Sigue leyendo: Heráclito en Matanzas

Leo al poeta Leymen Pérez (Matanzas, 1976), quien a su vez nos introduce en una escena de lectura. Una circulación:

“Mientras leía fragmentos de Heráclito de Éfeso

aumentaba y disminuía la opresión de mi sangre

el grito del vendedor de agua

con sabor a tierra poco fértil.

En bolsas bien selladas y etiquetadas llegaba el agua

a las secas bocas de la isla. A través del agua llegaban

los reanimadores de almas, los falsos átomos

que produce la falsa democracia.

Los fragmentos de Heráclito viajaban

entre una bolsa y otra.

Como muertos que se alimentan de lo mismo, viajaban.”

El poema se llama “El vendedor de agua” y forma parte de El libro de Heráclito, publicado por Ediciones Unión en 2012. Un recorrido posible por este cuaderno parte de ahí: el agua que sabe a tierra, la suspensión de agua con tierra.

El célebre todo fluye del filósofo griego, reciclado y desplazado. Se podrán mover otras cosas, otros átomos, pero no esta agua que llega a nuestras bocas. La tierra pesa. La tierra no fluye, no recircula, no cambia. Heráclito estaba equivocado, dispara el poeta desde el mismo inicio, desde el primero de una serie de textos donde la tierra va a ser elemento primordial.

Poemas que hablan de tierra por todas partes: tierra pobre, amarga, poco fértil. En uno de ellos, se siembra un país en el patio y el país no crece; en otro, hay que cavar cada vez más lejos en busca del país. Nos movilizamos de inmediato en la retórica tubérculo de las raíces y la tierra que nos vio nacer; yo pienso en aquella vieja doctrina de la fruta madura: aquí Cuba —“soleada cáscara”, la llama Leymen— viene siendo el fruto que no madura nunca, que se pudre sin siquiera pasar de semilla.

Pero la tierra también son los muertos. Su peso es el peso de los muertos que, como leemos en el poema “Los muertos en Cuba”:

“respiran

transmiten un sentido

un ritmo de cajón

un lenguaje que vive

entre guerras

entre la línea que hace el filo o la carne

—cruda o ahumada—

según el orden que disponga Heráclito.”

Para eso está él en el libro. Está tras esa idea —afilada, precisa como un corte— de disponer cierto orden en un lenguaje que vive entre guerras, lenguaje lleno de muertos. Curiosamente, Heráclito también aparecía en la novela que yo estuve leyendo justo antes de este poemario: El fuego secreto, del desmesurado Fernando Vallejo, quien apuntaba que cuando el filósofo postuló aquella metáfora del río que nunca es el mismo, no sabía en realidad de qué estaba hablando. Porque, ¿qué eran ríos para él? Los riachuelos griegos: el Aqueloo, el Alfeo, el Nestos… (Para ríos, ¡los ríos revuelcacaimanes de Colombia!) Leymen va más allá: el Heráclito de su libro ya no tiene nada que ver con corrienticas de agua. En uno de los poemas, que se titula “En la terminal de Matanzas”, lo encontramos sentado frente a una estatua contando almas de difuntos, tocando sombras con las manos. En el poema siguiente, “Tierra muerta”, leemos sobre manos mutiladas que “reman surco adentro contra la tierra”.

Resumiendo, a manera de maldita circunstancia:

“tierra muerta hay en la muerta sangre

de los hombres de la independencia

que ya no pueden reencarnar

en las rápidas semillas de las sombras

y en el lenguaje que se abre

como una herida

en el fruto que se compra

y vende

en las hordas cubanas

dentro de la naturaleza que pasa

por La Florida y desembarca

en La Habana hay tierra muerta”

Vuelvo por un momento a esa imagen del filósofo de Éfeso sentado frente a la estatua. Si los libros de poesía cubana —fantaseo— parieran pequeñas ficciones capaces de salir, por así decirlo, solas a la calle, la de El libro de Heráclito sería esta escena extrapolada del texto “En la terminal de Matanzas”. Un viejo (viejísimo, lo imagino, con algo de estatua él también) de barba andrajosa (por alguna razón, hay que imaginarlo con barba), vestido con lo que parece una sábana (de yute, tal vez), se pone de pie y camina apoyándose en su vara, alzando sus dedos manchados, arrugados de tierra. Como quien cuenta sombras. Como quien dispone un orden secreto, un orden oscuro. La gente que pasa por allí lo mira y se pregunta: ¿Qué hace? ¿Es un loco? ¿Es un mendigo? ¿Es un extranjero? ¿Es un performance? ¿Es un doble de Heráclito? ¿Es Leymen Pérez? ¿Quién es?

No importa (nada de esto, por descontado, importa en lo más mínimo). Sea quien sea, el viejo mira alrededor con aire entre resignado y ausente. Demasiada filosofía antigua. “Demasiados restos”, es el título de otro poema del libro, que dice:

“Sobre el paisaje,

restos.

En restos de un paisaje

nos hemos convertido.

Tierra seca,

país que se deja secar

como el alma que ha estado

hilándose.”

Pero el paisaje pudiera estar peor, se me ocurre ahora. Pudiéramos no tener ni siquiera líneas como las anteriores. Quiero decir, uno respira y dice: bueno, pero al menos dentro del paisaje hay escritores que se sientan a hilar lo suyo, con fuerza, con obcecación, pensando que en alguna parte puede hallarse el lenguaje como sucesión de heridas, sangre que fluye, línea de guerra. En fin.

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