Agustín de Rojas: isla y utopía

Agustín precede todos los círculos del tiempo, o más bien los espacios circulares que el hombre ha edificado con esa sustancia sin geometría llamada tiempo. Agustín de Rojas Anido es anterior a la palabra. Pertenece al habla transparente de las razas. Por lo tanto, atiborrar la hoja de signos y figuras y líneas inteligibles es en cierto modo decepcionante en relación a él, que es ya el lenguaje.

Dos trazos bastarían para que Agustín persiga bisontes en alguna pared de Altamira. Retrato manierista. Alguien dibujó su silueta en las edades heroicas del hombre.

A Agustín lo enterraron el 11 de septiembre de 2011 pero ya había muerto en el 90. En su antojo por subvertir la Historia hasta armar modelos coherentes no se dejó sepultar en el Período Especial, porque en el Período Especial no se está muerto. No se está vivo. La armazón de vértebras (altorrelieve del hambre) se luce por igual debajo o encima de la tierra.

Cuando perdió su dentadura por la desnutrición probablemente nadie distinguiera en aquel hombre a uno de los novelistas más influyentes de la literatura postrevolucionaria en Cuba. Fina parodia de sí mismo. Ruinas de alguna arquitectura de Quijotes. Agustín hablaba de soles desnudos en universos probables y la escena se pintaba tan carnavalesca que no podía mirarse de frente.

Isaac Asimov y Arthur C. Clarke hicieron Hard Science Fiction, se tomaron fotos pomposas y discutieron de entropía o robótica en los cócteles, cuales cápsulas espaciales, que organizaban las élites científicas de la época. Agustín en los 90 sembró dos matas de plátano, algunas coles (quizá legumbres) en una orilla de la casa, no para guarecer a los suyos de las punzaduras del hambre, sino para adherirse como buen autómata a la paradoja nacional, para ser coherente con el absurdo colectivo.

Agustín también hizo Hard Science Fiction.

Si se lee Espiral (Premio David 1980), si pasa a la edad en que uno es muchacho, probablemente se trastoque la noción de lo real, probablemente. Pero no todo el mundo alcanza a eternizar esa ternura sublime de la juventud. La gente no padece de asombro ante mundos post holocausticos relatados en libros cuando se ha vivido un holocausto verdadero, cuando se camina entre escombros.

“Solo alguien que esté bien loco puede escribir utopías tan imperfectas, capaces de echar por tierra la pretendida perfección de utopías reales. Solo alguien bien loco puede crear universos donde los personajes se arrebaten unos a otros el derecho de ser reales, consecuentes con la tragedia que es la vida” – dijo una vez Rafael Soriano Rodríguez cuando se le preguntó por el autor de Espiral.

Agustín era esquizo. Tenía esa clase de locura luminosa que te escurre la mirada, donde verle de frente no escapa al riesgo de la ceguedad. Agustín vivió en Santa Clara y probablemente no haya salido jamás de la isla.

Nunca lo vi como un disidente, al menos no desde las banderías pueriles del concepto. No era un coincidente, solo eso.

En medio del tufo catártico que desprendía la creación nacional hacia los 90, aparece El Año 200. Desubicado y reflexivo. Apacible. Caja de resonancia de un género que zafaba las primeras mordazas. Singularidad narrativa que disuelve las estructuras canónicas en una infinitud de protagónicos. Traficar en plena crisis con el fantasma de la “utopía” parecería un fraude cruel, pero la parodia en Agustín era un río subterráneo.

El componente paródico que cimentaba sus obras nunca ha de verse como la trompetilla fácil, sino como gesto sinuoso, aire suave. Así se advierte al concluir cada capítulo de El Año…donde el autor aplica a los lectores cierto test que en ocasiones no guarda relación con la trama.

De tan ateo Agustín no soportó la belleza de la subversión y se volcó hasta los textos sagrados y rescribió los evangelios y mató a un publicano y desdibujó a Jesús de Nazaret y le llamó Yoshua y reveló en aquella construcción magnífica y terrenal del mesías una certeza ante el enigma de la salvación:

− «¿Por qué no puedo expulsar al diablo?

−Porque necesitas más amor, Kefas»

Diseccionar la obra de Agustín de Rojas, manosearla, llenarla de hendiduras como quien arregla un cadáver, husmear en la parte más inmóvil de Agustín, ese sustrato mudo y ajeno por sí solo, es desleal a su verdadera consagración: el ritual diario que lo convertía en hombre.

Agustín entristeció para siempre cierta tarde en medio de un cráter, dentro de otro cráter, dentro de una isla. Comenzó a usar un crespón negro en la manga para fechas patrióticas y en los últimos días decidió no comer, o más bien no hacía falta, ya tenía la tristeza por las paredes del estómago, ya se desbordaba aquella tristeza por las comisuras de los labios.

Fumaba mucho, eso sí.

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