Tuve (tuvimos) la fortuna de tenerte, Mario Balmaseda

Homenaje.

Luis Alberto García y Mario Balmaseda. Foto: Cortesía de LAG.

Con Mario Guerra y Deymi D’Atri

No paré de llorar durante todo el ensayo general.

Embutido en aquel traje de soldado del Ejército Rojo, pesadísimo, con una “shapka” y un “paltó” que daban un escozor del carajo y sin poder ni rascarme porque tenía que estar en “stop motion”, petrificado como una estaca, el dolor y la vergüenza de haber sido regañado en público por mi actor favorito, el que me conocía desde niño, me jugaron una muy mala pasada.

Un grupo de aspirantes a actores, en su mayoría provenientes de la Escuela Nacional de Arte y unos pocos de la calle —yo, por ejemplo—, fuimos los encargados de darle a “El Carillón del Kremlin” (una obra teatral dirigida inicialmente por Evgueni Radomislenskiy, proveniente del Teatro de Arte de Moscú y luego reestrenada bajo la meticulosa dirección de Mirian Lezcano y Mario Balmaseda) cierto aire de marcialidad y verosimilitud eslavas.

En las escenas en que aparecía Vladimir Ilich Balmaseda Lenin, éramos los guardias del Kremlin: vista al frente, piernas abiertas, largo fusil con bayoneta inclinado hacia delante en la mano derecha. Estatuas. Y además durante toda la obra movíamos los muebles y la utilería con precisión milimétrica. ¡Ay del que cometiera un error!

El día antes del estreno todo debía funcionar como un reloj suizo.

Muy al principio me tocaba poner una mesa (casi a oscuras) con un teléfono antiguo, pero antes otro actor debía colocar una alfombra para que yo pudiera hacer lo mío con tiempo suficiente para correr a ponerme en guardia. Lo atípico: se demoró el socio de la alfombra, yo esperando con mi mesa y mi teléfono y de repente encendieron las luces y allí estaba mi guardia rojo colocando la puta mesita y corriendo a ponerse en atención. Un desastre chapucero.

Mario paró en seco el ensayo. Rabioso.

“¿Qué pasó, Luisito? ¿Así quieres ser actor?”

Intenté explicarle que no había sido mi culpa dando una vuelta para no joder tampoco al amigo que se había retrasado, pero Mario no me dejó. Desde la luneta en la que estaba dirigiendo metió un discurso terrible para todo el teatro Mella sobre la seriedad en el trabajo, el compromiso con el público, la falta de profesionalismo, la devoción por el teatro. Yo quería que me tragara la tierra.

Allí estaban todos los integrantes del Teatro Político Bertolt Brecht, mi novia de entonces, mi padre, mis nuevos amigos, también guardias rojos: Albertico Pujol, Carlos Otero, Néstor Jiménez, Omar Alí, Javier González, Juan Carlos Antón y otros más. Hice toda una guardia con “jipío”. Al final cuando me asomé al camerino de mi padre y René de la Cruz, fue peor. Mi viejo: “¿Viniste a que te pase la mano? ¿A que te coja lástima? Nananina Jabón Candado… Mario tiene toda la razón del mundo. Así que guapea y haz lo tuyo bien”. René miraba fijo al piso.

Mario me pasó por el lado, me dijo entredientes mirándome fijo: “concéntrate”, se montó en su Lada y se esfumó.

No me equivoqué más.

Dos años después, la vida me dio el regalo de doblar el mismo personaje (Rybakov) con mi padre, en la obra. Una noche él y otra noche yo. Mario seguía haciendo a Lenin. Y teníamos muchas escenas juntos. El actor que me había regañado una vez, el que yo seguía con devoción en todos los personajes que había hecho, se convirtió en un tipo tierno decidido a enseñarme. “No muevas así las manos, Luisito. Rybakov es ruso, no vive en el Solar del África. Es un soldado, mantén la postura marcial todo el tiempo, con gallardía”. “Haz una pausa antes de decir ese texto porque ahí el público se va a reír, no lo sueltes hasta que las risas de la gente se diluyan”. “Tenemos que mirarnos todo el tiempo”. “Las pausas se llenan con lo que el personaje piensa y siente” (Papa siempre le fastidiaba diciéndole Doctor Honoris Pausa). Yo me lo comía a preguntas. Me explicó por qué su camerino y el cuarto de su casa estaban repletos de todas las fotos de Lenin que había recopilado para usarlas como recurso nemotécnico, el truco de achinar sus ojos saltones para darle el acabado final al rostro de Lenin o el acento sacado de las grabaciones originales en ruso, trasladándolo al español, los gestos y la manera de caminar del líder soviético que había visto en películas documentales de la Revolución de Octubre. Fueron clases magistrales.

