Una cubana en el castillo de Ratimbum

Foto: Rodrigo Antonio/VEJA

Foto: Rodrigo Antonio/VEJA

Esa tarde el portero volvió a recibirme del mismo modo en que lo hacía cuando, años atrás, solía frecuentar aquel lugar. Sus ojos continuaban siendo las mismas esferas desorbitadas que parecían pertenecer a cualquier sitio menos a aquel cilíndrico rostro azul. Sin embargo, algo había cambiado. Creo que mis ropas se habían encogido un poco. O mis zapatos. Algo raro estaba sucediendo. Aun así, entré.

Las puertas se abrieron. Un silencio leve y de repente vi a aquel hombre colorido dándome la bienvenida. ¡Nino, sigues siendo el niño alto de ropas rayadas y peinado anticuado!- le dije. Tu cabeza siempre me pareció una gran calabaza negra donde en las noches nacen las más locas ilusiones y anidan aquellos pájaros dorados que ponían la música cada vez que nos encontrábamos. ¡¿Pajarillo, qué sonido es ese?! ¿Recuerdas, Nino? Yo siempre te esperaba sentada en el sillón rojo de casa de mis abuelos y cuando llegabas y me abrías tu castillo el mundo era para mí un lugar mágico.

Vale. Yo sé que no eres tú, que en este momento puedo parecerle una loca de atar al grupo de gente que me mira desconcertada preguntándose que hace una chica de 25 años -tan grande que está- hablándole a un holograma que me recibe a las puertas de esta linda exposición en medio del calor de Rio de Janeiro.  Yo sé que no eres tú, Nino, como tampoco es Celeste la cobra rosada que me mira fijo desde aquella cristalería del final de la sala, mi bella Celeste; pero no me importa.

Foto: Rodrigo Antonio/VEJA
Celeste. Foto: Rodrigo Antonio/VEJA

Cuando supe que todo Ra Tim Bum estaría hoy aquí me prometí que debía venir a encontrarte, en nombre de todos los niños cubanos que, como yo, aprendieron la importancia de bañarse cuando aquel ratoncito azul de plastilina, orejas amarillas y un diente enorme se metía dentro de su diminuta ducha. Nosotros no veíamos la hora de que llegaran las cinco de la tarde de cada jueves para verlos a ustedes. Bum, Bum, Bum. Y se abrían las puertas y éramos tan felices. “¡Abuela, tráeme la merienda que no puedo levantarme, estoy viendo Ratim!” -como cariñosamente le llamaba. Y mi abuela aparecía solícita con mi platico de natilla de caramelo y un vaso de jugo, sin chistar, sin reclamar, porque sabía que estaba sucediendo algo mágico dentro de mi cabecita alocada de niña traviesa.

“Lo que me espera mañana”, temería ella al saber que al día siguiente bien podría encontrarse las paredes de la casa pintadas con crayolas o una nave espacial de cartulina en medio de la sala, dependía siempre de las ideas que tú me dieras, Nino de mi corazón.

Foto: Rodrigo Antonio/VEJA
Etevaldo. Foto: Rodrigo Antonio/VEJA

De todo lo que hacíamos juntos recuerdo poco. Ahora ya no nos encontramos en el sillón de los cojines en la sala de mis abuelos. Sé que no es igual pero algunas veces, shhhh Nino, no le digas a nadie, algunas veces finjo que estudio y me pongo los audífonos para que nadie escuche que en una ventana de mi navegador se reproduce algún que otro episodio de tu programa. ¡Bendito seas, YouTube!

Hoy estoy lejos de casa, no tengo Cubavisión ni sillón de mallas rojas, y cuando voy de visita a mi país soy yo quien le lleva la natilla a las manos a mi abuelita, porque a ella se le ha puesto el cabello más blanco. Ya he crecido, Nino, tengo un diploma universitario y aunque el tiempo no me alcanza para hacer naves espaciales de cartulinas viejas en medio de la madrugada, yo sigo lavándome las manos siempre antes de comer, ¿sabes? Y entrando a la biblioteca del gato gordo y amarillo a robarme sus viejos libros. Yo sigo tarareando la canción de nuestros pajarillos y a veces, cuando nadie me ve, robándome junto a Pedro, Biba y Zequinha la vieja escoba de Morgana, no se lo digas Nino, que nos pellizca con un chasquido de bruja.

Foto: Paulo Pinto
El holograma de Nino te recibe en la entrada. Foto: Paulo Pinto

Abertura do Castelo Rá Tim Bum

Salir de la versión móvil