Sigue leyendo: Canje de imaginarios

Héctor Libertella

Héctor Libertella

Ahora que cientos de miles de cubanos están soñando con Barack Obama (sueños que son, deben ser, angustiantes pesadillas para unos cuantos), he recordado de pronto al Obama escritor. Aquel que en Los sueños de mi padre advertía: “En principio, mi intención fue escribir un libro muy diferente”.

La frase está al inicio del libro. Llegando al final de La arquitectura del fantasma, la autobiografía-collage del escritor argentino Héctor Libertella, leo: “Lo que yo quería contar aquí tal vez era otra cosa”.

¿Cuántas cosas no se podrán contar sobre la distancia, sobre el espacio que se abre como un agujero negro entre estas dos frases a primera vista tan semejantes, casi equivalentes?

Lo que en el futuro jefe de la Casa Blanca —aquellas memorias suyas no eran ni remotamente presidenciales, pero sí, sin duda alguna, presidenciables— resuena ya con un cálido eco de seducción, de franqueza, de seguridad y lucidez previsora, y con la infaltable melodía del sueño americano detrás, en el autor de La Librería Argentina y El árbol de Saussure —ese volumen que, según él mismo nos cuenta, algunos libreros acomodaban en la sección de lingüística y otros en la de narrativa— es pura descolocación, desvarío, derroche, arenas movedizas, trastorno onírico un poco a la manera de Lorenzo García Vega: la epilepsia de la memoria exiliada y de todos los sueños.

No voy a decir que Héctor Libertella (Bahía Blanca, 1945 – 2006) fue como un García Vega de Buenos Aires, pero algo de eso hay. Estrellas de una misma constelación. Vértices posibles de uno de esos puentes aéreos entre tradiciones. Lazos de sangre literaria, linajes secretos. Libertella fue, hablando en términos de redes, el enlace argentino del escritor cubano, el que puso a punto Devastación del Hotel San Luis para publicarlo por la editorial Mansalva; luego García Vega le dedicaría el libro —subtitulado como Antinovela o Proyecto de novela mala: nuestro Macedonio Fernández de Miami—, y en la dedicatoria recordó sus palabras tras la lectura del manuscrito.

“Me estoy dando cuenta de que no hice una lectura de tu libro sino, simplemente, un canje de imaginarios”, le escribió Libertella a Lorenzo. “Esto ya lo conversamos en Plaza Güemes: no somos locos, somos la aristocracia de la literatura, y que los demás se queden mirándonos con su cara boba y perpleja.”

Entre los variados fragmentos que componen, como un archivo o una instalación, La arquitectura del fantasma, entre apuntes reflexivos, imágenes y anécdotas de toda clase, también hay cartas a García Vega. (La última empieza así: “Maese, mejor dejar la autobiografía y dedicarse a la ficción, de verdad. A la ficción de verdad. El imaginario es lo único real del texto, me decía François Wahl en un congreso en Brasilia. A ese real me debo, y todo el resto es la realidad.”) De hecho, fue la presencia de esas cartas en el índice las que me indujeron a mí a leer, con mi cara boba y perpleja, el conjunto completo. Además del título, claro. El título de la autobiografía de Héctor Libertella es insuperable.

¿Por qué La arquitectura del fantasma? Varios pasajes del libro nos conducen directamente hasta ahí. Por ejemplo, un recorrido posible: en Lowell, Massachusetts, Libertella comparte la barra de un bar con viejos amigos de Jack Kerouac, a quien habían sepultado allí mismo poco tiempo atrás.

“Entre trago y trago se fue deslizando una cosa que todavía hoy me llena de terror: ninguna confiaba en Kerouac; lo pensaban un hombre que sólo quería escribir. Es decir, un traidor de la vida, alguien que participaba con ellos de la borrachera pero después corría a su casa para enfriarlo todo. Como si las mil y una historias de droga, sexo, alcohol, mujeres y caminos se resumieran en la imagen de un robot monomaníaco sentado frente a una Remington y ajeno al mundo al que simulaba pertenecer. Alguien que en su Remington está escribiendo un libro que se llama El grado cero del sexo, la droga, el alcohol, las mujeres y los caminos. ¿Un muerto en vida? Ese fantasma y/o ese diseño del ausente me conmovió mucho, y hasta un poco me identifiqué con él. Pero la identificación es siempre un efecto provisorio.”

Esa idea de la presencia / ausencia fantasmal se diseña de otro modo en el recuerdo de una estancia en Nueva York. Libertella se aloja en un cuartel de lesbianas radicales del bajo Manhattan. Allí, en un pequeño apartamento, nos cuenta, “hacía las veces de asesor o mascota de ellas”.

“¿Cómo explicar esto? Tres años antes yo había sido el único varón hombre macho en el Primer Congreso Feminista de América Latina, que duró un mes entero en Córdoba. Tal vez habría que hablar arquitectónicamente del siniestro, ese elemento extraño a un edificio que paradójicamente justifica, define y realza su estructura. Algo que no podría no estar. Ahora bien, ¿por qué debía estar yo allí?”

La arquitectura. El espacio. El elemento extraño. Termino con un tercer fragmento que me parece amplía y le da otra vuelta a lo anterior (además de ser otro buen botón de muestra del tono de escritura que mueve La arquitectura del fantasma):

“Cuando habla de tribu, la antropología nos advierte que en esa palabra no habrá que ver la imagen de un conjunto de aborígenes en la selva exótica del Amazonas, sino una arquitectura si se quiere bien occidental, y tan accidental que la misma noción de espacio nos corre siempre de lugar, al correr de la pluma. CL-S, a quien para respetar su anonimato no llamaré Claude Lévi-Strauss, cuenta lo que vio y escuchó en uno de sus estudios de campo: Para ser Alguien, en aquella tribu todos hablan al mismo tiempo y se canjean unos por otros. Ahí, el que calla y no se canjea es Nadie.

No sé si esto tiene algo que ver, pero hay momentos en que a uno le parece eso mismo: que todos están hablando al mismo tiempo. Un parloteo de campo en el que la literatura toma lo suyo, a la vez que pone su parte. Momentos en que es saludable recordar a esa tribu aristocrática, la de los Nadies que no se canjean con nadie, los que prefieren canjear imaginarios: lo único real del texto.

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