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Juan Carlos Flores

Juan Carlos Flores

Un viejo argumento de ciencia-ficción dice que si uno viaja al pasado y modifica algo, cualquier cosa, provocará una cascada de alteraciones y a la vuelta se encontrará con un presente alternativo, irreconocible. A la espera de la final del Mundial de fútbol me he puesto a pensar en eso, y me he remontado dos décadas atrás para recordar (que no es volver a vivir) la final del Mundial de Estados Unidos en 1994.

Brasil e Italia empatan a cero y viene la definición por penales. Llega el turno de Roberto Baggio, el crack de los italianos, el entonces Balón de Oro de la FIFA, el Cristiano Ronaldo del momento pero con el diez en el espalda, el número de los astros como Maradona, Zidane, Messi…

“El número 10”, así se titula un poema de Juan Carlos Flores, incluido en su libro El Contragolpe (y otros poemas horizontales) (Letras Cubanas, 2009), dedicado al instante en que Roberto Baggio falla el penalti decisivo. El balón va a parar a las gradas del Rose Bowl de Pasadena, Brasil se corona campeón del mundo por cuarta vez y Juan Carlos Flores escribe:

…sé lo que significa pertenecer a un equipo de fútbol, sé lo que significa acertar y sé lo que significa fallar, arte o fútbol o guerra, trabajar por algo cansa, trabajar por nada cansa más: aquellas nanas, mi madre, aquellas nanas, cántame una.

En otro poema del mismo libro, leemos la observación siguiente:

Diversos goleadores, los llamados crack, cuando fallan, hincan las rodillas contra el césped, y apretadas las manos a cada costado de las cabezas, miran hacia el cielo como si allí esperase, sentada, la respuesta a la pregunta que raspa: ustedes, viviendo entre gestos violentos, deberían quizás sonreír… (“Zigzag”).

¿Quiénes son ese “ustedes”? ¿Qué gestos violentos? Lo cierto es que apenas dos o tres semanas después de dicha final, en agosto, los cubanos se estaban arrojando al mar con destino a aquellos Estados Unidos. Y si hay un lugar donde el fútbol —una idea de fracaso y desamparo total que la épica del fútbol carga por dentro, como un fardo que en cualquier momento puede halarte hasta el fondo— conecta de un modo irremediable con nuestros balseros, ese lugar es, tiene que ser, la escritura de Juan Carlos Flores.

Pienso en un hombre sobre una frágil embarcación, cansado ya de remar, muerto de hambre y de sed y rodeado de agua por todas partes, mirando al cielo como si allí estuvieran las respuestas a las preguntas que raspan, arrullándose a sí mismo en medio de la noche con las nanas que alguna vez le cantara su madre. Repaso las páginas de El Contragolpe… y leo:

En esa caravana me hubiera gustado a mí enrolarme, ir tocando armónica hasta los fuegos verdes de Miami Beach.

Nana, para festejar, a la vuelta de todo, si es que hay vuelta de todo, guárdame otra bolsa de plástico (“Meta volante”).

Con eso escribe Juan Carlos Flores: con bolsas de plástico. Con trozos de nylon, y sogas, y trapos, y cámaras ponchadas de viejos camiones. Sus poemas son técnicas mixtas con plásticos, gomas, tablones de madera. En ellos se impone el ritmo de los claveteos urgentes e improvisados.

El sobreviviente, el que no se enroló, ensambla sus textos para que floten, horizontales, como las balsas. Poemas para escapar. Pocos poetas cubanos, como Juan Carlos Flores, ofrecen el espectáculo de escribir a la intemperie, cercados por los tiburones.

Y el espectáculo, en El Contragolpe… —el libro está dividido en “secciones-galerías” con arreglo povera de cucuruchos de maní: Peanut Gallery I, Peanut Gallery II, etc.—, se organiza en forma de exposición. Pero la curaduría no tiene que ver tanto con las obras como con los materiales empleados.

En la narrativa hiperrealista local, aquel enorme verano de hace veinte años impulsó el subgénero Balseros. Poco o nada ha quedado de ahí. ¿Por qué? Primero, bueno, porque la mayoría de los narradores cubanos son ciegos a las tonalidades —ya el 94 lo había visto Reinaldo Arenas cuando escribió sobre ese color de “tonos repentinos y terribles” en El color del verano—; y segundo, porque casi todos se dedicaron a escribir sobre los que tripulaban las balsas y se olvidaron de los materiales con que las balsas estaban hechas.

(En el ámbito del arte, donde por supuesto hay un sentido más directo de lo material, hablar de este tema es mencionar una firma. Pero ya sabemos lo que pasó con Kcho. Tengo la impresión de que en su obra se verifica, en el momento adecuado, un desplazamiento que conviene a unos y complace a otros: la “condición migrante” se asimila a la isla entera, que por supuesto es de corcho, que no se hunde, algo así como trucar la maldita circunstancia en fiesta innombrable.)

¿Hay alguna utilidad en recordar estas cosas? Yo creo que sí. El Estrecho de la Florida hay que narrarlo. Hay que seguir narrando el Estrecho de la Florida: por los tiempos que corren y, sobre todo, por los tiempos que vendrán. Y ya no figuran en el mapa los viejos balseros —se ahogaron, se perdieron, llegaron, volvieron…— pero ahí, en esas famosas noventa millas, todavía está el archipiélago de destrozos que una vez fueron balsas.

Eran la clave de todo. No los cuerpos: los restos desarbolados. La basura flotante compuesta, a manera de collage, por materiales tan persistentes como precarios. Los seguimos teniendo a la mano, y deberíamos pensar en ellos a la hora de meter cabeza en la franja fronteriza Cuba-USA.

Vamos a guardarlos.

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