Esa casa de Línea y 14

Acunó la vida extraordinaria de cuatro hermanos poetas, hijos de la estirpe de los libertadores, testigo de las excentricidades y de la imaginación poética de sus habitantes, en La Habana de la primera mitad del siglo XX.

Foto: Otmaro Rodríguez.

Al romper la República, la élite isleña había tomado la decisión de eliminar la huella española en la arquitectura, toda vez que no representaba el espíritu moderno, como Francia o Estados Unidos.  Como expresión de los tiempos, una de las obras construidas durante el proceso de ampliación/remodelación del Prado fue la Glorieta, diseñada por el arquitecto francés Charles Brun, donde tocaba la Banda Mayor del Ejército para disfrute de los habaneros, bien sentados en sillas de hierro a su alrededor o iniciando la práctica de plantar en el muro para tomar la brisa que venía del mar.

Cerca vivían Enrique Loynaz del Castillo (1871-1963) y su esposa María de las Mercedes Muñoz Sañudo, descendiente de vascos ilustres en los ámbitos militar y religioso. Un hombre conocido por los habaneros debido a sus méritos durante la Guerra del 95 y por componer el “Himno invasor”. Fue, en efecto, comandante, teniente coronel, coronel y general de brigada, rangos alcanzados por méritos propios, a lo que habría que sumar la confianza de José Martí y el hecho de haber salvado de la muerte a Antonio Maceo en Costa Rica. Cuentan los historiadores que a la salida de un teatro, un español le disparó al Titán por la espalda, hiriéndolo gravemente. Sobre él avanzaba, arma en mano, otro peninsular dispuesto a rematarlo. Pero cuando iba a disparar, una bala del revólver de Loynaz y del Castillo lo puso fuera de combate.

Martí escribió desde Nueva York: “Nada pueden los asesinos contra los defensores de la libertad.  La puñalada infame no hiere a la Revolución, hiere al honor de los que pretenden sofocar, con el crimen inicuo, la aspiración de un pueblo”.

Tenía 21 años. Un pino nuevo.

Foto: Otmaro Rodríguez.

De aquella casa cercana al Prado, pasaron a vivir en San Rafael y Amistad, donde dieron sus pasos iniciales los hijos del matrimonio de aquel joven: Dulce María (1902-1997), Enrique (1904-1966), Carlos Manuel (1906-1977) y Flor (1908-1985). Pero el autor del himno no era un hombre de una sola pieza y en ciertas cosas solía ser bastante conservador. Los muchachos tuvieron una infancia atípica, incluso considerando los patrones de la época, lo cual dejaría huellas, aparentemente, en todos. Y no precisamente porque sus progenitores hubieran decidido darles instrucción no en la escuela, sino en la casa.

Un correligionario suyo había introducido la enseñanza moderna en la Isla, una de las bases sobre las que se edificó la escuela cubana. “Que se haga descansar toda la obra de nuestra enseñanza” –dijo Enrique José Varona– “sobre una base estrictamente científica para que sea objetiva, experimental y práctica. Hacer que el adolescente adquiera sus conocimientos del mundo, del hombre y de la sociedad de un modo principalmente directo y no de la manera reflejada en los libros y las lecciones puramente verbales, es preparar a los hombres para la activa competencia a que obliga la multiplicidad de relaciones de la vida moderna no espíritus para la especulación fantástica”.

Pero no con ellos. Una vez la hermana mayor dijo:

Nosotros habíamos sido criados en un ambiente de soledad muy grande. No se nos permitía intercambios con amiguitos. En eso hubo una severidad muy grande. Pero después, cuando ya nuestros padres se divorciaron y quedó mi madre al frente, y de nosotros, ella aflojó un poco más la mano y entonces nos permitía que viviéramos a nuestras anchas en aquella casa.

Se refería a la de Línea y 14, en el Vedado, a la que se mudaron en 1908 con el nacimiento de Flor, ubicada cerca del río la Chorrera –hoy Almendares– y del torreón homónimo que edificaron las autoridades coloniales para detectar lobos marinos cerca de la costa. Partiendo de la labor del Conde de Pozos Dulces, quien por así decirlo puso la primera piedra, la zona había comenzado un proceso de urbanización en 1859, cuando José Domingo Trigo y Juan Espino le solicitaron al presidente del Ayuntamiento de La Habana levantar el reparto El Carmelo, célula fundamental de todo lo que sobrevendría después, incluyendo el trazado de calles y avenidas, entre ellas la Calle de la Línea, que debe su nombre al tranvía que comenzó a funcionar en 1901. Testimonia Renée Méndez Capote:

El Vedado de mi infancia era un peñón marino sobre el que volaban confiadas las gaviotas y en cuyas malezas carecía silvestre y abundante la uva caleta. Las cercas eran de tunas espinosas, el aire lo poblaban auras tiñosas, los totíes, los gorriones, las bijiritas y los sinsontes y en las furnias gigantescas de la orilla derecha del Almendares, de lo que seria de la calle 23 y la calle 15, anidaban las iguanas, los hurones y las ratas […]. Las únicas calles dignas de ese nombre, sin verse interrumpidas por las furnias, eran Línea, 17 y parte de Calzada.

