Tinta añeja: memoria de Pepe Tallet

Uno de los mayores sabios cubanos de su tiempo, un hombre con una cultura notable, construida en gran medida de forma autodidacta, pero a la vez con una agudeza, un sentido del humor y una cubanía a prueba de balas.

Luis Rogelio (Wichy) Nogueras, José Juan Arrom, José Z. Tallet, Aida (esposa de Tallet) y Víctor Casaus. Foto: Blog "Me quedaría con la poesía"

A José Zacarías Tallet (Matanzas, 1893–La Habana, 1989) lo descubrí en mi infancia en las páginas de la revista Bohemia. En aquel momento ―años 80 del pasado siglo― no sabía que ya era un nonagenario, un hombre con una larga e intensa vida en la que el periodismo y la literatura, y en particular la poesía, se erigían como puntos cardinales. Para mí era apenas un nombre curioso, anacrónico, musical, que aparecía al pie de una sección con un título no menos sugerente para el niño que era por entonces: Gazapos.

No puedo precisar hoy si desde un inicio supe del Zacarías ―si no recuerdo mal, su firma en Bohemia aparecía como José Z. Tallet― o si fue un hallazgo posterior, cuando descubrí su nombre completo en algún libro u otra publicación de la época. En cualquier caso, me imantó su sonoridad, más propia de las telenovelas brasileñas que comenzaban a adueñarse de las pantallas de la Isla, y a kilómetros de los tantos y tantos nombres que comenzaban con la Y que desbordaban mi vida cotidiana. No fue sino después de muchos años, leyendo el testimonio de alguno de sus contemporáneos, cuando supe que sus amigos y conocidos le llamaban Pepe y entonces su nombre ganó para mí otro sentido.

A la par, iría descubriendo su vida y su obra, de manera fragmentada, incluso casual, y el retrato que progresivamente fui construyendo de él ha confirmado y engrandecido la admiración que me provocó su nombre en la infancia.  

Pepe Tallet es uno de los mayores sabios cubanos de su tiempo, un hombre con una cultura notable, construida en gran medida de forma autodidacta, pero a la vez con una agudeza, un sentido del humor y una cubanía a prueba de balas. Aprendió francés e inglés con su madre, que había sido educada en un colegio católico de monjas francesas, y luego estudiaría latín y griego, entre otras materias, en el Colegio del Sagrado Corazón de Jesús. Estuvo a punto de entrar al seminario en su adolescencia junto a un amigo para convertirse en sacerdote, pero se arrepintió.

Luego vivió varios años en Estados Unidos, donde se graduó como contador y perito mercantil en Brooklyn, en Nueva York, pero finalmente regresó a Cuba al finalizar la Primera Guerra Mundial. De vuelta a La Habana, trabajó lo mismo como cajero en el World Wide Trading Co. que como oficinista en los Ferrocarriles del Norte. También fue secretario, tenedor de libros en el negocio azucarero; escribiente en el Presidio Nacional, y bibliotecario en el Ministerio de Educación.

Los años 20 marcarían definitivamente su derrotero personal. Comenzaría a escribir y publicar poesía, entraría en el mundo del periodismo, se convertiría en uno de los estandartes de la poesía negra gracias a su célebre poema La rumba (1928), se vincularía a la vanguardia intelectual de la época, trabaría amistad con muchos de aquellos jóvenes que intentaban transformar no solo el arte y la literatura cubana, sino toda la sociedad ―llegaría a ser, incluso, cuñado de Rubén Martínez Villena, con quien codirigió la revista Venezuela Libre― y participaría, ya como parte de ellos, en acciones y movimientos como la Protesta de los Trece, el Grupo Minorista, el Movimiento de Veteranos y Patriotas, y la Liga Antiimperialista.

En la prensa comenzó su labor profesional en 1926 ―algunas fuentes refieren un año antes―, y ya no la abandonaría por el resto de su vida. Su quehacer periodístico fue amplio y fecundo. Entre otras ocupaciones, fue traductor de cables, jefe de departamento, articulista y director del magazine dominical del periódico El Mundo, subdirector y editorialista del diario Ahora, editorialista de El noticiero mercantil, y jefe de redacción de la revista Baraguá. Además, fue articulista y cronista en El País, coeditor de la Revista de Avance, editor y administrador de la Revista América Libre, y colaborador de Grafos, Social, Bohemia, Chic y Carteles.

