Tinta añeja: Arturo Alfonso Roselló, a pesar del tiempo

Aunque su nombre es hoy prácticamente desconocido en Cuba, su obra poética y, sobre todo, periodística, le merecieron el reconocimiento en la primera mitad del siglo XX.

Foto: jooinn.com

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El nombre de Arturo Alfonso Roselló (Matanzas, 1896-1972) es hoy prácticamente desconocido en Cuba. Confieso que hasta que di con él en el libro Periodismo y Nación. Premio Justo de Lara, que recopila los textos ganadores de este importante premio periodístico entregado en la Isla en la primera mitad del siglo XX, jamás lo había escuchado o había leído algo suyo.

No es, ciertamente, un caso excepcional. No son pocos los –periodistas, escritores, artistas, políticos– que, aun cuando llevaron una activa vida pública décadas atrás, y, como en su caso, merecieron el reconocimiento de al menos una parte de sus contemporáneos, se extravían luego en la bruma del tiempo, desconocidos por las generaciones posteriores.

Varias son las causas de este, para muchos injusto, tratamiento. La muerte y los años son en no pocos casos un rasero inevitable, pero también lo son la política, las ideas, la geografía e, incluso, la profesión.

Quizá a esto último, o a una combinación de varios de estos factores, se deba que Alfonso Roselló –como otros profesionales de la prensa del llamado período republicano– apenas merezca pocas líneas en enciclopedias y sitios digitales, y hallar una fotografía suya resulte una faena casi imposible. Tal hecho, sin embargo, contrasta sobremanera con la amplia obra periodística y también literaria, que edificó a lo largo de su vida. 

Arturo Alfonso Roselló.
Arturo Alfonso Roselló.

Como poeta fue el autor de libros como En nombre de la noche, Etopeyas líricas y Cantos efímeros, al tiempo que integró el Grupo Minorista, para muchos el principal movimiento de la década de 1920 en Cuba, del que formaron parte figuras como Rubén Martínez Villena, Alejo Carpentier, Jorge Mañach, Enrique Serpa, Agustín Acosta y Eduardo Abela, entre otros.  

En el periodismo, por su parte, dejó su huella en publicaciones como El Heraldo de Cuba y la revista Carteles, de los que fue redactor jefe. Además, dirigió el periódico El Mundo y colaboró con otros importantes medios de la época como La Lucha, El País, La Prensa, Diario de la Marina, y la revista Nuestro Siglo, en la que publicó entrevistas con personalidades de la cultura y la política mundiales.

De igual forma, recopiló entrevistas realizadas a políticos latinoamericanos en los volúmenes Panamericanismo y Problemas sociales, y dictó conferencias en relevantes instituciones culturales de la Isla. Por si fuese poco, resultó premiado en tres ocasiones con el “Juan Gualberto Gómez” y en una con el “Justo de Lara”, dos de los lauros periodísticos más importantes y codiciados de aquel entonces en Cuba.

Precisamente con este último galardón, obtenido gracias al artículo “Una fórmula de justicia social” –publicado en El País en 1935–, les dejo como ejemplo de su estilo y pensamiento. Quizá en él puedan hallar motivos para avivar su memoria, más allá incluso de posturas ideológicas o afinidades estéticas.   

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Una fórmula de justicia social

El Embajador de los Estados Unidos, míster Jefferson Caffery, hizo en reciente oportunidad unas observaciones muy lúcidas en torno a los problemas cubanos, que fueron soslayadas o no advertidas por los otros improvisadores de la Asamblea. Reduciendo su pensamiento a síntesis, lo que dijo el Embajador fue que nuestra crisis económica, para ser resuelta, exige que los beneficios del nuevo tratado de reciprocidad comercial alcancen a las masas obreras, o lo que es lo mismo, que se traduzcan en mayores salarios, de manera que el bienestar se extienda a todos, y que se mejoren las condiciones generales de vida de las clases trabajadoras.

El espíritu práctico y el neto sentido de la realidad que es peculiar de los sajones, lograron enfocar, en la crisis de Cuba, el aspecto primordial e inmediato que la condiciona. Pero es presumible, también, que la neutralidad objetiva del diplomático, le permitió ver sin nieblas parciales ni deformaciones sectarias, un hecho que la mayoría evade o no observa, en medio de la divagación retórica con que aquí se suelen tratar las cosas simples y las cosas complejas. Nuestro pecado, temperamental o de origen, es el de teorizar con exceso. Y juzgar que el secreto del acierto descansa en la fórmula personal que cada quien aporta, o en la teoría aprendida que nuestros economistas y sociólogos construyen al margen de una lectura retrasada que consideran casi siempre inédita.