La obra comenzaba a las 8:30 pm y Mario llegaba al Mella a las ¡¡¡2 de la tarde!!! para que la profe Adela Prado (maquillista excepcional) convirtiera a un mulato habanero en un asiático. Cogí la manía de llegar muy temprano al teatro solo para ver de lejos, sin abrir la boca, aquel acto de magia. Luego Mario se enfundaba en su traje y se adueñaba de todo el pasillo tras el telón de fondo, caminando y gesticulando sin parar hasta que dieran las tres campanadas. Todo el tiempo. Metido quién sabe dónde. Nadie le hablaba, silencio total.

La noche en que estrené, me hizo una seña para que me acercara a su paseíto interminable, me estrechó la mano con firmeza, en plan Lenin y me habló con el acento y la voz del personaje: “Camarada Rybakov”, “Dígame, Vladimir Ilich” dije yo. Y volvió él: “Sorpréndame”.

Al final de la obra, cuando todo el elenco hizo el saludo, sentí su mano en mi espalda empujándome para que diera un par de pasos al frente y le vi señalándome para que me aplaudieran. Una hermosura total. El profe mostrando a uno de sus alumnos. A un aprendiz. Lo llevo conmigo.

A partir de entonces, ya fue uno de mis otros padres (tengo el dos detrás de Mayito Guerra, pero no importa, me honra). Lo veía todo y siempre su opinión me llegaba forrada de sabiduría.

Su más grande piropo: filmábamos “Zafiros, Locura Azul”. Manuel Herrera le había dado una secuencia en la que Mario tenía un gran discurso. Se pasó toda la mañana advirtiendo que era un texto muy largo, que no se sentía muy seguro. Y yo, que sí lo haría bien, que podía hacerlo por trozos, incluso. Me llamó aparte para decirme su parlamento. Lo escuché embelesado. Era un ANIMAL de la interpretación. Me dijo: “dime la verdad y no me embarques, que yo confío en tu opinión, mijo. ¿Viste que me comí una oración?”. En medio de mi emoción por su halago, le dije que todo estaba genial —era verdad— y que daba igual si decía la cabrona oración o no. Nos sentamos todos los Zafiros y nuestras novias de ficción a la mesa, dieron la voz de “acción” y ese monstruo se tiró el parlamento entero sin un solo error y con una verdad escénica que solo los grandes enarbolan. Toma única. Mientras le aplaudíamos me miró “saltonamente” y le miré diciéndole sin palabras “¡Qué cabrón eres!”.

Escribía esto y mientras, pasaba una película mental editada por mí en la que arrancas con tu personaje en “De Cierta Manera” en aquel tête à tête impresionante con el otro Mario (Limonta) o en la secuencia de la discusión con Yolanda Cuéllar en plena calle, para pasar por corte directo a tu clown de “La Panadería” balanceándote sobre tus piernas y jugando con tus tirantes mientras tus dedos tamborilean sobre tu vientre postizo y luego verte en trozos de Reinier, Maceo, Marquitos El Loco, Dimitrov, con Isabelita en “Se Permuta” convirtiendo un beso en un chasquido para limpiar tus dientes, en “Mi Socio Manolo”… ¡Qué talento enorme!

Tuve (tuvimos) la fortuna de tenerte, Mario Balmaseda, pero me siento totalmente desolado con esta tristeza de no mirarte más a esos ojos saltones.

Ya tienes la encomienda de buscar al viejo de Mayito Guerra allá arriba. Busca luego al mío y vuelve a dirigirlo en Andoba. Será un Andoba celestial.

Mi beso.

* Este texto fue publicado por Luis Alberto García en su cuenta personal de Facebook, se reproduce en OnCuba con su autorización expresa.

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