De uñas y “manicuris”

Habría que ponerse a estudiar el gesto político que hay detrás de la visita a la manicura hoy día.

Betsy comparte su vida entre la profesión de estomatóloga y el oficio de manicuraa. Cuando sale de la clínica se mete en su rinconcito colorido. Foto: Jorge Ricardo.

Betsy comparte su vida entre la profesión de estomatóloga y el oficio de manicura. Cuando sale de la clínica se mete en su rinconcito colorido. Foto: Jorge Ricardo.

Todo barrio que se respete tiene una buena manicura. Pintarse las uñas el fin de semana tiene un sentido cósmico, más que cosmético. Sacar el turno, hacer la cola, chismear, recibir y dar consejos de belleza, pasar un buen rato de ocio y además salir con las uñas “hechas” para toda la semana es para muchas mujeres una gran inversión de tiempo y dinero.

Cuando era adolescente vivía en Santiago de Cuba y acompañaba a mi mamá los domingos a casa de los Pimentel. Era una familia grandísima y había como cuatro pares de gemelos. Todos vivían en la misma casa y allí una de las hermanas arreglaba uñas. No se formaba cola porque la gente se asomaba a la puerta y, si veía que había alguien arreglándose, volvía más tarde.

La Pimentel pintaba bonito, pero era lenta. A mi mamá la desesperaba, pero a mí me gustaba porque en lo que concluía su labor, me enteraba de cómo se vivía en aquella casa, cómo se pensaba, qué se cocinaba. El arreglo de las uñas era para mí una experiencia antropológica, más que un acto banal.

Cuando nos mudamos para La Habana no conocíamos a nadie que arreglara uñas cerca de donde vivíamos en Buena Vista. Así que, de tanto admirar a la Pimentel, decidí hacerme manicura. Estaba en 12 grado cuando me metí en el negocio y así estuve hasta segundo año de la carrera.

Iba de casa en casa con una jaba, un banquito y una palangana para que las mujeres metieran los pies. Arreglé pies bonitos, pies negros de churre, pies suaves, pies de Nemesia Flor Carbonera, pies cansados, pies diabéticos y pies de bailarina.

Muestrario de formas y colores para escoger. Foto: Jorge Ricardo.
Muestrario de formas y colores para escoger. Foto: Jorge Ricardo.

Mi estrategia para no perder clientes a pesar de los filitos disparejos y las cutículas mal cortadas, era comunicacional. Le pedía a mi mamá que me bajara de Internet los argumentos de las novelas brasileñas que estaban poniendo y en cada arreglo iba contándoles a las clientas lo que iba a pasar. Les decía que una prima mía que vivía afuera ya las había visto. Aquellas mujeres se daban una enganchada, que siempre volvían a mí, aunque dejaba mucho que desear como pintadora de uñas. A las novelas cubanas les inventaba finales porque esas no salían en Internet, pero como los argumentos eran tan predecibles casi siempre acertaba.

Cuando no tenía más novelas que spoilear, les contaba La Orestíada, la trilogía trágica de Esquilo en clave de melodrama. Y les decía que esa era una novela que estaba viendo otra prima mía por el cable. Apasionada con las lecturas de los dos primeros años de Teatrología y con el deseo de mantener a flote el negocio, hice adaptaciones, recontextualizaciones y versiones en tono telenovelero de Edipo Rey, Prometeo Encadenado, la Epopeya de Gilgamesh y La Eneida de Virgilio. Recuerdo lo bien que me quedó la novela de La Mandrágora, de Maquiavelo. Esa la conté con los actores que hicieron La próxima víctima.

Solo la mudanza para Centro Habana pudo frenar aquela pequeña empresa personal que iba viento en popa. Cuando me fui de Buena Vista les regalé las pinturas medio empegotadas a algunas clientas. Me fui diciendo adiós a aquel oficio que me lesionó la espalda, me fundió los ojos, pero despertó en el barrio el gusto por la Tragedia Griega, y el Clasicismo Francés y La Comedia Humanista Italiana.