En efecto, la crisis cubana no dejará de serlo mientras el trabajador no mejore su nivel colectivo de vida. Un proletariado bien retribuido es lo que puede conducir al país a la prosperidad que se anhela. ¿Cómo lograrlo? Intentaré seguir fórmulas accesibles.

La primera de todas es que se organice. Que se organice como una institución más del Estado. En la indefensión tradicional en que el trabajador ha vivido, su condición se ha asemejado mucho a la indigencia. País de extremistas, hemos oscilado siempre entre el sometimiento envilecedor y la rebeldía anárquica. El obrero, por eso, tras amplias etapas de explotación semifeudal, se entregó luego, en efímeras y circunstanciales oportunidades históricas, a una irreflexiva represalia. Más que un fino instinto de superación y un claro propósito de conquistas estables, lo movió un resentimiento clasista. Y como toda aspiración que se respalda en la violencia, él mismo precipitó y viabilizó su fracaso.

Los gremios obreros no han respondido, en Cuba, a su finalidad específica. Frente a la represión, casi siempre estimulada por los excesos, los dirigentes han dejado a las masas acéfalas entregadas a su destino, después de haber concitado sobre ellas el antagonismo oficial y en anhelo de revancha de las empresas. Ejercitando tácticas torpes de estrategia bélica, supeditadas a un móvil político o sectario, desatendieron el interés clasista, despreocupándose del logro de conquistas viables y alejando, en vez de acercar, la oportunidad de un mejoramiento efectivo.

Las masas rara vez fueron consultadas, al ser movidas. Y la coacción y la orden drástica, emanada de plenos omnímodos, tan despóticos como inasequibles, usurparon una voluntad mayoritaria que oscilaba así, dramáticamente, entre la obediencia a una consigna, para mantener la cohesión, y con ella la esperanza de reivindicaciones ulteriores, o la perspectiva de desintegrarse de nuevo, quedando en el desvalimiento tradicional, a merced de la injusticia y huérfanos del tutelaje oficial que nunca alcanzó ni protegió a la masa obrera.

Nuestros gobiernos, imprevisores, consideraban resuelto el problema social, cuando el trabajador se resignaba a su infortunio. Y el jornal de miseria, cuando no provocaba rebeldías, llenaba de sosiego a los mandatarios, que tomaban la resignación como un síntoma de equidad satisfecha.

Todas nuestras iniciativas, en materia de legislación social humana, han sido de emergencia, creadas con apresuramiento, para conjurar conflictos agudos no previstos ni evitados con tiempo. Pero, precisamente, en esos períodos de agitación y exacerbación mórbida que estimulaban tales leyes, no podía esperarse que alcanzasen mayor eficacia porque las normas jurídicas son idóneas en los tiempos de calma, pero insuficientes en aquellos en que predomina la violencia.

Por eso los enjuiciadores de nuestra crisis que escribieron el libro “Problemas de la nueva Cuba”, acusaron la realidad de que los decretos leyes dictados para regular las relaciones entre el capital y el trabajo, fueron prácticamente nulos, ya que su vigencia, la desacataron patronos y obreros y, finalmente, el propio gobierno. La anormalidad de aquella crisis no podía superarse, ocurrió, sino con medidas extremas. Es decir, con el predominio de la fuerza. La huelga revolucionaria, no era, por consiguiente, sino una lucha entre dos poderes antagónicos. La victoria del uno excluía la supervivencia del otro.

Pero la diferencia entre esas dos expectativas antagónicas es que el triunfo de un movimiento revolucionario social, entre nosotros, hubiera significado la anarquía. Por lo menos, una proyección ignorada hacia quién sabe qué vuelco trágico. Y el triunfo oficial tiene que representar un afianzamiento del régimen institucional establecido, que lleva en sí implícito el deber de garantizar y regular todos los derechos humanos.

Todas las represalias, aún las más extremas, eran presumibles en el derrocamiento del régimen. Pero la subsistencia de este tiene, lógicamente, que entrañar un mantenimiento de sus atributos y características esenciales: o lo que es lo mismo, el Gobierno, al defenderse, no se estaba defendiendo a sí mismo, como entidad propia, sino estaba defendiendo, a la vez, el derecho de sus enemigos a ser respetados y protegidos.

