¿Y si fuera “La Última Cena”?

La estela que ha seguido a la apertura de los Juegos Olímpicos expone tensiones y resistencias de una sociedad que aún lucha por una auténtica inclusión de su diversidad.

Número de la ceramonia de inauguración de las Olimpiadas de París 2024. Captura de pantalla.

Durante la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de París 2024 una actuación generó un escándalo cultural. Supuestamente estaba inspirada en La Última Cena, de Leonardo da Vinci. La actuación, que incluyó a drag queens y a dos hombres besándose, fue interpretada como una parodia blasfema de la famosa pintura, lo que provocó críticas de grupos y líderes religiosos y políticos conservadores. En ese contexto, la activista LGBTQ+ Bárbara Butch, a quien los detractores le atribuyeron el papel de Jesús, presentó una demanda tras ser víctima de ciberacoso y amenazas de muerte. 

La organizadora de los Juegos Olímpicos 2024, Anne Deschamps, pidió disculpas a los colectivos católicos y cristianos ofendidos, aclarando que no hubo una intención deliberada de referirse a la icónica pintura renacentista. En cambio, el objetivo era representar al dios griego Dionisio y “celebrar la tolerancia comunitaria”. 

Algunos expertos y participantes han sugerido que una escena de la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos se inspiró en La fiesta de los dioses, de Jan van Bijlert, interpretándola como representación de una bacanal. En la pintura barroca el tema era popular porque permitía explorar el descontrol emocional y la indulgencia excesiva. Las bacanales, dedicadas a Baco (Dionisio en la mitología griega), dios del vino y la fertilidad, se destacaban por su júbilo desbordante y la participación en música, danza y consumo abundante de vino, liberando a los asistentes de las restricciones sociales.

En este contexto, tiene sentido que un dios del Olimpo encarne el espíritu olímpico y que Bárbara Butch, vestida con una corona en forma de halo y un vestido azul, personifique a Sequana, la deidad celta vinculada al río Sena en Francia.

Más allá de La Última Cena o La fiesta de los dioses, Leonardo o Jan van Bijlert, la polémica no se resuelve con la aclaración de referencias, sino que incitan un debate sobre nuestras percepciones de lo profanador, indecente y censurable. Esta controversia revela las tensiones en nuestras estructuras sociales y culturales, y las dinámicas de poder y control que influyen en la opinión pública.

Por ese lugar, la controversia ha puesto de relieve las tensiones entre la libertad artística y el respeto por las creencias religiosas, generando un debate sobre los límites de la interpretación y la representación en eventos públicos.

Ciertamente, La Última Cena de Leonardo da Vinci es una obra de arte de temática religiosa, pero no sagrada en el mismo sentido que la Biblia o los objetos litúrgicos utilizados en el culto religioso. De hecho, la reproducción comercial de la pintura de Da Vinci ha sido un fenómeno extendido que abarca desde lienzos y pósters hasta objetos de decoración de consumo masivo. 

En el Monasterio San Diego, en Quito, se conserva una pintura de la Santa Cena del siglo XVII, atribuida al pintor ecuatoriano Miguel de Santiago, donde Jesús ofrece un cuy a sus discípulos. Foto: cvc.cervantes.es

La Última Cena, pintada entre 1494 y 1498 en el refectorio del convento de Santa Maria delle Grazie en Milán, no solo es una obra maestra del Renacimiento por su arte, sino además por su tortuosa historia. Encargada por Ludovico Sforza, Duque de Milán, la pintura fue el proyecto que consolidaría a Leonardo no solo como un artista de corte, sino como un innovador en técnicas pictóricas, cuando optó por una variante mixta de temple y óleo sobre yeso, en lugar del tradicional fresco sobre la pared.

Sin embargo, la misma innovación unida a una ubicación expuesta a los cambios bruscos de temperatura de la cocina adyacente al fresco, condujeron a un deterioro constante a lo largo de los siglos, exacerbado por restauraciones inadecuadas y el abandono del lugar, que incluso sirvió de establo durante la campaña de Napoleón en Italia.

El siglo XX marcó un punto crítico para La Última Cena, particularmente durante la Segunda Guerra Mundial, cuando un bombardeo de la Royal Air Force británica casi destruye la obra, que se salvó milagrosamente gracias a medidas de protección anticipadas, como sacos de arena y andamios de madera.

La posterior restauración del edificio y de la pintura, que duró de 1978 a 1999, fue descrita como “la restauración del siglo”, al haber enfrentado enormes desafíos para devolverle su gloria original. Esta restauración no solo revitalizó la pintura, sino que reavivó el interés por los misterios que la rodean, como la controvertida teoría popularizada por Dan Brown en El Código Da Vinci, que sugiere que la figura al lado de Jesús es María Magdalena, y no el apóstol Juan. Aunque esta interpretación ha sido ampliamente debatida y carece de fundamento histórico, refleja cómo La Última Cena continúa inspirando tanto admiración artística como polémica cultural.

