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Ahmel Hechevarría

Ahmel Hechevarría / Foto: Cortesía del autor

Los tres primeros libros de Ahmel Echevarría (La Habana, 1974) —Inventario, Esquirlas y Días de entrenamiento, escritos en el modelo de la autoficción— integran lo que él llama su Ciclo de la Memoria. Esperemos, para bien de sus lectores, que ese ciclo no cierre todavía. En especial luego de Días de entrenamiento, novela no publicada en Cuba (y todavía impublicable). Por lo pronto tenemos a Ahmel viajando al pasado, al Quinquenio Gris / Decenio Negro, a explorar una memoria ajena.

Jorge Fornet también viajó recientemente al archivo de la misma época, a sus periódicos y documentos. El resultado lleva por título El 71. Anatomía de una crisis (Letras Cubanas, 2013). Pero si el ensayista e investigador hace la radiografía de un año, el narrador va a coger ese año y estirarlo hasta el presente. De su viaje, Fornet nos trae una anatomía; Ahmel vuelve con un cuerpo, un cuerpo que está vivo y aún respira.

El cuerpo de un viejo escritor. He aquí el protagonista de la novela La noria (Unión, 2013), que fuera galardonada con el Premio Italo Calvino a pesar de la perretuda resistencia de uno de los jurados (Leonardo Acosta, como un fantasma de aquel año tan bien repasado por Jorge Fornet, alegó que este relato de Ahmel Echevarría era nocivo para la Revolución. Con lo cual no hacía otra cosa que repetir, ¿sin querer?, un guión pautado en el trasfondo de las mismas páginas que rechazaba. Casi como un performance para secundar el alcance de la ficción).

Un viejo escritor que ya no escribe, y que luego de muchos años intenta volver a escribir. En un pasaje clave de La noria, este personaje es interceptado en Obispo por dos jóvenes que lo creen un turista, un cubano venido de afuera (no están lejos de la realidad: es un cubano venido del pasado). Uno de esos guías por cuenta propia y con buen olfato se ofrece a conducirlo a un restaurante: “Se llama La Guarida… Allí filmaron una película… Quizá oyó hablar de esa película. Casi gana un Oscar”.

Yo era un adolescente cuando vi Fresa y chocolate por primera vez, y lo que más me llamó la atención fue que Diego le tenía puesto nombre a su refrigerador. Recuerdo que pensé: estar en la onda del arte y la literatura (pasé por alto la onda gay, que me pareció irrelevante) tiene que ver con cosas como esas, ponerle nombre a tu refrigerador. Más adelante, retuve la escena en que Diego le señala a David una foto en la pared: “Ese es Lezama, el Maestro”.

Así llama Ahmel, irónicamente, a su protagonista: el Maestro, a secas. Décadas atrás una comisión valoró un libro escrito por él como “una verdadera afrenta” (Diego era el nombre de uno de los personajes de esa novela). El Maestro terminó exhumando cadáveres en el Cementerio de Colón. En el presente lo encontramos mirando por la ventana de su apartamento de Centro Habana (él ha sido rehabilitado, la ciudad que lo rodea es un cementerio). Justo ahí empieza La noria, y el lector no tardará en darse cuenta de que ese hombre asomado a la ventana es poco más que una caricatura.

El Maestro de Ahmel es un tipo que le dice “gracias, querida” a la camarera que le sirve una copa de vino, y que luego, ni más ni menos que frente a una Remington, recuerda a Hemingway, piensa en Cortázar. Hasta allí llega su angustia con las influencias. También pone música: los Conciertos de Brandenburgo, Bola de Nieve, Elena Burke… Para él la literatura viene siendo algo así como esta última: la Señora Sentimiento. Cuando le da por escribir ciertas cosas, su corazón late con fuerza. Desde hace años usa la misma colonia: agua de violetas.

¿El Maestro nos habla de cierta clase de escritores cubanos? ¿La caricatura de una generación, de sus alrededores y zonas comunes, de su destino literario? Puede ser. Y también puede ser mucho más que eso. Yo creo que Ahmel recogió una serie de formas que están ahí, formas persistentes, flotando en el aire de la isla como alérgenos que hacen lagrimear y estornudar, y con ellas ensambló a su protagonista.

¿De dónde viene este Maestro? Viene de un fotograma de Fresa y chocolate.

Diego y David se abrazan. Qué felicidad. Por ahí pasa y se actualiza todo: es la reivindicación de incontables víctimas, la victoria de los apaleados, el triunfo de los sobrevivientes. Pero en ese abrazo, el abrazo que sepultaba al Hombre Nuevo para marcar un rumbo nuevo, Diego y David intercambiaron fluidos y se fundieron en un solo cuerpo. El abrazo del perdón propició una química mortal. Aquel abrazo de hace veinte años dio origen al Maestro: el “sucedáneo de Lezama”, como dice en un poema Oscar Cruz (“canta bonito el desgraciado…”). Una criatura a ratos patética, por momentos ridícula, siempre inofensiva.

Y, no faltaba más: el secundario estelar de La noria es el amante-discípulo del Maestro, un mulato fibroso y cincuentón que se llama David y que no sólo es militante del Partido, como el David de la película, sino que también, al parecer (¡spoiler!), es agente de la Seguridad del Estado.

Ahora bien, el Maestro quiere volver a escribir. Algo bien misterioso acaba de sucederle y se pregunta si será capaz de narrarlo, si es posible hacerlo, y cómo. En las primeras páginas de la novela tenemos a un escritor agotado y acabado, totalmente fuera de revoluciones, enfrentándose a la famosa página en blanco como nunca antes lo ha hecho, dudando ante la alternativa de tener que inventar “formas que no servirán de nada”.

A partir de ahí, el relato se va convirtiendo poco a poco en una fábula política, en el modelo de las construcciones paranoicas. El viejo escritor, sin darse cuenta, ha encontrado una brecha, una fisura, un pliegue en el tejido totalitario. Como en aquellos relatos de la marca Philip K. Dick donde un suceso en apariencia trivial amenaza con cuartear todo el Sistema, la Realidad. Una suerte de Show de Truman con el Maestro en lugar de Truman.

Lo peor de esta fábula de Ahmel Echevarría es que llega a su final cuando debería estar (poniéndonos ambiciosos y sedientos) apenas empezando. Lo mejor es que dicho final no resulta para nada evidente desde el principio y que, de pronto, advertimos con total naturalidad que no había, nunca hubo, nunca habrá, otro destino posible para este personaje y su pequeña y triste historia.

Igual voy a decirlo: el Maestro se muere. Es decir, lo matan.

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