Su reconocido desempeño periodístico lo llevó a ocupar cargos de dirección en la Asociación de Repórters de La Habana, y a integrar, desde su fundación en 1943, el claustro de profesores de la Escuela Profesional de Periodismo Manuel Márquez Sterling. Luego del triunfo revolucionario de 1959, sería director provisional de esa propia escuela, se mantendría como editorialista en El Mundo y escribiría para otras publicaciones, entre ellas Bohemia, en la que por muchos años mantendría la sección Gazapos, a pesar de haberse retirado oficialmente en 1968. Justo en esa sección, lo descubriría en mi infancia.

Cinco años antes de fallecer, en 1984, Tallet recibiría el Premio Nacional de Literatura y poco después publicaría uno de sus libros más conocidos, Evitemos gazapos y gazapitos, que resume en dos tomos la erudición, ingenio y defensa de la lengua española que exhibió en las páginas de Bohemia. Su poesía también ha quedado recogida en antologías y volúmenes propios como La semilla estéril, pero, como suele suceder, su periodismo ha sido menos favorecido en este sentido.

Como ejemplo de esa labor, le propongo entonces no uno de sus editoriales o artículos de carácter social o político, como los que escribiría en los años 30, o uno de sus leídos textos de la sección Gazapos, sino un retrato que publicó en Grafos, en 1942. Un acercamiento personal a la controvertida figura del poeta colombiano Porfirio Barba Jacob ―con quien trabó amistad en los años 20 cuando Tallet, según reconoce él mismo, llevaba “una vida poco menos que bohemia” ―, en el que describe con precisión a su retratado, y muestra, sin ostentación, la hábil y amena escritura que lo llevó a brillar como periodista.

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Barba Jacob, perdulario genial

Conocí a Barba Jacob en 1925 —segunda estadía suya en Cuba— en un café de la plaza del Polvorín. Me lo presentó Avilés Ramírez a quien por cierto advirtió el poeta que no lo llamara nunca más Arenales, ya que éste había muerto para siempre poco antes. Vestía Barba pantalón de paño negro y saco de dril blanco, y entre el índice y el mayor de la diestra sostenía dos cigarrillos —uno negro y otro blanco— que fumaba al unísono con estudiado ademán. Su rostro moreno y acaballado en el que relucían dos ojos de mirar intenso, ora burlón, ora siniestro —diabólico a ratos—, su figura enteca y larguirucha, de hombre que parece que va a desarmarse, me lo hicieron de primera intención antipático, repulsivo quizás. Mas apenas trabamos conversación la magia seductora de su verbo me conquistó plenamente, y me trocó después en uno de los más fervientes admiradores de su talento enorme, de su personalidad poderosa y sugestiva y de su poesía genial que será imperecedera mientras se hable en el mundo el idioma castellano. Y eso a pesar de los mil y un pequeños y grandes defectos —así los llama el vulgo— que hube de conocerle, al tratarle íntimamente entonces y, más tarde, en 1930, la tercera y última vez que vino a Cuba.

De las andanzas que compartimos en 1925, cuando llevaba yo una vida poco menos que bohemia, y de las relaciones estrechas que con él mantuve en 1930 cuando, con un grupo de amigos entrañables, pude brindarle un poco de protección, recuerdo cien detalles pintorescos que pudieran servir para ayudar a comprender la psicología anómala de este grande hombre, sincero, despreocupado y con ribetes de cínico a veces. Porque no de otra suerte puede calificarse la boutade del poeta cuando me contaba el epílogo de uno de los muchos aprietos en que le pusiera su mal soportada penuria. Adeudaba cerca de $300 al hotel en que vivía, y el encargado del mismo le invitó a firmar un cheque —sin fondos, desde luego—, a lo que accedió Barba sin pararse a meditar en las posibles consecuencias judiciales de aquella firma. Baste decir que, para librarlo de ellas, fue menester la intervención de amigos influyentes. El hospedero retiró la acusación con tal de que el poeta se mudara, y hasta le pidió su autógrafo al despedirse de él. Y comentaba Barba Jacob: «¿Habráse visto descaro? ¡Pedirme el autógrafo! ¿Qué más autógrafo que el cheque que le di hace días?».

