Tinta añeja: Enrique José Varona, también periodista

El ilustre camagüeyano, una de las cumbres intelectuales de Cuba en su época, dejó su huella en el periodismo, una labor que ejerció de forma paralela a sus restantes ocupaciones y que hizo habitual su firma en importantes periódicos y revistas.

Enrique José Varona. Foto: Archivo.

Enrique José Varona. Foto: Archivo.

Cuando se habla de Enrique José Varona, sin dudas una de las cumbres intelectuales de Cuba en la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX, no suele mencionarse su periodismo.

Su inmensa obra, que comenzó desde la juventud y mantuvo su vigor prácticamente hasta su muerte a los 84 años, abarcó diversos campos, desde la Filosofía, la Psicología y la Literatura, hasta la Educación y la Política, y justo son estos cauces los preferidos por sus estudiosos y biógrafos.

Sin embargo, el ilustre camagüeyano nacido en la entonces Puerto Príncipe en 1849 y fallecido en La Habana en 1933, dejó también su huella como periodista, una labor que ejerció de forma paralela a sus restantes ocupaciones y que hizo habitual su firma en las principales publicaciones de su época.

Varona fue ante todo un pensador, un hombre que ya fuera desde las aulas, los libros o la prensa dejó constancia de un ideario profundo y crítico –en el sentido más amplio de la palabra–, de elevada eticidad y civismo, construido más desde la reflexión y la experiencia que desde un mero impulso contextual.

Su pensamiento y su quehacer le ganaron la admiración de muchos dentro y fuera de Cuba, incluso de José Martí, quien lo comparó con una “flor de mármol”. A la muerte del Apóstol, Varona –cuya evolución ideológica lo había llevado desde el autonomismo hasta el independentismo convencido– se encomendó a la ardua tarea de dirigir el periódico Patria, órgano del Partido Revolucionario Cubano, que Martí fundara como voz de la causa libertaria.

Antes, ya había dirigido por una década la Revista Cubana, publicación mensual de ciencias, filosofía, literatura y bellas artes, y había colaborado con publicaciones como El Fanal, El triunfo, La Habana Elegante y El Fígaro. Luego, también llevaría su trabajo periodístico a las páginas de El Mundo, Cuba Contemporánea y Carteles, entre otras.

Varona visto por el caricaturista Ricardo de la Torriente, en El Fígaro. Imagen tomada de librinsula.bnjm.cu
Varona visto por el caricaturista Ricardo de la Torriente, en El Fígaro. Imagen tomada de librinsula.bnjm.cu

Con artículos suyos conformaría dos volúmenes: Desde mi belvedere, de 1907, y Violetas y Ortigas, un decenio más tarde. Después han visto la luz otras compilaciones, como la realizada por Salvador Bueno en 1999, en homenaje al aniversario 150 de su natalicio.

En el prólogo de esta última, Bueno reconoce como características del periodismo de Varona su “alta calidad estilística”, así como “buena dosis de humor, de ironía, de agudeza intelectual”. Además, pondera el abordaje de temas muy variados “en los que ofrece sus reflexiones sobre obras, autores y sucesos cotidianos”, en una línea consecuente con su restante trabajo intelectual que, no obstante, descubre su entrenamiento en un oficio con formas y códigos propios.

Sobre la labor periodística diría el propio Varona que “su propósito es fotografiar la sociedad, y su deber la exactitud del parecido”. Siguiendo su precepto, llamó la atención sobre hechos y situaciones en apariencia puntuales en los que, sin embargo, supo encontrar la fibra que garantizaría la perdurabilidad de su mirada.

Un claro ejemplo de lo anterior es “A barrer”, un texto publicado en la prensa en 1899, durante la ocupación estadounidense de Cuba. En él, partiendo de un hecho tan común como la limpieza de las calles, apunta a remover conciencias, apela a la responsabilidad individual en busca del bien colectivo, y, de paso, sacude al periodismo de la estrechez de miras de lo inmediato.

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A barrer

En materia de barrido es indudable que estamos mejor que antes. Se barren mucho las calles de La Habana, y las barren bastante bien. Da gusto ver esas cuadrillas de gente atareada, que se toma tanto empeño en la limpieza pública. A mí, al menos, me da gusto, y un puntico de pena. Porque, sin quererlo, me acuerdo de que ha sido necesario que vengan de fuera a hacernos barrer. Pues claro está que si nosotros, motu proprio, nos hubiéramos empeñado más en remover nuestro polvo y quitar nuestro lodo, no hubiera tenido el vecino que venir a enseñarnos esos rudimentos de una virtud, que no es teologal ni cardinal, pero que también fortalece el cuerpo y refresca el espíritu.

