Vendedores ambulantes de productos agrícolas o la saga de los “carretilleros”

Poco después de autorizarse los carretilleros, en 2010, el periódico Juventud Rebelde publicó un reportaje que daba cuenta de sus virtudes y, sobre todo, de la reaparición en Santiago de Cuba de frutas como zapotes, platanitos –por allá le dicen “guineos”–, nísperos y mangos de El Caney, durante largo tiempo invisibles o afectadas por el síndrome de la intermitencia. Sin embargo, al cabo de una historia más bien larga y hasta agónica, ya es oficial que no se otorgarán más licencias para ejercer esta actividad del llamado trabajo por cuenta propia.

Por limitaciones de espacio, me concentraré en uno de los principales argumentos en contra de los carretilleros: el de que explotan con sus precios al pueblo. La tentación de hacerse ciertas preguntas permanece en pie, a riesgo de parecer retórico.

Todos formamos parte del pueblo, pero ¿de qué pueblo se habla si se trata de precios, una vez fragmentado el pelotón? ¿De los dueños de paladares? ¿De los que alquilan habitaciones? ¿De las ancianas que venden cucuruchos de maní en el Malecón a la hora en que debieran estar con sus nietos o durmiendo? ¿De los que reciben remesas? ¿De los ejecutivos que trabajan para el turismo? ¿De los camareros y mucamas de los hoteles?  ¿De los médicos y profesionales que únicamente reciben sus salarios del Estado y no han salido en misión al exterior? ¿De los afrodescendientes de Los Sitios, Coco Solo, Pogolotti, La Cutara o A Mí Me Ronca? ¿De los casos sociales protegidos en buena ley por el Estado con tres comidas diarias a precios módicos?

Controversia: el bicitaxista y el carretillero

Hay quienes todavía siguen defendiendo, abiertamente o tras bambalinas, la omnipresencia del Estado en la economía, esos que a menudo aparecen en la sección “Cartas a la Redacción” del periódico Granma, lo más parecido que hay a un dazibao.

Quienes allí escriben suelen argumentar que la presencia estatal en la venta de productos del agro evita la especulación y otros males, cuando los datos apuntan exactamente en sentido contrario. Esto se origina no solo en la repetición de códigos históricos que a la larga terminan validando lo disfuncional, lo que ya pasó antes y no condujo a ninguna parte, y por consiguiente en un solapamiento de términos que confunde regulación con intrusión.

“El problema” —ha escrito el economista Pedro Monreal– “es que una cosa es regular y tratar de influir en los precios, sobre la base de la legitimidad y del poder que tiene el Estado para hacerlo, y otra muy distinta es asumir que la determinación esencial de los precios puede hacerse de manera sostenida por métodos administrativos”.

Esa manera de pensar responde al concepto históricamente actuante de que el mercado constituye una perversidad propia del capitalismo, cuando en realidad se trata de una relación de intercambio social tan vieja como la humanidad. El hecho de que fuera de Cuba se pronuncien contra él en distintos foros solo significa una movida (legítima) contra sus excesos y contra la acción del capital corporativo. No veo por qué extrapolarlo a una circunstancia diferente con el propósito de desnaturalizarlo, demonizarlo y acusarlo de cosas de las que no es en rigor responsable, en boca de personas que no parecen haberse enterado de cómo se le trata en el proyecto de nueva Constitución y en otros documentos programáticos de la hora.

El sector privado, ¿enemigo?

Por otra parte, echarles la culpa a los carretilleros del desabastecimiento equivale a la actitud del marido engañado que responsabiliza al sofá por las dos protuberancias que le han salido en la cabeza. Obviamente, estos no son la razón, sino la falta de una producción sostenida que estabilice los precios.

Si el argumento es que entre ellos opera el desvío de recursos, más vale contar toda la verdad, es decir, que el problema no es muy distinto al que ocurre en otras categorías del trabajo por cuenta propia. Y les voy a poner nombre, limitándome a los más rechinantes: harina y queso para las pizzas, azúcar y levadura para los dulces. Ambos salen del mercado negro y el robo, a menos que se quiera aceptar la idea de que se adquieren religiosamente en las tiendas en divisas una vez avalados por unos comprobantes que se les compran a quienes trabajan en las shoppings con el fin de presentarlos al inspector para que también todo el mundo quede con la conciencia tranquila y los pícaros puedan irse a descansar a sus casas después de “luchar” un largo y fatigoso día.

Todo esto en medio de regulaciones como la siguiente: los carretilleros prácticamente deben estar en movimiento rectilíneo uniforme, como en Física. No pueden detenerse a vender en ningún punto, un aporte de la burocracia cubana que viene a ratificar que su conexión con la cultura –esto es, con esos grabados del XIX que los muestran en una esquina de La Habana Vieja con su cornucopia de productos–, puede llegar a ser la misma de la paloma de Emmanuel Kant respecto a la experiencia sensible.

Primero entrará un camello por el ojo de una aguja antes de que un carretillero se vuelva millonario.

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