¡Votó!

Foto: Raúl Pupo / Juventud Rebelde.

Foto: Raúl Pupo / Juventud Rebelde.

El colegio electoral quedaba al doblar de mi casa. Era un lugar de reuniones, al lado de un parqueo, al que todo el mundo llamaba el Centro Operativo.

Cada vez que había elecciones, los niños del barrio nos concentrábamos allí desde temprano. Nos tocaba cuidar –custodiar, decían los mayores– la urna vestidos de “correcto uniforme”. Esto era: camisa por dentro del pantalón, limpia y bien planchada, zapatos relucientes y la infaltable pañoleta.

Nuestra misión debía ser seria, casi solemne. Recibir a los votantes, vecinos que nos habían visto crecer e incluso alguna vez nos habían halado las orejas. Explicarles cómo se depositaba la boleta si tenían dudas. Levantar la mano derecha hasta la frente, como mismo hacíamos en la escuela, y decir “¡votó!” mientras la boleta se deslizaba urna adentro.

Era un ritual, una mecánica aprendida que repetíamos cada dos años y medio al tiempo que cambiábamos la pañoleta azul por la roja y esta por el uniforme de secundaria. Pero, pasara lo que pasara, siempre nos daba gracia.

El votante, el vecino, llegaba hasta la urna y doblaba la boleta para introducirla en ella, pero ya desde antes los “guardianes” intercambiábamos miradas y sonrisas cómplices esperando el momento en que soltaríamos el dichoso “¡votó!”.

Nos resultaba divertido engolar la voz para cumplir con la solemnidad requerida. A veces ensayábamos tonos distintos, más graves o más agudos, y subíamos el volumen con la carcajada presa en la boca.

Más de una vez se nos escapó el grito, o la risa, y más de una vez nos ganamos un regaño. Desde la mesa electoral fruncían el entrecejo y nos recriminaban por semejante “falta de respeto”. Otras veces eran los propios votantes los que nos crucificaban con la mirada.

Algunos, en cambio, sonreían bajito. Disfrutaban ser testigos de una complicidad que no solo involucraba a quienes hacíamos guardia a ambos lados de la urna, sino también a los que esperaban para relevarnos.

Las mejores horas eran las de la mañana, cuando iba a votar la mayoría de los vecinos. Entonces, debíamos cantar “¡votó!” una vez detrás de otra, casi sin descanso. Todos queríamos hacer guardia y afinábamos las gargantas con cada voto. Y aguantábamos la risa.

El que cedía a sus impulsos, además de regañado, se convertía en el hazmerreír de la tropa infantil. Y desde el interior del Centro Operativo nos mandaban a callar a todos.

Los mediodías y las tardes, en cambio, eran más aburridos. Apenas venían personas al colegio y entonar los pocos votos no tenía ya la misma gracia. Hacer guardia a esa hora era más un castigo que una diversión, y si nos tocaba estar junto a las urnas mirábamos envidiosos a los demás niños.

Pero los demás niños no solían esperar su turno como angelitos.

Si por la mañana sobraban los deseos de hacer guardia, por la tarde toda esa energía menguaba. Se evaporaba con el calor del Centro Operativo y el letargo vespertino de los domingos. Al otro día debíamos volver a la escuela, así que era mejor dedicar las horas que faltaban a algo más divertido.

Jugar pelota, por ejemplo.

Los mejores partidos de los domingos de elecciones eran por las tardes. Justo cuando debía estar al lado de la urna y no me quedaba otra que conformarme con escuchar la algarabía de los afortunados.

En cuanto terminaba mi turno salía disparado para la esquina –el estadio improvisado del barrio–, pero ya los equipos estaban formados o la pelota se perdía por un tragante.

Una vez tuve suerte. Llegué a la esquina cuando se terminaba un partido y a los que entraban a jugar les faltaba el cátcher. El cátcher, en estos juegos de pelota a la mano, no usa arreos y su trabajo consiste, básicamente, en sacar out a todo el que trata de pisar el home. Es decir, el pedazo de acera señalado como tal.

Me lo tomé a pecho y luego de unos innings mi impecable uniforme era un verdadero churro. Eso, sin contar los raspones en codos y rodillas.

En un intento de hacer out a uno de mis contrincantes, ambos nos revolcamos por la calle en medio de la gritería de los otros “peloteros”. Al final fue quieto y mi camisa quedó sin rastro de su color blanco original. Así no podía regresar para mi última guardia en la urna.

Mientras me acercaba al Centro Operativo la vergüenza me pegaba los ojos al piso. “¿Y esa bola de churre?”, oí decir a alguien de la mesa electoral cuando pasé la puerta. Por un momento estuve a punto de llorar.

Me salvó la campana.

“¿Y tú para que viraste?”, me preguntó Néstor, el presidente del colegio. “Ya aquí terminamos. Hace un rato votó el último que faltaba.”

Salí corriendo del Centro Operativo. Pensé ir para mi casa, pero volví a la esquina y marqué entre los que esperaban para jugar pelota. Total, ya tenía el uniforme sucio y del regaño de mi abuela no me salvaba nadie.

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