer.

Intenté acercarme y hablar. Sin embargo, aunque no perdió nunca sus modales, respondía evasivamente como si quisiera que yo me fuera. Me alejé por civilidad. Una mujer de cuarenta y tantos, que estaba en otro portal, me llamó y me dijo que lo mejor era dejarlo tranquilo, que el tipo vivía solo desde joven y que no le gustaba hablar con la gente. Tal vez el lector entienda la simpatía que sentí hacia él. La misantropía, se sabe, puede ser seductora.

En mi escuela primaria de Holguín los niños le tenían miedo a Ángel, un hombre con visibles trastornos mentales que vivía por allí, y que se le escapaba a cada rato a su arrugada madre. Yo también le tenía miedo, pero estaba fascinado por su presumible maldad. Se paraba en la verja de la escuela y emitía gruñidos de bestia. Con miedo, y sobre todo con placer, le respondíamos a pedradas. Cada provocación era la excusa perfecta para empezar una indisciplina, instinto que sospecho sobrevive en los adultos, el oscuro deseo de que ahora mismo empiece una guerra. En el fondo yo quería que el tipo saltara la verja e irrumpiera en nuestro patio.

Hace años regresé a Holguín y pasé por mi antigua escuela primaria. Allí estaba Ángel, envejecido, haciendo sus monerías habituales. Los niños le seguían respondiendo con piedras (tuve que apartarme para no recibir una). Alcancé a ver, no obstante, su sonrisa maliciosa y cansada cuando daba la espalda a los niños, y dejaba a un lado la actuación. El hombre solo actuaba. Fugarse de su casa y dar miedo a los niños era para Ángel la última felicidad que le quedaba en la vida.

Me obsesionan los raros y los solitarios, pero en el fondo sé que no existen los hombres del subsuelo. Ilusión, culpa de la literatura y el cine, máscara moral, morbo hueco. Nos encanta pensar que existen las personas oscuras y depravadas, necesitamos a los monstruos, necesitamos a Smerdiakov asesinando a su padre.

La verdad he contado todo para confesar un simple hecho que me atormenta como un crimen, que ocurrió hace cosa de un mes.

Estoy sentado en una escalera, esperando agónicamente a una persona que no llega. En la calle, a unos metros de mí, un viejo borracho (de esos que parecen no tener familia) tropieza, cae y se lastima la frente. Curiosa la velocidad a la que pueden suceder ciertas cosas.

La botella de cristal yace rota en el piso y hacia allí acude mi vista. Otras personas que están detrás de mí corren y lo ayudan a levantarse, y me miran con alguna perplejidad. Sigo sin moverme y todo me parece que transcurre en cámara lenta. Tengo pésimos reflejos, lo admito. No sé qué hacer. Tengo miedo de que piensen que soy un desalmado, y que no quiero complicarme el día. Pero para ser justos soy un desalmado y no quiero complicarme el día, temo mancharme de sangre, temo que deba parar un carro y acompañar al viejo a un hospital.

Mientras pienso miserablemente, una muchacha sacrifica sus reservas de toallitas húmedas para quitarle la sangre de la cara al viejo, un buen borracho que cierra los ojos y se mantiene callado. La sangre sigue saliendo y la muchacha le pide un pañuelo al que parece ser el novio. Con suavidad, los dedos colocan el pañuelo blanco sobre la frente, y una isla roja crece en él.

Paran un Lada, y le dicen al chofer el nombre de un hospital, y me miran antes de irse. Sé que me juzgan, pero sigo sin mover un músculo. Parece el final de un sueño, uno de esos sueños paranoicos en los que uno no puede moverse.

Toda ciudad crea su catálogo de criaturas. ¿Qué clase de criatura soy yo? Fantaseo con seres noctámbulos que tengan sexo grupal en los cines. Seres que a pesar de tener un cuarto, vayan a esos lugares por voluntad propia, y pidan que les proyecten alguna película. Pero soy incapaz de moverme. Soy un papel con una piedra encima. ¿Acaso no estaba yo buscando un monstruo? Allí está la sociedad, ayudando a un raro y solitario, y aquí estoy yo, inútil, pasivo, despreciable.

He quedado solo en la penumbra de la escalera, y siento que todavía el aire me juzga. La persona llega (ya no estoy solo) y le reprocho haberme hecho esperar tanto. Finjo que no ha ocurrido nada. Obtengo el alivio y la confusión del niño que se despierta en medio de la oscuridad, arrepentido tras un sueño bochornoso. ¿Se puede aprender algo de un sueño? El alivio del niño malcriado que espera que sus acciones no tengan repercusión. El alivio falso de pensar que, a fin de cuentas, todos guardamos secretos.

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