Quiere decir que el Gobierno que derrotó la huelga tiene ahora que ayudar a la clase que fue instrumento ciego de ella a obtener, por vías jurídicas, lo que se le negó por todos y lo que –a despecho de la finalidad tortuosa de los líderes– la masa se propuso obtener con una disciplina errónea y desorientada.

¿Cómo? Dictando una legislación idónea. Una legislación científica y meditada que no surja bajo el signo de impremeditación y oportunismo que comúnmente caracteriza nuestras leyes ocasionales. La masa obrera necesita recibir del poder público la protección y la defensa que no encontró antes y que tampoco recibió de sus líderes. Necesita comprobar –como un efecto psicológico– en estos instantes en que se considera hostilizada y bajo la depresión de la derrota, que ese poder contra el que se pronunció no es enemigo y que de él puede esperar la liberación que le prometía la violencia revolucionaria.

Pero esa legislación no puede ser sino un conjunto de doctrinas, de normas contractuales, de fundamentos básicos para establecer un equilibrio que el Gobierno vigilará con ese paternalismo regulador que es peculiar de los Estados democráticos, nacidos y emanados de la voluntad pública. Y para que ese equilibrio sea efectivo, el Gobierno no solo debe permitir las organizaciones de gremios, con sentido clasista y aleccionados en un propósito constante de superación que eleve y dignifique el trabajo, sino que debe de estimularlos y protegerlos para que cumplan virtualmente sus fines. Sin gremios, toda legislación oficial ha de ser nula, porque solo la propia clase obrera por medio de sus organizaciones diversas puede vigilar y hacer cumplir las estipulaciones jurídicas. No hay flota burocrática de inspectores que pueda eludir la técnica maliciosa de los barrenadores de la ley, tan duchos en el trópico, si la clase obrera no tiene en sí misma el instrumento adecuado para denunciar a los infractores.

Los gremios, de esta suerte, como ya dije antes, se tornarían instituciones del Estado al servicio de un equilibrio justo que este establezca y determine. Y cesaría, de hecho, el divorcio tradicional entre la clase obrera, resentida por las explotaciones, por su servidumbre económica y por la frustración de sus ansias de mejoramiento que los radicalismos han hecho imposibles en las oportunidades mejores, y un Estado que la propia masa obrera contribuye a crear y al que por paradoja consideró como su enemigo y obstáculo.

Cuando el Gobierno logre mejorar los salarios habrá resuelto la manera de que la prosperidad renazca en Cuba. El dinero que el trabajador percibe es la única riqueza que circula en el territorio nacional y en él se queda. Una buena zafra seguirá siendo mala si el campesinaje no recibe una parte alícuota de mayores ingresos. El resto es interés inversionista, capitalización, dinero que emigra. Mayores salarios es duplicación de la capacidad adquisitiva, mayor producción, mayor fomento, más iniciativa, más impulso fabril, más rentas fiscales. Mejores salarios es descongestión de nuestra burocracia hipertrofiada, despeje de la crisis política, que exacerba por la movilización de todas las iniciativas hacia la fuente ubérrima de comunes provechos, simbolizada por la nómina. Mayores salarios es un estímulo para la iniciativa individual, más alto nivel de vida, más bienestar público, más prosperidad nacional. Y, sobre todo, menos resentimiento oculto, menos hostilidad latente, menos disposición fácil a lo radical y a lo díscolo.

El obrero cubano se diferencia del obrero europeo en esta gran virtud: no es sórdido. Y en este defecto grave: no ahorra. Pero ambas peculiaridades convergen hacia la realidad de que lo que percibe lo gasta, lo reintegra a la circulación, lo distribuye en la tierra en que vive.

El obrero cubano, además, no tiene rencores de clases. En el fondo del proletario más humilde late una definida aspiración de conquista burguesa. Ama el confort, la vida amable, todos los atributos del progreso. Su inconformidad no va más allá de su imposibilidad de alcanzar cierto límite de mejoramiento. La misma fuerza pública, obligada tropa de choque que la reduce en sus rebeldías, no estimula su odio como pudiera a veces inferirse de esos cartelones murales en que se ofende a la autoridad y a la gramática. En los cafés, en los vehículos, en la calle confraternizan soldados y obreros, comúnmente nacidos en un mismo origen y procedentes de zonas afines. Cuando el Estado regule y proteja la actividad obrera, el soldado será un agente preservador de sus derechos. Y unos y otros, hermanados en la cubanidad, y ligados en el sentimiento afín de robustecer las instituciones, se proyectarán, como sostenes del Estado, contra lo que nadie puede defender contemporáneamente: el predominio de la desigualdad y la injusticia.

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