Lo que aún hay de manicuri en mí es gracias a mi madre, la única clienta que me queda. Foto: Jorge Ricardo.
Lo que aún hay de manicuri en mí sobrevive gracias a mi madre, la única clienta que me queda. Foto: Jorge Ricardo.

Hace más de quince años que tampoco voy a una manicura; me gustan mis uñas cortas y sin pintar. Pero veo cómo ha proliferado el arte de arreglar uñas. Ya no se usan los filitos blancos ni las lunitas. Hay diseños sofisticados que van de lo sublime a lo ridículo. Las manicuras se especializan en diferentes prototipos: uñas esculturales, de gel, poligel, acrílicas, rubber base, esmaltado semipermanente y “uñas naturales”. Antes lo que funcionaba era el boca a boca; ahora se sacan turnos por Internet y hasta se hacen promociones especiales: “Si traes a una amiguita el esmaltado semipermanente te sale gratis”. Hay hasta diplomados en “Manicure SPA & uñas efectos y decorados” que, en seis meses, te convierten en Técnica en Uñas.

Antes era un dolor de cabeza conseguir las pinturas y mantenerlas en buen estado. A veces se hacían una pasta y cuando no había brillo ni diluente para remediarlo, las manicuras más cutres como yo tenían que echarle acetona. Perdían un poco el glamour porque solo gustaban los colores perlados y la técnica los opacaba; quizá fue así como llegó a Cuba la estética del mate.

En aquella época, en la que todos éramos más o menos pobres, montabas un negocio de uñas en tu barrio con un alicate, una limita y cuatro o cinco pomos. Hoy hay suntuosos salones de belleza con equipamiento moderno y procedimientos de última generación. Ahora te meten las manos en una especie de mini somatom y la pintura te dura un montón de días. No se te cae aunque le des a la olla con estropajo de aluminio. ¡Lo triste que era arreglarte y ese mismo día perder la mitad del esmalte con el fregado de la noche! Claro, el arreglo de las manos costaba 5 pesos y el de los pies, 10. El esfuerzo que se hacía era demasiado comparado con los ingresos. Ahora hay quien paga sin remilgos hasta 15 USD por acrílicas o poligel.

Uñas recién puestas, sin cortar ni limar.
Uñas recién puestas, sin cortar ni limar. Foto: Jorge Ricardo.

Por suerte, el universo de las uñas es inmenso, asombroso, y hay de todo como en botica. Puedes encontrarte un lugar con precios por los cielos en el que te hacen incrustaciones de piedras, perlitas y figuritas; pero más pa’lante seguro hay uno en el que te cobran 150 pesos y te hacen un arreglo tradicional de uñas naturales.

Lo interesante para mí como exmanicuri de barrio marginal es ver cómo el negocio de las uñas acrílicas ha empoderado a cientos de mujeres y les ha ofrecido una libertad financiera antes inimaginable. Aunque las uñas acrílicas a algunos les parezcan cheas, obscenas, horrorosas, a otros les resultan bellísimas, espectaculares y con tremendo swing. He conocido a mujeres vulgares e incultas con uñas naturales discretamente arregladas y a mujeres cultas, sabias y eminentes con perras uñas de acrílico.

Supongo que estos días los temas alrededor de la mesa hayan variado junto con los precios y el método. Pero hay conversaciones que no mueren, como la situación del país, las recetas de cocina, las cosas de los maridos, las novelas… Habría que ponerse a estudiar el gesto político que hay detrás de la visita a la manicura hoy día. El valor de ese espacio de debate entre mujeres quizá no sea tan fútil como aparenta, porque habla de las diferentes economías familiares, de los gustos estéticos, de la superación personal, de la felicidad.

Que 2024 les traiga muchas clientas a las “manicuris” de los grandes salones y a esas que, en cualquier barrio de Cuba, siguen haciendo lunitas, filitos o poniendo escarchita dorada, a lo Pimentel.

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