Como las asociaciones de ideas suelen parecer tan caprichosas, quizás alguien se sorprenderá al saber que tanto movimiento de escobas me hace pensar casi siempre en los chinos. No por asociación de contraste, sino porque los discípulos del cauto Confucio y del sagaz Mencio tienen un proverbio que dice: “Si cada cual barriera delante de su puerta, las calles estarían limpias”. Y esto, que puede ser una explicación, tan buena como otra, de la proverbial suciedad de las calles, de sus ciudades-hormigueros, me sirve a mí para largas meditaciones acerca de todo lo que pudiera hacer el esfuerzo individual para remover impurezas, mientras nos acostumbramos al esfuerzo colectivo, y lo que es más, para facilitarlo.

¡Si nos decidiéramos a barrer, cada uno delante de su puerta! Por supuesto, que ya no pienso en las calles tortuosas por donde andamos o nos llevan. Ya esas, bien o suficientemente bien, las barren en cuadrillas, por cuenta de la bolsa común. Pero, ¡es que nos queda tanto por limpiar! Y sería lástima que hubieran de ser otros los que nos forzaran la mano para obra tan útil y decorosa.

Año nuevo, dijimos el primer día de este pasado enero, vida nueva. No soy de los muy creyentes en el milagro de que los pueblos cambien así de piel completa, como los ofidios. Por eso me conformaría con que fuéramos soltando escama a escama, hasta encontrarnos, dentro de suficiente número de años, bien lustrosos, flamantes y gayados; con vestido nuevo, en una palabra, y, a ser posible, aunque tardase algo más, con alma nueva. Pero confieso que, por más que busco, no hallo ninguna escama. Quizás se las lleven los barrenderos, apenas caen.

Podrá ser defecto de mi vista; mas miro y remiro, por dentro y por fuera, y todo me parece lo mismo. Somos tan descontentadizos y estamos tan descontentos como antes; pero cada cual lo está de los demás, no de sí mismo. ¿No nos convendría, por acaso, un ligero examen de conciencia? No basta que a uno le quiten las ligaduras, es preciso sentirse uno mismo suelto. Si no, es difícil hasta el intentar moverse, y echarse a andar. Pues bien, se me antoja que el hábito de las trabas nos ha dejado de tal modo la impresión de ellas, que no damos un paso por creernos atados; y después nos sorprendemos, disgustamos y hasta indignamos de que nadie lo dé. Pensemos que los demás sienten lo que nosotros, y no seremos tan exigentes. Acabemos de convencernos de que podemos hacer muchas cosas que antes no podíamos, y resolvámonos a dar el ejemplo. Es más práctico que esperar a que otros lo den.

Todo lo que uno puede hacer por sí mismo o asociándose con otros, ¿por qué esperar que se lo den hecho? Nuestro más viejo resabio, y por tanto el más arraigado, es el de contar con una providencia visible, casi doméstica, siempre a la mano, que debe preparar el cauce para nuestra vida, sacarnos de todos los apuros, y hasta distribuirnos nuestra porción congrua de felicidad. Y como no vemos abrir el surco, ni nadie nos saca en hombros, si hemos caído en algún garlito, ni nos traen la dicha a domicilio; echamos pestes contra alguien que debe ser el culpable, y sobre todo contra un sistema político y un gobierno que no dicta leyes para que todo nos salga bien y estemos satisfechos. Me figuro que si nos propusiéramos arar nosotros mismos nuestro campo, y salir de aprietos con nuestro ingenio o esfuerzo, y cortarnos a nuestra medida el bienestar que nos sea dable adquirir, nos quejaríamos menos y adelantaríamos y ganaríamos más.

En la raíz de este descontento crónico encuentro ese hábito, que ya es en nosotros segunda naturaleza, de esperarlo todo de fuera. Es que nos lo deben, pensamos; porque somos dignos de todo. ¿Debió caer solo para los israelitas vagabundos el maná y para las Dánaes emparedadas la lluvia de oro? Si las cosas no nos resultan bien, la culpa es de quien debe enderezarlas, para que disfrutemos de ellas. Nosotros las queremos derechas.

No sé cómo lo pasaría el que se atreviera a llegarse quedito a nuestro oído y nos advirtiese: –Pero quizás no seamos merecedores de todo ese bien; quizás no baste querer lo mejor para obtenerlo; quizás nos sobren vanidad para corregirnos e ignorancia de lo necesario para enderezar lo torcido; quizás sea efecto de nuestra pereza u obra de nuestra mala educación lo que nos parece producto de la negligencia de ese otro, con quien contamos a título de suficiencia nuestra y sin su consentimiento.

Como no lo sé, no digo lo que le pasaría. Mas sin extremar tanto la materia, ni poner el gesto tan avinagrado, vuelvo a mi tesis, mucho más inocente y menos mortificante, de que debía cada cual hacer por escobar los rezagos del caduco régimen anterior, que hayan quedado a su puerta.

Entonces, presentando marcial y gallardamente nuestra escoba, podríamos decir al de al lado: –Vecino, yo por mi parte barro, ¿quiere usted barrer?

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