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Empieza una nueva temporada beisbolera en Cuba. Lo de “nueva” es un decir. Todo el mundo sabe que la Serie Nacional más tarde o más temprano acabará convirtiéndose (no habrá nada que lo impida, sencillamente) en una liga profesional caribeña más, con clubes privados, sponsors, anuncios de telefonía móvil sobre las gradas y publicidad de cerveza en los uniformes, pero por el momento seguimos con esta Serie que arrastra lo peor del calificativo Nacional: no es que sea vieja y obsoleta, sino que parece desarrollarse en otra dimensión. En una burbuja de tiempo.

Ahora bien: si me preguntaran a mí, que por suerte no me preguntan, hacia dónde quiero que se mueva el béisbol en la Isla, respondería que hacia finales del siglo XIX. Hacia aquellos tiempos en que existían revistas como El Pitcher (1887), El Score (1888), El Petit Habana (1900), El Petit Almendares y La Cancha Habanera (1902), entre otras. Hacia aquellas publicaciones que se anunciaban, cada una de ellas, como Semanario de sports y literatura. ¿Algo más moderno que eso? (En Cuba hemos olvidado qué cosa es un semanario.) Y mi favorita, el órgano de prensa que creo deberíamos rescatar de inmediato, imprimirlo en el presente sin cambiarle el nombre: El Comiquito. Periódico de teatros, literatura, música, bellas artes y sports (1899).

Cuando el juego de pelota dejó de ser una práctica elitista, en el siglo XX, su vínculo con las letras locales se desplazó en varias direcciones, transmutó en otras páginas. De hecho, la revisión de hemeroteca del párrafo anterior acabo de extraerla del prólogo del historiador Félix Julio Alfonso a la antología Escribas en el estadio. Cuentos cubanos de béisbol, publicado por la editorial Unicornio en el 2007 y reeditado hace un par de años. Se trata de un conjunto de ficciones de la cuentística cubana reciente, de variados registros y calidad desigual. Tienen en común, entre otras cosas, una reivindicación del béisbol —al decir del prologuista— “como zona existencial, íntima, más ligada a los compromisos personales de cada uno que a las retóricas colectivas”.

El primer relato del volumen se llama “La pared” y es, por supuesto, de Leonardo Padura.

Padura no deja pasar una entrevista sin mencionar el hecho de que él, antes que escritor, quiso ser pelotero. O que se hizo escritor porque no pudo ser pelotero. (Yo sigo esperando a un pelotero que diga: en realidad lo que yo quería ser era escritor.) Esa filiación primordial con el béisbol Padura la recuerda y la repite como un conjuro; la ha convertido en un lema, en un aura. De todos los autores cubanos, no sólo los incluidos en esta antología, Padura es el único escriba que se define a sí mismo por la pérdida del estadio.

En la pared del título rebota una pelota lanzada por un niño. Un hombre contempla la escena a través de la ventana de su oficina, deja a un lado el trabajo y sale. El cuento es el encuentro entre ambos personajes.

El niño se llama Élmer y quiere ser pelotero e ingeniero cuando sea grande: “Como pelotero voy a ir afuera y como ingeniero voy a ganar muchos pesos”, dice.

En 1989, año en que está fechado el texto, un parlamento como ese todavía era posible. Padura no tenía por qué saber que los ingenieros estaban a punto de borrarse de esa ecuación cuyo resultado son los pesos. No importa: aunque se vea obligado a dividirla en dos mitades, dos profesiones, la aspiración de este niño está más que clara y conforma una unidad. El Dinero y el Afuera: dos caras del mismo anhelo cubano.

“¿Tú sabes una cosa, Élmer?”, le dice el oficinista. “Bueno, no la sabes, pero debes aprenderla. Yo también quise ser pelotero e ingeniero. Pero no soy ninguna de esas dos cosas.”

El tipo estudió Economía —antes de salir, guardó en la gaveta de su buró un libro sobre Planificación del Trabajo, ni más ni menos— “porque bajó una orientación planteando la necesidad para el país del estudio de esa especialidad y no tuvo valor para decir que no”. Ahora vive en una casa que se le está cayendo encima y tampoco ha podido realizar el otro sueño de su infancia, nacido de la lectura —el segundo libro, actuando como polo magnético en el relato— de El continente misterioso, de Julio Verne.

Australia, claro, como proyección simbólica, metáfora, pero ante todo como eufemismo. Un eufemismo del tamaño de un continente. “Total, pueden meterse a Australia por el culo”, dice este economista poniéndose la guayabera que se había quitado para jugar un rato con Élmer. Y luego agrega: “Pero sigue practicando, que a lo mejor tú eres pelotero e ingeniero.”

El cuento responde a un esquema trivial: las ilusiones perdidas siguen ahí, la frustración rebotando en aquella pared como la pelota (ah, la Pared); el adulto se ve en el espejo del niño, el adulto sigue siendo aquel niño (la última línea es su deseo de que Élmer pueda ir a Australia algún día), etcétera. Lo que me interesa apuntar es la curiosa combinación de pelotero-ingeniero: ese centauro con mitad amateur, esa fórmula que se inventó Padura hace veinticinco años como un modo de introducir capital en los sueños infantiles de béisbol (unos sueños que también fueron suyos).

Comienza la Serie, decía, y es de esperar que las cámaras y los micrófonos de Tele Rebelde continúen sordos y ciegos, inhabilitados para captar bajo la gorra de los peloteros, la “zona existencial, íntima”, el anhelo personal desligado por completo de “las retóricas colectivas” (que en realidad nunca fueron tan colectivas). Dentro del deporte nacional ya se abre paso otro deporte, cada vez más entretenido: adivinar —este sí, este no— cuáles peloteros que hoy visten franelas provinciales ya no estarán en Cuba para la próxima campaña; cuáles serán los próximos en poner rumbo a franquicias de la MLB.

Que vengan las apuestas y que pase el siguiente. Detrás, esperando, hay cientos y miles de Élmer, niños y no tan niños, que quieren ir afuera y ganar muchos pesos.

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