“Un beso a Consuelo”

La Escuela Hogar "Consuelo Serra" dejó de existir en 1961, cuando se nacionalizaron todas las instituciones académicas privadas del país. Pocos años después se derrumbó.

Josefina y Lichi Diego. Foto: Cortesía de la autora.

Josefina y Lichi Diego. Foto: Cortesía de la autora.

 “Esté yo aquí o allá, haga como si lo estuviese yo siempre viendo.
No se canse de defender, ni de amar. No se canse de amar.
Un beso a Consuelo”.
Final de una carta de José Martí a Rafael Serra, 30 de enero de 1895

En el antiguo pueblo de Arroyo Naranjo, en la década de 1950, había dos escuelas, una pública y la otra privada[1]. Mi familia vivía en “Villa Berta”, en la Calzada de Bejucal, entre Mangos y Pinar, y la escuela primaria privada se encontraba a unas cinco cuadras de la casa, muy cerca del centro del pueblo donde estaba el parque, la iglesita y el colegio público.

Mis padres y mi abuela paterna, que vivía con nosotros, eran maestros y decidieron que mis dos hermanos y yo estudiáramos en la Escuela Hogar “Consuelo Serra”, la escuelita privada, modesta, sin lujos, cuya matrícula tenía un precio módico y permitía que todo el que quisiera estudiar allí lo pudiese hacer. Y si no tenían dinero para pagar, pues no pagaban. Incluso había posibilidades para niños huérfanos, sin recursos, de ahí la palabra “hogar” en su nombre.

La fundadora de esta institución, Consuelo Serra, hija de Rafael Serra, el gran amigo de José Martí, nació en Matanzas, el 13 de julio de 1884. Emigró de niña a los Estados Unidos junto con sus padres y allá realizó sus primeros estudios. Según refiere el historiador Carlos González en su artículo, la joven Consuelo Serra decidió:

… estudiar magisterio durante cinco años en el Normal College de la ciudad de Nueva York ‒hoy Hunter College‒, donde se graduó el 28 de junio de 1905 como Bachiller en Artes, titulación exigida en los EE.UU. para habilitarse como maestra de instrucción pública. Se debe decir que esta cubana, matancera, que vivió y educó en Arroyo Naranjo, forma parte hoy del patrimonio iconográfico digitalizado de la Biblioteca Pública de Nueva York mostrando sus atributos como graduada de esa escuela normal neoyorquina. Ya en tierra cubana, asumió el puesto de maestra de primer grado en La Habana, llegando posteriormente a ocupar plaza de profesora adjunta por oposición de idioma inglés en la Escuela Normal para Maestras de La Habana en 1921. Con la fundación y atención a su propia escuela desde octubre de 1912 y su docencia en la Normal compartió su constante afán de superación: revalidó su título de bachiller obtenido en EE.UU. en la Universidad de La Habana en 1916, estudiando de 1918 a 1923 en esta universidad para su titulación como Doctora en Pedagogía, a lo que se agregan los estudios correspondientes para obtener el Doctorado en Filosofía y Letras entre 1923 y 1934.

Nada de esto conocía yo, por supuesto, cuando entré por primera vez a aquel lugar de la mano de mis dos hermanos, Rapi y Lichi, en septiembre de 1957[2]. La escuela era una espaciosa casa transformada, con portal, sala, comedor, muchos cuartos, un patio interior grande ‒donde se formaba, jugábamos a la hora del recreo y se hacían los actos patriótico-culturales‒, una torre misteriosa a la que nunca pudimos subir, y un traspatio enorme.

Las diferentes habitaciones habían sido modificadas en aulas, que se mantenían siempre limpias, pintadas, con sus pizarras y pupitres impecables. La de Primer Grado, si no recuerdo mal, estaba separada del recinto principal, como si se hubiese convertido algún garaje o cobertizo en un salón  espléndido. Allí conocí a mi primera maestra, la que nos enseñó a leer y a escribir a mi hermano Lichi y a mí, y cuyo nombre jamás olvidé: Genoveva Valdés Castillo.

Rapi, Josefina y Lichi Diego. Foto: Cortesía de la autora.
Rapi, Josefina y Lichi Diego. Foto: Cortesía de la autora.

Todos los maestros eran mujeres, negras y mulatas, la mayoría profesaba la religión católica, y todas eran graduadas de la Escuela Normal para Maestras de La Habana. El único hombre que se veía ocasionalmente era Pedro N. Veranes, viudo de Consuelo, pedagogo, abogado, y que asumió la dirección del plantel en 1945 cuando fallece Consuelo, a la edad de 61 años.

La escuela fue concebida para niñas y niños, algo no muy frecuente en los colegios privados de la época, sin discriminación de razas, estatus social, ni credo religioso. Era una escuela martiana, donde se aprendía mucho y bien, pues sus maestras eran instruidas y cultas. Educaban no solo a partir de sus conocimientos, que eran sólidos, sino también, y por encima de todo, con su ejemplo. Ahora, que tanto se desea y se hace por mejorar la calidad de la enseñanza en Cuba, se debería aprender de esta institución, de sus esencias y de sus conceptos. Allí no había nada chabacano, ni improvisado, ni irrespetuoso, ni vulgar. Desde la forma en que se vestían, se comportaban, hablaban ‒siempre en un tono de voz bajo, amable, correcto‒, en todo momento, estaban educando, formando.