Aquella casa estaba habitada por seres raros que a menudo recibían invitados excéntricos. Alejo Carpentier, quien se inspiró en lo que allí ocurría para escribir un pasaje de su novela El siglo de las luces dice:

Ellos habían invertido las horas de vida, es decir, comenzaban la jornada a las 5, 5.30, 6 de la tarde, vivían de noche y se acostaban al amanecer. Y uno de ellos, que andaba siempre de smoking, fue el primero a quien oí tocar al piano música de Schönberg.

Otra de las hermanas que le habían dicho que se iba a quedar para vestir santos, se había comprado unos santos de tamaño natural y, efectivamente, los vestía. Otra andaba invariablemente con preciosos trajes de 1860. Vivían en el mundo de los niños terribles de Cocteau.

Uno de esos invitados se llamaba Federico García Lorca, un joven poeta recién llegado de Nueva York. Después de su primera incursión por aquellos lares buscando a Enrique, cuyos poemas conocía desde España, las afinidades electivas dieron un giro. Carlos Manuel y, sobre todo, Flor ocuparon su primer plano.

El primero, sin dudas, fue un personaje trágico. “Nuestro hermano Carlos Manuel, que nunca se doctoró” —dijo una vez Dulce María— “pudo adquirir una de las culturas más extensas que he conocido, al extremo de que se le llamaba, en el círculo íntimo, la Enciclopedia Viva. […] solo nuestro hermano Carlos Manuel persistió en aquel rumbo; sus incursiones poéticas fueron breves, extrañas y esporádicas, bien que muy ponderadas por los pocos que las conocieron, entre ellos Juan Ramón Jiménez y Lorca”.

Casa de Dulce María Loynaz en El Vedado

En uno de sus arrebatos arrojó al fuego, en aquella casa, casi toda su poesía. La autora de Jardín abunda: “la traidora enfermedad que lo sorprendió en plena juventud y que agotó sus fuerzas creadoras. Acaso fue una cuerda, un arco que se tensó demasiado. De él no se conserva casi nada”. Apenas fotos: “él nunca concurrió a un estudio fotográfico y solo quedan unas cuantas instantáneas de Kodak.”

Y no solo lo hizo con lo propio sino también con lo ajeno. El público fue arrojado al fuego cuando Carlos Manuel se convirtió en “Manolo el Loco” y lo quemó todo. Era un drama homosexual liberador de las angustias y tensiones de su autor antes y después de su experiencia en la Babel de Hierro. Lorca se lo dejó sin que sepamos muy bien cómo, ni por qué. Dulce María no parece haberlo entendido nunca, si es que alguna vez lo llegó a tener en sus manos: “La obra de Carlos Manuel sí se perdió totalmente; se perdió con un drama de García Lorca que este le había dedicado, El público, del que ahora se habla tanto, pero le aseguro que no valía la pena. Probablemente el que dicen haber aparecido en Nueva York es apócrifo”.

La menor, que llamaban la Beba, fue, a no dudarlo, la estrella. Contravenía normas y convenciones acerca de lo femenino en una ciudad pacata, empezando por el cabello. “El pelo es una cosa superflua, las personas son bellas o feas, inteligentes o tontas sin ayuda de los pelos”. Se rapaba la cabeza y bebía ron en bares habaneros, algunos en los márgenes y por consiguiente todavía más políticamente incorrectos. Continuaba a La Macorina manejando un Fiat último modelo y fumaba puros, la causa de “la bolita” que la llevó al camposanto.

últimos dias de una casa ENG HD

Tal vez de esa casa salieron juntos alguna vez, ella y Federico, a recorrer la Playa de Marianao, donde hacia los años 20 comenzaron a nuclearse conjuntos sextetos y septetos, rumberos y en general músicos y bailarinas de extracción popular, muchos procedentes del interior, sobre todo de Oriente. Según Nicolás Guillén, a Lorca “le gustaba irse en las noches a ‘las fritas’, a los cafetines de Marianao, donde ya está el Chori, y allí se hizo amigo de terceros”. En Cuba había soltado amarras: “si yo me pierdo”, escribió, “que me busquen en Andalucía o en La Habana”.

A Flor le dejó el manuscrito de Yerma. Después de su asesinato, ella escribió lo que solo puede escribirse cuando existe un profundo conocimiento del otro: “El amor apenas / le rozó los dedos… / La vida le dijo / adiós desde lejos, / agitando en alto / un sucio pañuelo / y el cielo esa noche / quedó sin luceros / ¡Que todos en balas / los clavó en su cuerpo!”

“El valor que tuvo Flor para enfrentar la vida” –ha escrito Luis García de la Torre–, “fue el silencio en que conservó de todo. Se llevó silencios muy grandes, porque lo vivió todo. Sabe Dios todas las profecías que vivió Flor alrededor de todos esos personajes. Y de muchos de los cuales no nos habló”.

Esa casa de Línea y 14 parece estar poblada por espíritus esperando que un día se levante sobre sus ruinas para reverdecer la poesía y la música, dos atributos de los hermanos más singulares de la cultura cubana de todos los tiempos.

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