«En Cuba, solía decir, no se muere uno de hambre; siempre encuentra el amigo que le dé un peso para pasar el día: pero cincuenta pesos juntos para marcharse, ¡nadie los da!» Y esto, cuando su falta de dinero le impedía continuar su eterna peregrinación por tierras de América a que lo condenaran, además de su espíritu errante, la expulsión de México, la tierra que amó acaso más que a la suya propia. Cierto que su nonchalance en cuestiones monetarias llegaba a extremos como el que sigue: levantado el aludido destierro y anheloso de retornar a tierra azteca, sus amigos y admiradores, que no éramos pocos, le reunimos el importe del pasaje y se lo entregamos. Recuerdo que yo le di en mi casa una comida de despedida. Barba desapareció; todos lo hacíamos rumbo a México cuando a los tres días… le vimos reaparecer más alegre que unas pascuas y con el rostro picaresco de un muchacho que ha hecho una travesura. «¡Cómo! ¿No se marchó usted? ¿Y el dinero?» «Me lo bebí en tres deliciosas parrandas», fue la respuesta descarada. Hubo que recomenzar la colecta, no sin antes tomar las debidas precauciones para que diera al fin con sus huesos pecadores en la tierra que tan bien cantara en la «Elegía de Sayula».

Y ¿qué no decir de otros mil trozos de su vida rica en incidentes, acontecimientos en los que fuera espectador a veces y otras, actor? Tales, el crimen del Aguacatal, el crimen del Hotel Humboldt, el timo de la «Vida de Carranza», en que burlara la beocia de un político apodado el Indio Verde, la venganza infligida a otro Pacheco que, habiéndole negado auxilio en un momento de indigencia tuvo que utilizarlo más tarde para que le escribiera un manifiesto, y Barba —Arenales entonces— se vengó propalando en acróstico hecho con las capitales de los párrafos, que el autor del escrito no era el politicastro del cuento. Sus peripecias en Centroamérica, en la frontera de México y los Estados Unidos, en Colombia antes de su partida y durante los años que allí residió a su regreso, llenarían un libro de aventuras interesantísimo. El escabroso relato de su rapto de Pis-Pis —«fui Eva y fui Adán», afirma en un poema—, el marinerito de los ojos verdes —«todos los ojos verdes, me decía, ya de hombre, ya de mujer, me perturban, me hacen temblar»— está lleno de un humorismo y una ironía deliciosos. Es lástima que no pusiera por escrito todo ese caudal de experiencias que, de manera tan perfecta, tan sugestiva sabía contar.

Arévalo Martínez en «El hombre que parecía un caballo» nos dice de la estudiada elegancia de Barba Jacob en sus tiempos de opulencia. Nunca desmintió su coquetería en el vestir y el acicalarse. En mi diario trato con él observé más de una vez que, entre las piezas de su dentadura completa, al comienzo del día se destacaba un incisivo intensamente blanco, como de porcelana nueva; y al cabo del día ese mismo diente se veía pardusco y sucio. Aquello me intrigaba sobremanera, hasta que un día en que fui a su hotel acompañado de Raúl Roa, descubrimos pasmados que le faltaba el diente; y fue mayor nuestra sorpresa al ver que Barba, delante del espejo y sin más instrumento que un palillo de dientes, se lo reconstruía ¡con un pedazo de algodón! Quedó, pues, explicado el enigma del cambio de color, pero nunca supimos de qué se valía para sostener aquel pedazo de algodón en su sitio después de sufrir el embate de dos o tres comidas copiosas.

Si la necesidad de vivir —y de vivir bien— lo llevaron en sus últimos años a vender su pluma insigne a causas repulsivas y siniestras, soy testigo de que mucho tiempo resistió a la tentación. Si a la postre sucumbió, acaso tengan su parte de responsabilidad quienes desde las alturas no quisieron ayudarle oportunamente para que su debilidad de perdulario genial encontrara un rodrigón liberador. Él ya nos ha dado sus versos inmortales, ¿qué más pedirle? Su vida, sabemos lo que tenía que ser. En «El Son del Viento», con desolada sinceridad se desnuda, y allí —no lo olvidemos— nos dice: «Vine al torrente de la vida / en Santa Rosa de Osos / una medianoche encendida / con astros de signos borrosos».

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