Además del nombre de mi maestra Genoveva, recuerdo el de otras tres: la señorita (así se les llamaba) Dulce, la señorita Emelina y la señorita “Miss” Francis. La señorita Emelina fungía, en mi época, como directora; la señorita Dulce creo que era la maestra del Quinto Grado; y la señorita “Miss” Francis era, obviamente, la maestra de inglés[3].

Uniforme de gala de la Escuela Hogar "Consuelo Serra". Foto: Cortesía de la autora.
Uniforme de gala de la Escuela Hogar “Consuelo Serra”. Foto: Cortesía de la autora.

Hace unos años llamó a mi casa el investigador Carlos González. Sabía que mis hermanos y yo habíamos estudiado en “Consuelo Serra” y quería entrevistarme. Por él supe que mi maestra Genoveva estaba viva, tenía 83 años y vivía en el Reparto La Güinera, en Arroyo Naranjo. Sabía su dirección y le dije que quería visitarla. Y así fue.

Llegamos con un poco de trabajo, bajo un sol implacable y un calor inhumano. Para poder entrar a su pequeña casa hay que pasar por un estrecho e incómodo pasillo interior. Por razones que no voy a detallar, la casa de mi maestra estaba totalmente vacía, solo tenía una cama, con una Virgencita de la Caridad del Cobre en la pared, no había más muebles. Creo que tenía una hornilla, no recuerdo haber visto un refrigerador.

Genoveva me estaba esperando. Nos abrazamos y comenzamos a hablar, sentadas en su cama. Ella no sabía que mis hermanos habían fallecido, yo le llevaba un ejemplar de la revista UNIÓN[4] dedicada a mi familia y en la que se mencionaba la muerte de Lichi. También le llevé de regalo unas fotos de nosotros tres con los uniformes del colegio (que era muy sobrio: pantalón y jumper color beige, y corbata y lazo morados), y un libro.

Genoveva tenía un yeso en su brazo izquierdo pues hacía poco se había caído. Me contó que los vecinos la ayudaban, que veía la telenovela en la casa de uno de ellos y que seguía asistiendo a misa todos los domingos. Fue una conversación muy especial y cálida. Ya al despedirnos, me dijo: “Siempre comenzaba mis clases de literatura con las palabras de tu padre”. Y me las repitió de memoria: “No es por azar que nacemos en un sitio y no en otro, sino para dar testimonio. A lo que Dios me dio en herencia he atendido tan intensamente como  pude; a los colores y sombras de mi patria; a las costumbres de sus familias; a la manera en que se dicen las cosas; y a las cosas mismas ‒oscuras a veces y a veces leves…”[5].

No la he vuelto a ver, no tenía teléfono, mi amigo Carlos tampoco, y hace mucho que no sé de él.

Josefina y Lichi Diego. Foto: Cortesía de la autora.
Josefina y Lichi Diego. Foto: Cortesía de la autora.

La Escuela Hogar “Consuelo Serra” dejó de existir en 1961, cuando se nacionalizaron todas las instituciones académicas privadas del país. Pocos años después se derrumbó. En 1968 mi familia se mudó al Vedado, pero yo he regresado en muchas oportunidades a Arroyo Naranjo. Cada vez que voy, paso frente a las ruinas de mi colegio, del que ya no queda nada, solo un manigual espeso.

Después de la visita a mi maestra escribí una carta a un organismo que se ocupa de restaurar y conservar lugares históricos. Hablaba de la escuela, de su importancia, y pedía que se construyera en el lugar donde están sus ruinas un parque. Un parque con árboles que den sombra, unos bancos cómodos con respaldar y algún espacio donde puedan jugar los niños[6]. Y pedía que se pusiera una tarja en la que se contara sobre esa majestuosa escuela y sobre sus maestras. No es mucho pedir, me parece.

Jamás me respondieron.

 

 

[1] Para escribir este texto me he apoyado en el excelente artículo Magisterio y racialidad: la Escuela – Hogar “Consuelo Serra”, escrito por mi amigo, el Lic. Carlos Daniel González Torres, publicado en: Revista Bimestral Cubana de la Sociedad Económica de Amigos del País, No.34, enero-junio, 2011, pp.82-97.

[2] En aquellos tiempos, las clases en Cuba comenzaban el segundo lunes de septiembre y, en más de una ocasión, mi hermano Lichi y yo, que nacimos el día 10, celebramos nuestro cumpleaños en un aula.

[3] Gracias al trabajo de Carlos González he podido conocer los apellidos: Dulce María Betancourt Martínez, Emelina Betancourt Bailú y Francisca Rodríguez Domínguez. La señorita “Miss” Francis visitaba nuestra casa con frecuencia pues era muy amiga de mi abuela Berta. Las recuerdo siempre hablando en inglés. Carlos y yo propusimos a la Asociación de Pedagogos de Cuba que se le hiciera un homenaje a las maestras que quedaban vivas, Genoveva y Dulce. Afortunadamente, este homenaje se realizó, pero yo no pude participar porque no me encontraba en La Habana.

[4] Revista UNIÓN, Año 1, No.72, 2011.

[5] Del prólogo al libro Por los extraños pueblos (Ediciones Orígenes, La Habana, 1958).

[6] Quizás se podría construir una especie de tren de cemento, pequeño, en el que los niños puedan sentarse y jugar a ser maquinistas y pasajeros, pues por el fondo del antiguo traspatio pasa un tren, y a diferentes horas del día se escucha su silbato. Y digo de cemento, para que perdure y no se convierta en uno de esos parques-cementerios, como les llamo, donde solo quedan restos de hamacas y de alguna canal o tiovivo.

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