Walter Benjamin, en su ensayo “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica”, desarrolla argumentos sobre cómo la reproducción masiva de obras de arte transforma su naturaleza y su valor cultural. Uno de los conceptos es el “aura”, que describe cómo la cualidad única de una obra de arte está intrínsecamente ligada a su autenticidad y su presencia en el tiempo y el espacio. 

Según Benjamin, el aura se erosiona con la reproducción técnica, ya que las copias permiten que el arte se separe de su contexto original y se distribuya ampliamente. Tradicionalmente, el arte tenía un papel ritual y cultural, pero con la capacidad de ser reproducido, el arte adquiere funciones políticas y educativas.

Sería relevante recordar que Da Vinci, aclamado como uno de los grandes genios de la historia, no se consideraba a sí mismo un devoto cristiano y enfrentó acusaciones de sodomía, un delito que en su época podía llevar a la pena de muerte. A pesar de esto, recibió una sentencia sorprendentemente leve, que solo implicaría prisión en caso de reincidencia.

En la Florencia renacentista, donde había una tolerancia relativa hacia la homosexualidad, las condenas por sodomía eran poco frecuentes, principalmente debido a la dificultad para probar el delito y a la frecuencia de acusaciones falsas y anónimas por parte de rivales. Esto plantea una pregunta: ¿Están conscientes aquellos que se ofenden por la supuesta representación blasfema en la icónica pintura de estos aspectos de la vida personal del autor? Con todo, esa no es la cuestión central de este debate.

“La Última Cena” se conserva, pintado directamente sobre la pared, en el Cenacolo di Santa Maria delle Grazie, en Milán. Foto: yesmilano.it

En La muerte del autor, Roland Barthes invita a considerar cómo la interpretación de una obra de arte se democratiza al liberarla de la intención original de su creador. Esto es relevante en el debate actual sobre los límites del arte y la libertad de expresión, en el que el público se convierte en co-creador del significado, reflejando una pluralidad de voces y experiencias.

En este contexto, las reacciones a determinados cuerpos presentados en la inauguración de los Juegos Olímpicos parisinos pueden verse como un ejercicio de biopoder, donde las normas sociales y culturales son reforzadas o desafiadas a través de discursos y prácticas públicas. La indignación que por un lado genera este tipo de arte performativo, y el apoyo por otro, reflejan los conflictos en torno a la moralidad, la identidad y la legitimidad cultural.

El perspicaz concepto interseccionalidad, introducido por la feminista académica Kimberlé Crenshaw, vale para explicar cómo las experiencias de opresión se superponen y afectan a los individuos de múltiples maneras. La reacción contra el polémico performance no solo refleja prejuicios individuales, sino la persistencia de un sistema de opresión que intersecta identidades y marginalizaciones, como la orientación sexual, el género y el color de la piel. 

Aplicado al contexto de esta polémica, la representación de cuerpos racializados y sexualidades diversas en la reciente apertura de los Juegos Olímpicos expuso las tensiones y resistencias de una sociedad que aún lucha por una auténtica inclusión de su diversidad. 

La mezzosoprano Axelle Saint-Cirel, sobre el techo del Grand-Palais, ofreció una impresionante interpretación operística de La Marseillaise, encarnando a Marianne, símbolo de la República Francesa, desde la poderosa perspectiva de una mujer negra. Foto: EFE/EPA/YOAN VALAT.

La reacción vehemente contra una interpretación artística que desafía símbolos religiosos o patrios puede ser leída como un esfuerzo por mantener respeto por valores y estéticas conservadoras, que benefician a ciertos grupos mientras marginalizan a otros que, por su condición, no tendrían permitido tocar ciertas cosas “sagradas” con sus manos1

Como señala Pierre Bourdieu, los campos culturales están en constante lucha por el capital simbólico, y estas disputas revelan las jerarquías y desigualdades existentes.

En resumen, la polémica viral sobre La Última Cena probablemente esconda la hipocresía colectiva que despliegan las nuevas derechas fundamentalistas. Estos grupos intentan minar la credibilidad de los movimientos y activistas sociales que luchan por democratizar una cultura de emancipación, la cual promueve el empoderamiento colectivo a través de la diversidad, la sororidad y la inclusión social. 

No nos engañemos: detrás de los ofendidos se encuentran los mecanismos de control social y político, diseñados para disciplinar las disidencias y perpetuar el arte y el poder en manos de las sempiternas élites dominantes.

 

 


  1. Este análisis también sería válido para examinar la campaña de ciberacoso y la deportación arbitraria de la periodista de origen cubano Alondra Santiago, quien fue expulsada de Ecuador por incluir estrofas del Himno Nacional del país andino en su canción crítica del gobierno de turno.

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