Un mundo tan negro

Foto: EFE

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No hace mucho un amigo escritor, coterráneo, iconoclasta de fábrica, santiaguero esencial, ganó con justicia la octava edición del Premio de Novelas de Gaveta Frank Kafka 2015, convocado por la Embajada de la República Checa en Cuba, uno de esos reconocimientos literarios a los cuáles, dentro de nuestro país, nadie en su sano juicio aplicaría, a sabiendas de las implicaciones que emanarían de aspirar a recibir un galardón rodeado de suspicacias, alineaciones ideológicas, componendas, coqueteos con el enemigo…

Es lo que deciden al menos los censores profesionales a través de sus sentidos embotados. Pero eso no viene al caso ahora mismo.

Lo cierto es que me alegré por mi amigo escritor, que estaba feliz pero preocupado. Supe, lo del premio, porque me lo comentó él, en secreto. Estaba intranquilo porque apenas recién llegaban a La Habana las personas encomendadas de entregarle el monto en metálico del premio, una cifra interesante para cualquier escritor, vivo o muerto de hambre, como somos casi todos los que en Cuba nos dedicamos al oficio.

Por esas fechas yo tenía un viaje pendiente a la capital. Estaba en medio de ciertos trámites migratorios tremebundos, pero igual disponía de algo de tiempo para desandar la ciudad.  Mi amigo me pidió el favor impagable, según él, de recoger el peculio y llevarlo conmigo. Le dije que no habría problemas. No se le puede negar un favor a un compañero de armas.

Aunque solo dispondría de dos días en la capital, mis gestiones me llevarían, cuando más, un par de horas en la Embajada del Reino de España, así que le facilité mis coordenadas, para que se las hiciera llegar a las emisarias, que entonces me enteraba que eran dos chicas las que venían del más allá con la intención expresa de hacer la entrega oficial del dinero.

Al otro día viajaba en avión así que no objeté más razones. En cuanto llegara al Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana, por la terminal de los vuelos nacionales, iría directo a recoger el encargo.

La noche antes había hablado brevemente con las chicas por el móvil y quedamos en vernos en un lugar muy céntrico y turístico, a salvo de la sospecha policial: El Floridita. Todo se resumía a recoger un sobre, beber un cóctel gratis y parlotear un rato. Pero el vuelo salió con retraso y cuando llegué a La Habana era muy tarde: noche cerrada. Con el malestar a cuestas, una mochila apenas, sin cambiarme de ropa ni dejar el equipaje, seguí de largo hasta el Capitolio, en un almendrón, a la caza de las chicas.

A esa hora, imaginaba, se habrían marchado o estarían anestesiadas por el alcohol gourmet. Pero no. Estaban sentadas a una mesa. Justo pagaban. Ya casi se iban sin mí cuando nos reconocimos intuitivamente, a primera vista. Estaban nerviosas pero no entendía el por qué. Pronto lo sabría. Insistieron en salir a tomar algo de aire. Una de ellas, de origen chileno, hablaba castellano de manera natural, con el acento andino de los de su tierra de volcanes.

No nos alejamos mucho. Buscaban un lugar discreto, a la sombra, si acaso fuese posible, una noche más oscura y tosca en Centro Habana, asediadas por morenos libidinosos que las miraban con lujuria. Les silbaban desde los triciclos. Le hacían propuestas indecentes.

Eran un par de rubias apetecibles. Cargaban consigo varias bolsas y bultos voluminosos. No recuerdo si olían bien. Caminábamos un par de manzanas y de pronto se detuvieron. Abrieron una cartera. Extrajeron el bendito sobre. Abultado por cierto. Sacaron un fajo de billetes. Contamos. Mucho más dinero del que nunca había tenido en efectivo en las manos.

Me hicieron firmar un recibo de cesión. Luego me entregaron uno de los bultos. Pesaba. Treinta y dos ejemplares de la novela premiada. Se despidieron. Como agentes secretos. Marcharon en silencio. Habían cumplido exitosamente su misión. Me dejaban casi a solas, con el enemigo invisible apostado en las esquinas a oscuras, los morenazos de marras, quizás algún agente secreto por identificar, disfrazado de recogedor de latas de cervezas.

Salí corriendo. Me monté en el primer coche vacío que ofertaba servicio de taxi particular. Subí todo Neptuno hasta Infanta. Caminé muy rápido varias cuadras por la parte iluminada.

Llegué a salvo adónde iba. Mi amiga me esperaba nerviosa. No había respondido ninguna de sus llamadas perdidas ni sus mensajes de texto. Llegué muy cansado. No le dije nada. No me preguntó nada. Nos fuimos a dormir cada cual en su cama. Me levanté temprano.

Mi vuelo salía a primera hora de la mañana siguiente, por lo tanto, dormiría en la terminal. Yo me ajustaba el sobre con el dinero. Lo palpaba nervioso cada quince o veinte minutos. No logré dormir ni un instante. Salimos en hora. Llegué a casa, sano y salvo, pero nervioso. Me puse en contacto con mi amigo y pactamos vernos por la tarde, cuando bajara la fresca. Fue muy puntual, por supuesto. Vino acompañado de su novia como escolta para el traslado de los valores. Contamos. Todo bien. Ni un centavo de menos. Le entregué también el bulto con los 32 ejemplares de la novela premiada: Un mundo tan blanco.

Me aclaró que no sería elegante pagarme en efectivo por los riesgos que él ni siquiera imaginaba que había corrido, y que yo, seguramente, tampoco habría aceptado la recompensa. Sacó entonces un simulacro de estilográfica y con un gesto estudiado me autografió uno de los ejemplares de cortesía que le enviaron los editores europeos. Una edición minimal, bien sobria pero elegante. Se marchó muy rápido. Tenía unas ganas enormes de matarlo pero no le dije nada por no advertirme con antelación de la cuantía del premio. No valía la pena. Él es mi amigo y el mundo un lugar muy negro.

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